Gris Marsala, que se había vuelto también, le dirigió a Quart una extraña sonrisa:
– Ya es hora de que conozca al párroco. ¿No le parece?… Me refiero a don Príamo Ferro.
Cuando Celestino Peregil salió del bar Casa Cuesta, don Ibrahim se puso a contar con disimulo, bajo el mármol de la mesa, los billetes que el asistente del banquero Pencho Gavira les había dejado para primeros gastos.
– Cien mil -dijo al término de la operación.
El Potro del Mantelete y la Niña Puñales asintieron en silencio. Don Ibrahim hizo tres fajos de treinta y tres mil, se introdujo uno en el bolsillo interior de la chaqueta y pasó los otros a sus compadres. El billete sobrante lo puso encima de la mesa.
– ¿Cómo lo veis? -preguntó.
El Potro del Mantelete, fruncidas las cejas, alisó el billete y se quedó mirando la efigie de Hernán Cortés.
– Parece bueno -aventuró.
– Me refiero al trabajo. Al encargo.
El Potro siguió mirando el billete con aire taciturno y la Niña Puñales se encogió de hombros:
– Es dinero -dijo como si aquello lo resumiera todo-. Pero enredarse con curas tiene mala sombra.
Don Ibrahim hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto. Lo hizo con la mano izquierda, donde el cigarro humeaba junto a la sortija de oro, y la ceniza volvió a caerle sobre el pantalón blanco.
– Lo resolveremos con mucho tacto -apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.
La Niña Puñales dijo ozú y el Potro del Mantelete asintió con la cabeza, todavía mirando el billete. El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.
– Lo del tacto es importante -dijo despacio.
– Ozú -corroboró la Niña.
El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada -la mujer del Potro- sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución in dubio pro reo. Aquel abogado era don Ibrahim, cuyo diploma emitido en La Habana todavía consideraba auténtico el Colegio sevillano. Pero con título o sin él, lo cierto es que el antiguo torero y boxeador no olvidaría nunca el conmovedor alegato que ganó, palmo a palmo, su libertad. Ese hogar destruido, Señoría. Ese hermano infiel, el calor del asunto, el nivel intelectual de mi defendido, la ausencia de animus necandi, la silla de ruedas sin frenos. Desde entonces, el Potro del Mantelete profesaba a su benefactor una fidelidad ciega, heroica, indestructible; más abnegada si cabe tras la ignominiosa expulsión de don Ibrahim de la abogacía. Lealtad de lebrel silencioso y duro, dispuesto a todo por una orden o una caricia de su amo.
– Sigo viendo demasiados curas -insistió la Niña.
Las pulseras de plata tintineaban de nuevo al darle vueltas a la copa vacía. Don Ibrahim y el Potro se miraron, y el ex falso abogado pidió tres finos La Ina más y unas tapitas de caña de lomo para acompañar. Apenas el camarero puso el jerez frío sobre la mesa, ella liquidó su copa de un solo trago mientras los dos hombres apartaban la vista, haciendo como que no veían el gesto.
Vino amargo, que no da alegría,
aunque me emborrache
no puedo olvidar…
Cantó desgarrado y bajito la Niña Puñales, pasándose la lengua por los labios rojos de carmín, brillantes por la humedad del fino, y el Potro susurró ole sin mirarla, palmeando suave sobre el mármol de la mesa. La Niña Puñales tenía los ojos oscuros de copla, grandes, trágicos, que el exceso de maquillaje y lápiz negro hacía parecer enormes en un rostro que mostraba restos de una belleza cuajada, marchita bajo el caracolillo de pelo teñido y repeinado en la frente. Cuando se le iba la mano con el jerez o la manzanilla, solía contar que un hombre moreno de verde luna mató a otro por ella a navajazos, como en sus canciones; y buscaba en el bolso un recorte de periódico sin duda perdido mucho tiempo atrás. De haber ocurrido realmente, eso tuvo que ser cuando la Niña figuraba en los carteles del espectáculo con toda su casta de gitana guapa, bravía, joven promesa de la canción española. La sucesora, contaban, de doña Concha Piquer. Ahora, tres décadas después del fugaz momento de gloria, arrastraba su poca fortuna, su triste leyenda y sus canciones por mesas manchadas de vino y tablaos de mala muerte, como actuación de relleno para circuitos turísticos con cena y espectáculo incluidos, Sevilla de noche, sobre tarimas mugrientas que astillaba el taconeo cansado de sus zapatos de baile.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó, mirando a don Ibrahim.
También el Potro del Mantelete alzó la vista de la mesa para fijarla en el hombre que más respetaba en el mundo después de la memoria del difunto torero Juan Belmente. Consciente de su responsabilidad, el ex falso abogado le dio una larga chupada al cigarro y leyó mentalmente, dos veces, las tapas anunciadas en la pizarra sobre el mostrador del bar: Croquetas. Menudo. Boquerones fritos. Huevo bechamel. Lengua en salsa. Lengua mechada.
– Como dijo, y dijo bien. Cayo Julio César -expuso cuando creyó transcurrido el tiempo conveniente para dar empaque a sus palabras-: Galio est omnia divisa in pártibus infidélibus. O sea, que antes de cualquier actuación se impone un reconocimiento óptico -paseó la vista en torno, como un general ante su plana mayor-. Una visualización del terreno, a ver si me entendéis -parpadeó, dubitativo-. ¿Me entendéis?
– Ozú.
– Sí.
– Me alegro -don Ibrahim se pasaba un dedo por el bigote, satisfecho de la moral de la tropa-. Lo que quiero decir es que debemos echarle un vistazo a esa iglesia y a todo lo demás -miró a la Niña, a quien sabía piadosa-. Con la atención debida, por supuesto, a su carácter de recinto sagrado.
– Yo la conozco -apuntó ella con su voz de aguardiente-. Está muy vieja, siempre en obras. Algunas veces oigo misa allí.
Como buena folklórica, era muy devota. Por su parte, aunque solía confesarse agnóstico, don Ibrahim respetaba el libre culto. Se inclinó un poco hacia la mesa, interesado. La rigurosa información previa, había leído en alguna parte -Churchill, creía recordar. O Federico el Grande-, era madre de todas las victorias.