Литмир - Электронная Библиотека
A
A

81

El siguiente trabajo tampoco me duró mucho. No llegó a ser más que una pequeña escala. Era una pequeña compañía especializada en artículos de Navidad: luces, guirnaldas, Santa Claus, árboles de papel y todo eso. Al contratarme me dijeron que el trabajo sólo duraría hasta el día de Acción de Gracias; que después del día de Acción de Gracias ya no se hacía negocio. Eramos media docena de tíos contratados bajo las mismas condiciones. Decían que éramos «hombres de almacén», pero nuestro trabajo consistía, más que nada, en cargar y descargar camiones. Aunque también, un hombre de almacén era un tío que se pasaba mucho tiempo por ahí fumando cigarrillos, en un estado medio adormilado y sin hacer nada. Pero ninguno de los seis duramos hasta el día de Acción de Gracias. Por iniciativa mía íbamos todos los días a un bar a almorzar. Nuestros períodos de almuerzo se fueron alargando más y más. Una tarde simplemente pasamos de volver. Pero a la mañana siguiente, como buenos chicos, nos presentamos allí de nuevo. Nos dijeron que no querían volver a vernos.

– Ahora -dijo el director-, voy a tener que contratar a otra maldita pandilla de vagos.

– Y despedirlos el día de Acción de Gracias -dijo uno de nosotros.

– Escuchad -dijo el director-. ¿Queréis trabajar un día más?

– ¿Para que usted tenga tiempo de entrevistar y contratar a nuestros sustitutos?

– Cogedlo o dejadlo -dijo él.

Lo cogimos y trabajamos todo el día, riéndonos como descosidos y lanzándonos cajas de cartón por el aire. Luego recogimos nuestros cheques de despido y volvimos a nuestras habitaciones y a nuestras mujeres borrachas.

82

Era otra casa de tubos de luz fluorescente: la Compañía Honeybeam. La mayoría de las cajas eran de metro y medio a dos metros de largas, y pesadas de manejar. La jornada era de diez horas. El procedimiento era bastante simple: ibas a la línea de ensamblaje y cogías los tubos, los llevabas a la parte trasera y los metías en las cajas. La mayoría del personal era mexicano o negro. Los negros se metían conmigo y me acusaban de querer pasarme de listo. Los mexicanos se quedaban detrás observando en silencio. Cada día era una batalla -tanto por mi vida como para conseguir evitar al jefe de empaquetado, Monty. Se pasaban el día buscándome las cosquillas.

– ¡Hey, chico, chico! ¡Ven aquíí, chicoo! ¡Chico, quiero hablar contigo!

Era el pequeño Eddie. El pequeño Eddie sabía cómo hacerlo.

Yo no contesté.

– ¡Chico, estoy hablando contigo!

– Eddie, ¿te gustaría tener un gancho de carretilla bien metido en el culo mientras cantas Old Man River?

– ¿Cómo es que tiene todos esos agujeros en la cara, blanquito? ¿Te caíste encima de una taladradora cuando dormías?

– ¿Cómo es que tienes esa cicatriz en el labio? ¿Es que tu novio se ató una navaja en la polla?

Salí fuera a la hora del café y me las tuve que ver con Big Angel. Big Angel me infló a hostias pero yo le coloqué alguna buena, no me dejé llevar por el pánico y me mantuve firme. Sabía que sólo tenía diez minutos para cebarse conmigo y eso me ayudó a aguantarlo. Lo que más me dolió fue un dedo gordo que me metió en el ojo. Volvimos a entrar al trabajo juntos, jadeando y resoplando.

– No eres gran cosa -dijo él.

– Trata de repetirlo un día que no esté con resaca. Te correré a hostias por todo el patio.

– Muy bien -dijo-, ven un día fresco y limpito y veremos qué pasa.

Decidí no aparecer nunca por ahí fresco y limpito.

Lo mejoi era cuando la línea de ensamblaje no podía con nuestro ritmo y nos quedábamos esperando. La línea de ensamblaje estaba formada principalmente por joven-citas mexicanas de hermosa piel y ojos oscuros; llevaban pantalones vaqueros ajustados y ajustados suéteres y pendientes llamativos. Eran tan jóvenes y saludables y eficientes y relajadas… Eran buenas obreras, y de vez en cuando alguna levantaba la vista y decía algo y entonces había explosiones de risa y miradas de reojo mientras yo miraba como se reían con sus tejanos ajustados y sus suéteres ajustados y pensaba: si una de ellas estuviese en la cama esta noche conmigo, me podría tragar toda esta mierda mucho más fácilmente. Todos pensábamos lo mismo. Y a la vez pensábamos: todas pertenecen a algún otro. Bueno, qué demonios. Qué más daba. En quince años pesarían noventa kilos y serían sus hijas las que harían soñar a obreros desesperados.

Me compré un coche viejo de ocho años y permanecí en el trabajo todo el mes de diciembre. Entonces vino la fiesta de Navidad. Era el 24 de diciembre. Habría bebidas, comida, música, baile. A mí no me gustaban las fiestas. No sabía bailar y la gente me asustaba, especialmente la gente de las fiestas. Trataban de ser sexys y alegres e ingeniosos, y aunque creían que conseguían serlo, no era así. Llegaban a ser todo lo contrario. Sus intentos forzados sólo conseguían empeorarlo.

Así que cuando Jan se inclinó junto a mí y me dijo:

– Que le den por culo a esa fiesta, quédate en casa conmigo. Nos emborracharemos aquí -no me costó mucho trabajo decidirme.

El día después de Navidad, me hablaron de la fiesta. El pequeño Eddie me dijo:

– Christine lloró porque no apareciste.

– ¿Quién?

– Christine, esa chiquita mexicana tan graciosa.

– ¿Quién es?

– Trabaja en la última fila, en ensamblaje.

– Corta el rollo.

– Sí. Lloró y lloró. Alguien dibujó un gran retrato tuyo con perilla y todo y lo colgó de la pared. Debajo escribieron: «¡Dame otro trago!»

– Lo siento, tío, tuve un compromiso.

– No pasa nada. Ella al final dejó de llorar y bailó conmigo. Se puso borracha y empezó a tirar pasteles y se puso aún más borracha y bailó con todos los muchachos negros. Baila de lo más sexy. Al final se fue a casa con Big Angel.

– Big Angel probablemente le metió el dedo gordo en el ojo -dije jo.

La víspera de Año Nuevo, después de la pausa para el almuerzo, Morris me llamó y me dijo:

– Quiero hablar contigo.

– Muy bien.

– Ven por aquí.

Morris me llevó a un oscuro rincón junto a una pila de cajas de empaquetado.

– Mira, vamos a tener que despedirte.

– Bueno, ¿este es mi último día?

– Sí.

– ¿ Está listo el cheque?

– No, te lo enviaremos por correo.

– De acuerdo.

83

La Repostería Nacional estaba cerca. Me dieron un gorro blanco y un delantal. Hacían bollitos, galletas, pasteles y todo eso. Como yo había señalado en mi solicitud mis dos años de universidad, me dieron el puesto de Hombre del Coco. El Hombre del Coco se ponía en lo alto de una percha, metía la pala en el barril de coco desmenuzado y echaba los blancos copos al interior de una máquina. La máquina hacía el resto: espolvoreaba el coco en los pasteles y otras zarandajas que pasaban por debajo. Era un trabajo fácil y digno. Y allí estaba yo, vestido de blanco, arrojando a paletadas el niveo coco pulverizado al interior de la máquina. Al otro lado de la sala había docenas de muchachas, también vestidas de blanco, con sus cofias. Yo no sabía muy bien lo que hacían, pero estaban siempre atareadas. Trabajábamos por las noches.

Ocurrió en mi segunda noche. Empezó lentamente, dos de las chicas comenzaron a cantar: «¡Oh, Henry, oh Henry, qué gran amante eres! ¡Oh, Henry, oh Henry, nos llevas al cielo!». Más y más chicas se fueron uniendo. Al poco rato estaban todas cantando. Yo pensé, está claro que esto va por mí.

El supervisor irrumpió gritando.

– ¡Bueno, bueno, chicas, ya es suficiente!

Yo introduje mi pala con calma en el polvo de coco y lo acepté todo…

Llevaba allí dos o tres semanas cuando sonó un timbre durante la última tanda de pasteles. Se oyó una voz por los altavoces.

35
{"b":"122978","o":1}