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El recién llegado entró en la iglesia, y la luz que dejaba atrás, recortada en la puerta y sobre las losas del umbral, cegó a Lorenzo Quart. Eso lo hizo parpadear un momento, y cuando su retina pudo adaptarse de nuevo a la penumbra interior, don Príamo Ferro ya estaba junto a él. Entonces comprobó que era peor de lo que había imaginado.

– Soy el padre Quart -dijo, extendiendo una mano-. Acabo de llegar a Sevilla.

La mano quedó inmóvil en el vacío, ante dos ojos negros y penetrantes que la miraban suspicaces.

– ¿Qué hace en mi iglesia?

Mal comienzo, se dijo mientras retiraba despacio la mano, observando al hombre que tenía ante sí. Áspero como su voz, menudo, seco, el pelo blanco sin peinar y recortado a trasquilones, la sotana raída y llena de manchas bajo la que asomaban unos viejos zapatones que nadie se había tomado el trabajo de lustrar en los últimos cinco o seis años.

– Creí oportuno curiosear un poco -respondió con calma.

Lo más inquietante residía en el rostro, surcado en todas direcciones por marcas, arrugas y pequeñas cicatrices que le daban al párroco un aspecto atormentado, duro, igual que esas fotografías aéreas de desiertos donde se refleja la erosión, las quebraduras de la corteza terrestre, las huellas profundas de ríos desaparecidos que el tiempo ha ido tallando en la tierra y en la roca. Además estaban los ojos oscuros, agrestes, alojados al fondo de profundas cuencas desde donde observaban el mundo con muy escasa simpatía. Aquellos ojos calibraron a Quart de arriba abajo, y éste comprobó que se detenían en los gemelos de su camisa, en el corte del traje, y por fin en su rostro. Parecían escasamente complacidos con lo que estaban viendo.

– Usted no tiene derecho a estar aquí.

No había opción, comprendió Quart volviéndose hacia Gris Marsala en una demanda de ayuda que supo inútil de antemano: había asistido al diálogo sin decir esta boca es mía.

– El padre Quart vino preguntando por usted -terció ella, con desgana.

Los ojos del párroco ignoraron a la arquitecto. Seguían fijos en el visitante:

– ¿Para qué?

El enviado de Roma alzó un poco la mano izquierda, conciliador, comprobando que la mirada de su interlocutor seguía, con desaprobación, el brillo del costoso Hamilton que llevaba en la muñeca.

– Recabo información sobre este lugar -ya tenía la certeza de que el primer contacto era un fracaso, pero decidió prolongar un poco el esfuerzo. Después de todo, aquél era su trabajo-. Sería bueno que charlásemos un rato, padre.

– Yo no tengo nada que hablar con usted.

Quart aspiró aire y lo dejó escapar lentamente. Era como una penitencia que confirmara sus peores temores y, además, enlazaba con fantasmas que no le complacía revivir. Todo cuanto detestaba parecía reencarnarse ante él: la vieja condición miserable, la sotana raída, el recelo de cura de pueblo intransigente, cerril, bueno sólo para amenazar con las penas del infierno, para confesar a beatas de cuya ignorancia sólo lo separaban algunos toscos años de seminario y un poco de latín. Ésta va a ser una misión incómoda, se dijo. Muy incómoda. Si aquel párroco era Vísperas, con semejante acogida lo disimulaba de maravilla.

– Disculpe -insistió, metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar un sobre con la tiara y las llaves de Pedro impresas en un ángulo-, pero creo que sí tenemos mucho de qué hablar. Soy enviado especial del Instituto para las Obras Exteriores, y en esta carta dirigida a usted por la Secretaría de Estado están mis credenciales.

Don Príamo Ferro cogió la carta y, sin mirarla siquiera, la rasgó en dos. Los pedazos revolotearon hasta el suelo.

– Me importan un bledo sus credenciales.

Miraba a Quart desde abajo, pequeño y desafiante. Sesenta y cuatro años, decía el informe que tenía sobre la mesa, en la habitación del hotel. Veintitantos de cura rural, diez como párroco en Sevilla. Su físico habría hecho buena pareja con el Mastín en la arena del Coliseo: podía imaginárselo sin dificultad como un pequeño y peligroso reciario, el tridente en una mano y la red colgada al hombro, buscándole las vueltas al adversario mientras los grádenos reclamaban sangre. En su vida profesional, Quart había aprendido a distinguir a primera vista de qué hombre, entre varios, resulta oportuno precaverse. Y el padre Ferro era, exactamente, el oscuro parroquiano del extremo de la barra que, mientras los otros vociferan, bebe en silencio hasta que de pronto rompe una botella y te afeita en seco. Tampoco habría hecho mal papel vadeando la laguna de Tenochtitlán con el agua por la cintura y una cruz en alto. O en las Cruzadas, degollando infieles y herejes.

– Y no sé qué es eso de las obras exteriores -añadió el párroco sin apartar los ojos de Quart-. Mi superior es el arzobispo de Sevilla.

Quien, saltaba a la vista, le había preparado concienzudamente el terreno al molesto enviado de Roma. De cualquier modo, Quart no perdió la calma. Introdujo de nuevo la mano en el interior de la chaqueta para mostrar el ángulo de otro sobre idéntico al que yacía a sus pies.

– A él voy a ver, precisamente.

El párroco hizo un gesto afirmativo lleno de desdén, sin que pudiera establecerse si lo dirigía a las intenciones de Quart o a la persona de monseñor Corvo.

– Pues véalo -repuso, hosco-. Debo obediencia al arzobispo, y cuando él me ordene hablar con usted, lo haré. Mientras tanto, olvídeme.

– Vengo de Roma, expresamente enviado. Alguien reclamó nuestra intervención en esto. Lo supongo al corriente.

– Yo no reclamé nada. De todos modos, Roma está muy lejos y ésta es mi iglesia.

– Su iglesia.

– Ajá.

Quart sentía la mirada de Gris Marsala fija en ellos, a la expectativa. Adelantó el mentón mientras contaba mentalmente hasta cinco.

– No es su iglesia, padre Ferro, sino nuestra iglesia.

Lo vio quedarse un instante en silencio, mirando los dos trozos de papel en el suelo, y volver después un poco el rostro de lado sin apuntar a ningún sitio concreto, con una extraña expresión, ni mueca ni sonrisa, en el rostro lleno de marcas y cicatrices.

– En eso también se equivoca -dijo por fin, como sí aquello lo zanjara todo, y echó a andar junto a los andamios por el centro de la nave, en dirección a la sacristía.

Sangre de Dios. Violentándose a sí mismo, Quart hizo el último intento de conciliación. Deseaba libertad de conciencia a la hora de pasar las facturas que correspondiesen a cada cual. La de aquel sacerdote, se dijo reprimiendo la cólera, iba a ser de alivio. Setenta veces siete.

– Vengo a ayudarlo, padre -le dijo a la espalda del párroco; y una vez hecho el esfuerzo se sintió en paz antes de que las cosas siguieran su cauce. Con aquello saldaba lo debido a la humildad y la fraternidad eclesiástica. A partir de ahora, de soberbia a soberbia, don Príamo Ferro no iba a ser el único capaz de sentirse partícipe de la ira de Dios.

El párroco se había detenido a hacer una genuflexión al pasar frente al altar mayor, y Quart oyó una risa breve y desabrida, por completo desprovista de humor:

– ¿Ayudarme?… No sé en qué puede ayudarme alguien como usted -se había vuelto a mirarlo por última vez, incorporándose, y su voz levantaba ecos en el crucero de la nave-. Conozco bien a los de su clase… La ayuda que esta iglesia necesita es otra; y de ésa no trae en sus preciosos bolsillos. Y ahora váyase. Tengo un bautizo dentro de veinte minutos.

Gris Marsala lo acompañó hasta la puerta. Quart, que apelaba a toda la disciplina y sangre fría para no exteriorizar su despecho, escuchó sin prestar demasiada atención los esfuerzos por disculpar al párroco. Está bajo fuerte presión, resumía la arquitecto a modo de excusa. Los políticos, los bancos y el Arzobispado rondaban en torno como una manada de lobos. Sin la obstinación del padre Ferro, la iglesia estaría demolida hace tiempo.

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