– Me llamo Quart -dijo él.
La mujer se limpió la mano derecha en la parte trasera de los téjanos y la extendió, en apretón vigoroso y breve.
– Yo soy Gris Marsala. Trabajo aquí.
Tenía acento extranjero, más norteamericano que inglés; las manos ásperas y los ojos claros y amistosos, rodeados de arrugas. También una sonrisa franca, abierta, que se mantuvo mientras observaba a Quart de arriba abajo, con curiosidad.
– Es usted un cura con buen aspecto -concluyó por fin, desenvuelta, deteniéndose en el alzacuello de la camisa negra-. Esperábamos otra cosa.
El miraba el andamio y las paredes de la iglesia, y se detuvo en mitad del gesto, sorprendido por el plural:
– ¿Esperaban?
– Sí. Todos están pendientes del enviado de Roma. Pero imaginábamos a un funcionario bajito con sotana, un maletín negro lleno de misales, crucifijos y cosas así.
– ¿Quiénes son todos?
– No sé. Todos -la mujer se puso a contar con los dedos manchados de yeso-. Don Príamo Ferro, el párroco. Y su vicario, el padre Oscar -la sonrisa se retrajo un poco, como si fuese a sustituirla otra más profunda, paralela y oculta-. También el arzobispo, y el alcalde, y un montón de gente más.
Quart apretó los labios. Ignoraba que su misión fuera del dominio público. Hasta donde él sabía, sólo la Nunciatura en Madrid y el arzobispo de Sevilla habían sido informados por el IOE. Descartado el nuncio, imaginó a monseñor Corvo sembrando cizaña. Que el infierno confundiera a Su Ilustrísima.
– No esperaba tanta expectación -dijo con frialdad.
La mujer encogió los hombros, ignorando el tono.
– No se trata de usted, sino de la iglesia -alzó una mano para indicar los andamios contra los muros, el techo ennegrecido donde la pintura se desprendía entre manchas de humedad-… Este lugar ha levantado pasiones en los últimos tiempos. Y en Sevilla nadie es capaz de guardar un secreto -inclinó un poco la cabeza hacia él y bajó la voz, parodiando un aire confidencial-. Cuentan que hasta el Papa se interesa en el asunto.
Sangre de Dios. Quart mantuvo silencio un instante, observando primero la punta de sus zapatos y luego los ojos de la mujer. Después se dijo que era un cabo de ovillo tan bueno como cualquier otro para empezar a tirar. Así que se aproximó un poco hasta casi rozarla con el hombro, antes de mirar a su alrededor con aire exageradamente suspicaz.
– ¿Quién dice eso? -susurró.
La risa de ella era tranquila como sus ojos y su voz; pero el sonido se velaba en las oquedades de la nave desierta.
– El arzobispo de Sevilla, creo. Que, por cierto, no parece quererlo a usted mucho.
Tengo que devolver a Su Ilustrísima tantas bondades a la primera ocasión, se prometió Quart in mente. La mujer lo observaba con malicia jovial. Dispuesto a aceptar sólo a medias la complicidad que ella ofrecía, alzó las cejas con la inocencia de un jesuita veterano. De hecho, el gesto lo había aprendido en el seminario. De un jesuita.
– La veo informada. Pero no haga caso de todo lo que dicen.
Gris Marsala soltó una carcajada.
– No hago caso -dijo-. Pero resulta divertido. Además, ya le he dicho que trabajo aquí. Soy la arquitecto responsable de la restauración de este lugar -echó otra ojeada en torno y suspiró con aire desolado-. Su aspecto no dice mucho en mi favor, ¿verdad?… Pero es una larga historia de presupuestos que no se aprueban y de dinero que no llega.
– Usted es norteamericana.
– Sí. Me ocupo de esto desde hace dos años, por encargo de la fundación Eurnekian, que aportó un tercio del proyecto inicial de restauración. Al principio éramos tres, dos españoles y yo; pero los otros se fueron… Ahora hace tiempo que las obras se encuentran casi paralizadas -lo miró atenta, esperando el efecto de lo que iba a decir-. Y además, están esas dos muertes.
La expresión de Quart se mantuvo imperturbable:
– ¿Se refiere a los accidentes?
– Es una forma de llamarlo, sí. Accidentes -seguía vigilando la reacción de su interlocutor, y pareció decepcionada al comprobar que él no añadía comentario alguno-. ¿Ha visto ya al párroco?
– Todavía no. Llegué anoche y ni siquiera he visitado al arzobispo. Quise echar un vistazo antes.
– Pues ya ve -hizo un gesto con la mano, mostrando la nave y el altar mayor apenas visible al fondo, en la penumbra-. Barroco sevillano del Setecientos, retablo de Duque Cornejo… Una pequeña joya que se cae a pedazos.
– ¿Y esa Virgen decapitada en la puerta?
– Algunos ciudadanos celebraron a su manera la proclamación de la Segunda República, en 1931.
Lo dijo benevolente, como si en el fondo disculpara a los descabezadores. Quart se preguntó cuánto tiempo llevaba en aquella ciudad. Mucho, sin duda. Su castellano era impecable, y parecía hallarse a sus anchas.
– ¿Cuánto hace que vive aquí?
– Casi cuatro años. Pero estuve muchas veces antes de establecerme. Vine con una beca y nunca me fui del todo.
– ¿Por qué?
La vio encogerse de hombros, igual que si también ella se formulara la misma pregunta.
– No sé. Le pasa a muchos de mis compatriotas; sobre todo a los jóvenes. Un día llegan y ya no pueden irse. Se quedan tocando la guitarra, dibujando en las plazas. Ingeniándoselas para vivir -miró pensativa el rectángulo formado por el sol en el suelo, junto a la puerta-. Hay algo en la luz, en el color de las calles, que te contamina la voluntad. Igual que caer enfermo.
Quart dio unos pasos y se detuvo, oyendo apagarse el ultimo eco en el fondo de la nave. Había un púlpito con escalera de caracol a la izquierda, medio oculto por los andamios, y un confesionario a la derecha, en una pequeña capilla que servía como entrada a la sacristía. Pasó una mano sobre la madera de un banco, ennegrecida por el uso y los años.
– ¿Qué le parece? -preguntó la mujer.
Levantó Quart la cabeza. La bóveda, de cañón con lunetas formaba planta rectangular con una sola nave y crucero de cortos brazos. Una cúpula elíptica, rematada en linterna ciega había estado adornada con pinturas al fresco ahora irreconocibles por los estragos del humo de las velas y los incendios. Podían distinguirse unos cuantos ángeles en torno a una gran mancha negra de hollín y varios profetas barbudos y maltrechos, descarnados por ronchas de humedad que les daban aspecto de leprosos incurables.
– No sé -respondió-. Pequeña, bonita. Vieja.
– Tres siglos -precisó ella, y el eco se reanudó cuando caminaron de nuevo entre los bancos, hacia el altar mayor-. En mi país, un edificio con trescientos años de antigüedad sería una Joya histórica inviolable. Y aquí. ya ve: lugares como éste cayéndose por todas partes, sin que nadie mueva un dedo.
– Tal vez haya demasiados.
– Tiene gracia oír eso a un sacerdote. Aunque no lo parece -de nuevo lo observó de arriba abajo, con irónico interés, deteniéndose esta vez en el corte impecable del traje ligero y oscuro- De no ser por el alzacuello y la camisa negra…
– Los llevo desde hace veinte años -la interrumpió fríamente, mirando sobre el hombro de la mujer-… Usted me hablaba de la iglesia y de los sitios como éste.
Se quedó un poco desconcertada, ladeando la cabeza, en visible esfuerzo por catalogarlo dentro de alguna de las especies conocidas del sexo masculino. Y a pesar de su desenvoltura, Quart supo que el alzacuello la intimidaba. Les ocurre a todas ellas, pensó: viejas y jóvenes, sin excepción. Hasta la más resuelta puede verse insegura cuando un gesto, una palabra, recuerdan de pronto al sacerdote.
– La iglesia -dijo Gris Marsala por fin, mirándolo como si tuviese el pensamiento en otra parte-. Pero no coincido en que haya exceso de lugares así. A fin de cuentas se trata de nuestra memoria, ¿no le parece?… -arrugó los labios y la nariz mientras golpeaba con un pie en las gastadas losas del suelo, casi poniéndolas por testigo-. Estoy convencida de que cada edificio, cada cuadro, cada libro antiguo que se destruye o se pierde, nos hace un poco más huérfanos. Nos empobrece.