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Bud vino corriendo.

– ¿Cuántos bastidores de metro y medio hay disponibles?

– Ninguno.

– Hay un tío que quiere cinco bastidores de metro y medio para ahora mismo. Los está esperando. Hazlos rápidamente.

Se fue corriendo. Un bastidor es una plancha de contrachapado con un borde de goma. Se usa en serigrafía. Subí al ático y cogí una larga plancha de madera, señalé secciones de metro y medio y las serré. Luego empecé a taladrar agujeros en uno de los bordes. Colocabas la tira de goma después de taladrar unos agujeros. Luego tenías que pegar bien la goma de modo que quedase absolutamente recta y ajustada. Si el borde de goma no quedaba perfectamente recto y nivelado, el proceso de serigrafía no funcionaba. Y la puta goma tenía la manía de torcerse y levantarse y resistirse.

Bud volvió pasados tres minutos.

– ¿Tienes ya listos esos bastidores?

– No.

Volvió corriendo a la parte delantera. Yo taladraba, apretaba tornillos, lijaba. Pasados cinco minutos regresó de nuevo.

– ¿Tienes ya listos esos bastidores?

– No.

Volvió a irse corriendo.

Tenía acabado un bastidor y estaba a mitad de otro cuando vino otra vez.

– Olvídalo ya, se ha marchado -dijo, y regresó caminando a la parte delantera…

79

El almacén iba hacia la quiebra. Los pedidos eran cada vez más pequeños. Cada día había menos cosas que hacer. Despidieron al amigo de Picasso y me pusieron a limpiar los retretes, vaciar las papeleras y colocar el papel higiénico. Todas las mañanas barría y regaba la acera junto a la puerta del almacén. Una vez a la semana lavaba las ventanas.

Un día decidí limpiar mi propio terreno. Una de las cosas que hice fue limpiar el cuarto del cartón, donde yo guardaba todas las cajas de cartón vacías que se utilizaban para los envíos. Las saqué todas y barrí toda la mierda acumulada. Mientras lo limpiaba me apercibí de una pequeña caja gris oblonga en el fondo del cuartucho. La cogí y la abrí. Contenía veinticuatro pinceles de pelo de camello de tamaño grande. Eran soberbios y hermosos y valían diez dólares cada uno. Yo no sabía qué hacer. Me quedé mirándolos durante algún rato, entonces cerré la caja, salí al callejón y los metí en un cubo de basura. Luego volví a meter todas las cajas de cartón vacías en el cuartito.

Aquella noche salí lo más tarde posible. Me fui hasta el café de al lado y pedí un café y tarta de manzana. Luego salí, bajé por la avenida y doblé por la esquina del callejón. Subí por el callejón y estaba a mitad de camino cuando vi a Bud y Mary Lou bajar por el otro extremo. No podía hacer otra cosa que seguir caminando. Era inevitable. Nos acercamos cada vez más. Finalmente, al pasar a su lado, dije: -Hola. -Ellos dijeron: -Hola -y seguí caminando. Subí hasta el final del callejón, crucé la calle y me metí en un bar. Me senté. Estuve sentado un rato y me tomé una cerveza y luego otra más. Una mujer al final de la barra me preguntó si tenía un cerilla. Me acerqué hasta ella y le encendí el pitillo; mientras lo hacía, se tiró un pedo. Le pregunté si vivía en el barrio. Me dijo que era de Montana. Me acordé de una noche desgraciada que había pasado en Cheyenne, Wyoming, que está bastante cerca de Montana. Finalmente salí y regresó al callejón.

Me acerqué al bote de basura y miré dentro. Aún seguía allí: la caja gris y oblonga. No parecía vacía. Me la metí por el cuello de la camisa y la solté; cayó, se deslizó por mi pecho y fue a asentarse junto a mi barriga. Volví andando a casa.

80

La siguiente cosa que ocurrió fue que contrataron a una chica japonesa. Yo siempre había tenido la extraña convicción, durante mucho tiempo, de que, después que todos los problemas y el dolor desaparecieran, una chica japonesa vendría un buen día a mí y juntos viviríamos felices para siempre. No con una felicidad excesiva, sino con facilidad, entendimiento profundo e intereses mutuos. Las mujeres japonesas tenían una hermosa estructura ósea. La forma del cráneo y ese modo en que se aprieta la piel con la edad, eran algo adorable; la piel tensada del tambor. A las mujeres americanas se les ablandaba la cara más y más y finalmente se les caía. Hasta sus culos se les caían también, de forma indecente. La fuerza de ambas culturas era asimismo muy diferente: las mujeres japonesas entendían instintivamente el ayer, el hoy y el mañana. Llamadlo sabiduría. Y tenían el poder de la firme/a. Las mujeres americanas sólo sabían de] hoy y tendían a romperse en pedazos cuando un solo día les iba mal.

Así que me quedé cantidad con la chica nueva. Aparte, seguía bebiendo duro con Jan, lo cual me descerrajaba a tope el cerebro, me daba una extraña sensación ventilada, lo hacía funcionar entre cabriolas y quiebros y torbellinos, me daba mucha marcha. Así que el primer día que se acercó con un puñado de facturas, le dije:

– Eh, ven que te agarre. Quiero besarte.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

Se fue. Mientras se alejaba me di cuenta de que tenía una leve cojera. Comprendí el significado: era el dolor y el peso de los siglos.

Empecé a acosarla como un borracho congestionado y caliente atravesando Texas en un autobús Greyhound. Ella estaba intrigada -comprendía mi chifladura-. La estaba conquistando sin enterarme.

Un día llamó por teléfono un cliente preguntando si teníamos disponibles botes de un galón de cola de pegar y ella vino a mirar entre unas cajas almacenadas en un rincón. La vi y le pregunté si podía ayudarla. Ella me dijo:

– Ectoy buscando una caja de cola de pegar con un sello de 2-G.

– ¿2-G, eh? -le dije.

Puse mi brazo alrededor de su cintura.

– Vamos a hacerlo. Tú eres la sabiduría de siglos y yo soy yo. Estamos hechos el uno para el otro.

Empezó a soltar risitas como una mujer americana. -Eh -dije-, las chicas japonesas no hacen esas cosas. ¿Qué coño pasa contigo?

Se dejó apresar por mis brazos. Vi una pila de cajas de pintura apoyadas contra la pared. La llevé hasta allí y gentilmente]a hice sentarse en la pila de cajas. La hice tumbarse. Me puse encima y comencé a besarla, subiéndole el vestido. Entonces entró Danny, uno de los empleados. Danny era virgen. Danny iba a clase de pintura por las noches y se quedaba dormido durante el día en el trabajo. No sabía distinguir el arte de las colillas de cigarrillos.

– ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? -dijo, y luego se fue corriendo hacia la oficina central.

Bud me mandó llamar a su oficina a la mañana siguiente.

– Sabrás que a ella también la tenemos que despedir.

– Ella no tuvo la culpa.

– Estaba contigo ahí detrás.

– Yo la forcé.

– Ella accedió, según Danny.

– ¡Qué coño sabrá Danny de eso! A la única cosa a la que ha accedido en su vida es a su mano.

– El os vio.

– ¿Qué vio? Ni siquiera llegué a bajarle las bragas.

– Esto es un lugar de trabajo.

– ¿Qué me dice de Mary Lou?

– Yo te contraté porque pensé que eras un empleado de envíos competente.

– Gracias. Y acabo siendo despedido por tratar de follarme a una exótica de ojos rasgados con una cojera en la pierna izquierda encima de cuarenta galones de pintura de garrafón que, por cierto, han estado vendiendo al departamento de arte del City College de L.A. como si fuera de primera categoría. Tal vez debería denunciarles a la oficina de Defensa del Consumidor.

– Aquí está tu cheque. Estás despedido.

– Está bien. Nos veremos en Santa Anita.

– Claro.

En el cheque había un día extra de pago. Nos dimos la mano y luego me fui.

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