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– Esa iglesia está sentenciada -dijo el arzobispo. Tenía una voz de las que parecen expresamente hechas para el sermón del domingo, nítida y clerical-. Sólo es cuestión de tiempo.

Hablaba con la firmeza de su dignidad eclesiástica, quizá cargando un poco el tono por hallarse en presencia de Quart. Aunque en Roma no significara nada, un prelado en su propia sede resultaba algo a considerar. Monseñor Corvo era consciente de ello, y le gustaba ponerle acentos a la autonomía de su poder local. Solía alardear de no conocer de Roma más que el Anuario Pontificio, y de no abrir nunca el listín telefónico del Vaticano.

– Nuestra Señora de las Lágrimas -continuó el arzobispo- se encuentra en estado de ruina. Para conseguir esa declaración oficial luchamos con una serie de trabas administrativas y técnicas… Las primeras parecen a punto de resolverse, porque la Consejería del Patrimonio Cultural ha renunciado a la conservación del edificio alegando falta de presupuestos; y la alcaldía de Sevilla está a punto de refrendarlo. Si no se ha cerrado ya el expediente es a causa del suceso que costó la vida al arquitecto municipal. Un caso de mala suerte.

Monseñor Corvo hizo una pausa para contemplar la docena de pipas inglesas que tenía alineadas en un soporte de madera de cerezo. A su espalda, tras los visillos, se adivinaban la torre de la Giralda y los arbotantes de la catedral. Había un rectángulo de sol en la piel verde que tapizaba el tablero de la mesa, y el prelado puso allí la mano del anillo con gesto en apariencia casual. La luz arrancó un reflejo a la piedra amarilla y una leve sonrisa a Lorenzo Quart.

– Su Ilustrísima ha mencionado problemas técnicos -dijo.

Estaba sentado en una incómoda silla frente a la mesa del arzobispo, a un lado de la habitación con paredes cubiertas por las obras de los padres de la Iglesia y las encíclicas papales, todo encuadernado con las armas arzobispales en el lomo. Al otro extremo de la estancia había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil, y un pequeño sofá con dos sillones y una mesita baja donde monseñor Corvo dispensaba recibimientos más cordiales a personas de su aprecio. Era evidente que el enviado especial del IOE no figuraba entre ellas.

– La secularización del edificio, requisito previo a su demolición, se nos ha complicado mucho -la gravedad del arzobispo no bastaba para disimular su recelo frente a Quart. Elegía con sumo cuidado las palabras, calculando las implicaciones de cada una-. Hay un antiguo privilegio de 1687, otorgado con sanción papal ese mismo año por mi ¡lustre antecesor en esta sede hispalense, que es terminante: mientras se diga misa cada jueves en la iglesia por el alma de Gaspar Bruner de Lebrija, su benefactor, ésta conservará sus fueros.

– ¿Por qué los jueves?

– Por lo visto murió ese día. Los Bruner eran poderosos, así que imagino que don Gaspar debía de tener a mi ilustre antecesor bien agarrado por el pescuezo.

– Y el padre Ferro, por supuesto, dice una misa cada jueves…

– La dice cada día de la semana -confirmó el arzobispo-. A las ocho de la mañana, salvo domingos y festivos que dice dos.

Quart se inclinó un poco hacia la mesa, con falsa inocencia:

– Pero Su Ilustrísima posee autoridad para llamarlo al orden.

El arzobispo lo miró torvamente. El anillo se le movía en la mano impaciente, estropeando el bello efecto de luz.

– No me haga reír -no parecía propenso a la risa en lo más mínimo, y el tono se hizo desabrido-. Usted sabe que no es un problema de autoridad. ¿Cómo va a impedirle un arzobispo a un párroco que diga misa?… Lo que hay es un problema de disciplina. Aunque sea un hombre de edad, ultraconservador incluso en algunos aspectos de su ministerio, el padre Ferro mantiene posturas muy personales. Entre otras, se pone por montera todas mis pastorales y llamadas al orden.

– ¿Ha considerado Su Ilustrísima la suspensión de ese sacerdote?

– He considerado, he considerado… -monseñor Corvo miraba a Quart con irritación-. Las cosas no son tan simples. Pedí a Roma la suspensión ab officio del padre Ferro, pero tales cosas van despacio. Me temo además que, desde esa desafortunada infiltración informática en el Vaticano, esperan a que usted regrese con su informe de cazador de cabelleras.

Quart pasó por alto la ironía. No te quieres mojar, pensaba. Por eso nos pasas la patata caliente. Es mejor que los verdugos sean otros y conservar las manos limpias.

– ¿Y mientras tanto, Monseñor?

– Pues todo en el aire. El Banco Cartujano tiene a punto una operación para utilizar el solar, de la que mi diócesis -monseñor Corvo pareció reflexionar sobre aquel posesivo y rectificó suavemente-: esta diócesis, saldría muy beneficiada. Aunque no tengamos otro derecho sobre ese terreno que el moral, fruto de tres siglos de culto, el Cartujano nos cede una generosa compensación. Buena en estos tiempos en que los cepillos de cualquier parroquia crían telarañas -el arzobispo se permitió una leve sonrisa a cuenta de su chiste, que Quart puso buen cuidado en no secundar-. Además, el banco se compromete a financiar una iglesia en uno de los barrios más pobres de Sevilla, y a crear una fundación de apoyo a nuestra obra social entre la comunidad gitana… ¿Qué le parece?

– Convincente -repuso Quart, ecuánime.

– Pues ya ve. Todo paralizado por la obstinación de un cura a punto de jubilarse.

– Pero es muy querido en su parroquia. Al menos eso cuentan.

Monseñor Corvo puso de nuevo en juego la mano del anillo. Esta vez la alzó, adversativa, antes de situarla junto a la cruz de oro que le colgaba del pecho.

– Tampoco hay que exagerar. Los vecinos lo saludan y una veintena de beatas va a misa. Aunque eso no significa nada. La gente grita «bendito el que viene en nombre del Señor», y al rato se aburre y te crucifica -el arzobispo miraba, indeciso, las pipas alineadas sobre la mesa; por fin eligió una curva, con anillo de plata-. He buscado algo disuasorio. Incluso consideré alterar su prestigio entre los feligreses, tras sopesar mucho el bien y el mal que de ello se desprendería. Pero temo ir demasiado lejos, y que el remedio sea peor que la enfermedad. También nos debemos a esa gente, y el padre Ferro es un hombre obstinado pero sincero -golpeaba un poco la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano-. Quizá usted, que tiene más práctica en llevar a la gente de Caifás a Pilatos…

Era un insulto evangélico formulado de modo impecable, así que Quart no tuvo nada que objetar. Su Ilustrísima abrió un cajón de la mesa para extraer una lata de tabaco inglés y se puso a llenar la cazoleta, dejando a cargo de su interlocutor el trabajo de proseguir la conversación. Quart inclinó un poco la cabeza; sólo mirándole directamente los ojos era posible percibir su sonrisa. Pero el arzobispo no lo miraba.

– Naturalmente, Monseñor. El Instituto para las Obras Exteriores hará lo posible por aclarar este desorden -comprobó con satisfacción que se crispaba el gesto de Su Ilustrísima-. Aunque tal vez desorden no sea la palabra adecuada…

Monseñor Corvo estuvo a punto de perder la compostura, pero se rehizo admirablemente. Durante cinco segundos permaneció en silencio, introduciendo el tabaco en la pipa. Cuando por fin habló, el despecho era perceptible en su tono de voz:

– Usted es de esos a quienes las sandalias del Pescador les vienen pequeñas, ¿verdad?… Con sus mafias en Roma y todo lo demás. Jugando a policías de Dios.

Quart sostuvo la mirada del arzobispo con irreprochable calma:

– Son muy duras las palabras de Su Ilustrísima.

– Déjese de ilustrísimas y de pepinillos en vinagre. Sé a qué ha venido a Sevilla, y sé lo que su jefe, el arzobispo Spada, se juega en esto.

– Todos nos jugamos mucho, Monseñor.

Era cierto, y el matiz no pasó inadvertido al prelado. El cardenal Iwaszkiewicz era peligroso, pero Paolo Spada y el propio Quart también lo eran. En cuanto al padre Ferro, se trataba de una bomba de relojería ambulante que alguien debía desactivar. La tranquilidad de la Iglesia depende a menudo de las formas, y en el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas las formas estaban seriamente amenazadas.

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