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– ¿Volvieron a encontrarse?

– Sí. En 1898, poco antes de estallar lo de Cuba. Pero ella no lo reconoció. Ya no era capaz de reconocer a nadie.

– ¿Y qué hizo él?

Los ojos claros de la mujer parecían contemplar un mar encalmado, gris como su nombre.

– Volvió a La Habana, justo a tiempo de intervenir en la guerra. Pero antes dejó aquí la dote que traía para ella. Las veinte perlas que luce la Virgen de las Lágrimas son las que Manuel Xaloc reunió para el collar que debía llevar Carlota el día de su boda -miró la lápida por última vez-. Ella siempre quiso casarse en esta iglesia.

Salieron de la cripta. Gris Marsala cerró la reja de hierro y luego encendió la luz del altar mayor para que pudiera ver mejor la talla de la Virgen de las Lágrimas. Tenía en el pecho un corazón traspasado por siete puñales, y las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban en su rostro, en la corona de estrellas y sobre el azul del manto.

– Hay algo que no comprendo -comentó Quart, pensando en la ausencia de matasellos de la tarjeta postal-. Usted habló hace un momento de cartas que no llegaban. Y sin embargo, en esos años de separación, Manuel Xaloc y Carlota Bruner tuvieron que mantener correspondencia… ¿Qué ocurrió?

Gris Marsala sonreía, triste y distante. Rememorar aquella historia no parecía haberla hecho feliz:

– Me ha dicho Macarena que cenarán juntos esta noche. Puede preguntárselo. Nadie sabe más que ella sobre la tragedia de Carlota Bruner.

Apagó la luz, y el retablo volvió a llenarse de sombras.

Después que Gris Marsala volviera a su andamio, Quart se fue por la sacristía. Pero en vez de salir a la calle se demoró allí un poco, echando un vistazo. De una de las paredes colgaba un lienzo muy oscuro y estropeado: una Anunciación de autor anónimo. Había también una talla maltrecha de San José con el Niño, un crucifijo, dos abollados candelabros de latón, una enorme cómoda de caoba y un armario. Permaneció quieto en el centro de la habitación, mirando alrededor, y luego abrió al azar algunos cajones de la cómoda. Encontró misales, objetos litúrgicos y ornamentos. El armario contenía un par de cálices, una custodia, un antiguo copón de latón dorado, media docena de casullas y una viejísima capa pluvial bordada con hilo de oro. Quart cerró sin tocar nada. Aquélla estaba lejos de ser una parroquia próspera.

La sacristía contaba con dos puertas de acceso. Una hacia la iglesia, a través de la pequeña capilla del confesionario por donde Quart había entrado. La otra iba a la calle, a la plaza, mediante un estrecho vestíbulo que también servía de entrada a la vivienda del párroco. Quart observó la escalera con barandilla de hierro que ascendía hasta el rellano iluminado por un tragaluz, y se detuvo mirando el reloj. Sabía que don Príamo Ferro y el padre Óscar se encontraban en ese momento en una dependencia del Arzobispado, convocados por el vicario de su zona para una reunión burocrática oportunamente sugerida por el propio Quart. Disponía, si todo iba bien, de media hora más.

Ascendió despacio por la escalera, cuyos peldaños de madera crujían. La puerta del rellano estaba cerrada; pero soslayar ese tipo de inconvenientes también era parte de su trabajo. En cuanto a cerraduras, la más difícil en el historial de Quart había sido la combinación alfanumérica en la vivienda de cierto obispo dublinés, cuya clave hubo de obtener en la misma puerta, a la luz de una linterna Maglite y con ayuda de un escáner conectado a su ordenador portátil. Después de aquello el obispo, un tipo pelirrojo y rubicundo apellidado Mulcahy, se había visto llamado con urgencia a Roma, donde su plácida rubicundez dio paso a una palidez mortal cuando monseñor Spada le mostró, con cara de pocos amigos, copia fotográfica de toda la correspondencia mantenida por el prelado con los activistas del Ejército Republicano Irlandés: cartas que había cometido la imprudencia de conservar, ordenadas por fechas, tras los tomos de la Summa Teológica que se alineaban en su biblioteca. Aquello tuvo la virtud de inspirar prudencia al fervor nacionalista de monseñor Mulcahy, y la consecuencia de convencer a los grupos especiales del SAS británico de lo innecesario de proceder a su drástica eliminación física. Proyecto previsto, según la información obtenida por confidentes del IOE -10.000 libras esterlinas con cargo a los fondos secretos de la Secretaría de Estado-, durante una próxima visita del prelado dublinés a su colega el obispo de Londonderry. Operación que, por su parte, los ingleses pensaban cargar astutamente a la cuenta de los paramilitares unionistas del Ulster.

La cerradura de don Príamo Ferro no planteaba tantas dificultades. Era un modelo antiguo, convencional. Tras breve examen, Quart extrajo de su billetera una delgada hoja de acero, algo más estrecha que una lima de uñas, y la introdujo apoyándose con una pequeña llave Alien escogida de un manojo que llevaba en el bolsillo. Movió suavemente, sin forzar, hasta sentir en los dedos el leve clic de cada diente al ceder. Entonces la hizo girar, corrió el pestillo y la puerta dejó franco el paso.

Anduvo por el pasillo, estudiando el lugar. Era una vivienda humilde con dos dormitorios, cocina, cuarto de baño y una pequeña sala de estar. Quart empezó por esta última, pero no pudo hallar nada de interés salvo una fotografía en uno de los cajones del aparador. La foto era una polaroid de mala calidad. Había sido tomada en un patio andaluz; el suelo era de mosaico, y se veían macetas con flores y plantas, y una fuente de mármol con azulejos. Don Príamo Ferro estaba allí, con su inevitable sotana negra hasta los pies, sentado junto a una mesa baja con lo que parecía un desayuno, o una merienda. Lo acompañaban dos mujeres: una anciana, vestida con ropas claras, veraniegas y un poco pasadas de moda. La otra era Macarena Bruner, y los tres sonreían a la cámara. Por primera vez Quart veía sonreír al padre Ferro, y le pareció una persona distinta a la que había conocido en la iglesia y en el despacho del arzobispo. Ahora el suyo era un gesto tierno y triste, que rejuvenecía las facciones marcadas por cicatrices, suavizando la dureza de los ojos negros y el obstinado mentón siempre falto de una buena cuchilla de afeitar. Parecía otro hombre más inocente. Más humano.

Quart se guardó la foto en el bolsillo antes de cerrar los cajones. Después fue hasta la máquina de escribir portátil que había en una mesita, abrió la funda y echó un vistazo a los papeles. Por reflejo profesional puso una hoja en el rodillo y pulsó varias teclas para obtener una muestra de los tipos, por si alguna vez necesitaba identificar algo escrito allí. Metió el folio doblado en el mismo bolsillo que la fotografía. En cuanto a los libros del aparador, sumaban una veintena; así que también les dio un vistazo, abriendo algunos y comprobando si ocultaban algo detrás. Eran materias religiosas, manoseados tomos con la liturgia de las horas, una edición del Catecismo de 1992, dos volúmenes de citas latinas, el Diccionario de Historia Eclesiástica de España, la Historia de la Filosofía de Urdanoz, y la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo en tres tomos. No era el tipo de libros que Quart esperaba, y le sorprendió encontrar también varios títulos sobre astronomía que hojeó con curiosidad, sin encontrar nada significativo en ellos. El resto carecía de interés salvo acaso, la única novela que encontró: una viejísima y deteriorada edición en rústica de El abogado del Diablo (Quart encontraba detestable a Morris West y sus atormentados curas de best seller) con un párrafo marcado a bolígrafo en la página 29:

«…Hemos estado alejados mucho tiempo de nuestro deber de pastores. Hemos perdido el contacto con las personas que nos mantienen en contacto con Dios. Hemos reducido la fe a un concepto intelectual, a un árido asentimiento de la voluntad, porque no la hemos visto actuar en las vidas de la gente común. Hemos perdido la compasión y el temor reverente. Trabajamos conforme a cañones, no de acuerdo con la caridad

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