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Era un almacén de ropa completamente autosuficien te, autoabastecido, una fábrica combinada con un negocio de venta al por menor. La sala de exhibición, los vestidos y los vendedores estaban en la planta baja, la factoría estaba en el piso de arriba. La fábrica era una maraña de tejidos e hilos, por donde ni siquiera las ratas podían circular, con largas filas de máquinas de coser y hombres y mujeres sentados trabajando bajo bombillas de treinta vatios, bizqueando, dándole a los pedales, pasando agujas, sin hablar ni levantar jamás la vista, doblados hacia adelante y silenciosos, haciéndolo.

En una ocasión, uno de mis trabajos en Nueva York había consistido en llevar tejidos de la fábrica a factorías de costura como ésta. Yo arrastraba mi carretilla por la ajetreada calle, empujándola a través del tráfico y me metía luego por un callejón detrás de un edificio mugriento. Había un sombrío ascensor y yo tenía que tirar de unas cuerdas conectadas a unas poleas de madera. Una cuerda era para subir y otra para bajar. No había luz y mientras el ascensor subía lentamente yo miraba en la oscuridad buscando los números pintados con tiza blanca en la pared por alguna mano olvidada -3, 7, 9. Llegaba a mi piso, tiraba de otra cuerda y usando toda mi fuerza abría con lentitud una vieja y pesada puerta metálica, apareciendo ante mi vista filas y filas de viejas señoras judías inclinadas sobre sus máquinas de coser, trabajando con las pilas de tejidos; la costurera número uno en la máquina 1, inclinada sobre ella, manteniendo su sitio; la empleada número dos en la máquina 2, lista para reemplazar a la otra si fuese necesario. Nunca levantaban la vista ni daban la menor muestra de reparar en mí cuando entraba.

En esta fábrica-almacén de Miami Beach no hacían falta los pedidos. Todo estaba a mano. El primer día anduve entre las filas de máquinas de coser mirando a la gente. Al revés que en Nueva York, la mayoría de trabajadores eran negros. Me acerqué a un negro muy pequeño, casi enano, que tenía una cara más agradable que los demás. Estaba dándole muy concentrado a una aguja. Yo llevaba una botella de media pinta en el bolsillo.

– Vaya trabajo jodido que tienes. ¿Quieres un trago?

– Claro -dijo él. Se pegó un buen trago. Luego me devolvió la botella. Me ofreció un cigarrillo.

– ¿Nuevo en la ciudad?

– Sí.

– ¿De dónde eres?

– De Los Angeles.

– ¿Estrella de cine?

– Sí, de vacaciones.

– No deberías estar hablando con un costurero.

– Ya lo sé.

Se quedó en silencio. Parecía un monito, un viejo y cómico mono. Para los chicos de la planta baja, era un mono. Me pegué un trago. Me sentía bien. Los observé a todos mientras trabajaban bajo sus bombillas de treinta vatios, con sus manos moviéndose veloz y delicadamente.

– Me llamo Henry -dije.

– Brad -contestó.

– Oye, Brad, me deprime de la hostia veros trabajar a todos. ¿No os gustaría, tíos y tías, que os cantara una canción?

– No lo hagas.

– Tenéis un trabajo aquí de lo más repugnante. ¿Por qué lo hacéis?

– Mierda, no hay más remedio.

– El Señor nos dijo que sí lo hay.

– ¿Crees tú en el Señor?

– No.

– ¿En qué crees?

– En nada.

– Pues igual que nosotros.

Hablé con algún otro. Los hombres eran poco comunicativos, algunas mujeres se rieron con mis palabras.

– Soy un espía -dije, riéndome también-, soy un espía de la compañía. Os estoy vigilando a todos.

Me aticé otro trago. Luego canté mi canción favorita: Mi corazón es un vagabundo. Ellos siguieron trabajando. Nadie me miró. Cuando acabé, seguían trabajando. Hubo un rato de silencio. Luego se oyó una voz:

– Mira, blanquito, no vengas a machacarnos más los huevos.

Decidí irme a regar la acera de la entrada.

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No sé cuantas semanas estuve trabajando ahí. Creo que unas seis. En un cierto momento fui trasladado a la sección de recibos, apuntando los cargamentos de pantalones que llegaban en las listas de factura. Estos eran envíos de sobrantes que las tiendas nos devolvían, normalmente desde otros estados. En las listas de recibos nunca había el menor error, probablemente porque el tío que había en el otro extremo estaba demasiado preocupado por su trabajo como para ser descuidado. Normalmente estos tíos suelen estar en la séptima de las treinta y seis letras del coche nuevo, sus mujeres van a clase de cerámica los lunes por la noche, los intereses de la hipoteca se los están comiendo vivos y cada uno de sus cinco hijos se bebe un litro de leche diaria.

Ya sabéis, yo no soy un hombre de vestidos. Los vestidos me aburren, son cosas terribles, agobiantes, como las vitaminas, la astrología, las pizzas, las pistas de patinaje, la música pop, los combates por el título de los pesos pesados, etc. Yo me sentaba allí pretendiendo contar los pantalones recibidos cuando de repente, al coger unos, me ocurrió algo especial. La fábrica estaba llena de electricidad, electricidad que se adhería a mis dedos repleta de fuerza y no desaparecía. Alguien había hecho por fin algo interesante. Examiné la fábrica. Parecía tan mágica como físicamente la sentía yo.

Me levanté y me llevé los pantalones conmigo al retrete. Entré y cerré la puerta. Antes nunca había robado nada.

Me quité los pantalones, tiré de la cadena. Entonces me puse los pantalones mágicos. Me subí las perneras mágicas enrollándolas hasta justo debajo de mis rodillas. Luego me puse mis pantalones encima.

Volví a tirar de la cadena.

Salí. En mi nerviosismo parecía como si todo el mundo me estuviese mirando. Caminé hacia la puerta. Faltaba una hora u hora y media para que saliéramos del trabajo. El jefe estaba junto a un mostrador cercano a la puerta. Me miró.

– Tengo un asunto urgente que solucionar, señor Sil-verstein. Me lo puede descontar de la paga…

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Llegué a mi habitación y me quité los pantalones viejos. Me bajé las perneras de los pantalones mágicos, me puse una camisa nueva, di lustre a mis zapatos y salí a la calle luciendo mis pantalones nuevos. Eran de un suntuoso color marrón, con rayas de fantasía verticales.

Me paré en una esquina y encendí un cigarrillo. Un taxi se detuvo a mi lado. El conductor sacó la cabeza por la ventana:

– ¿Taxi, señor?

– No, gracias -dije, arrojando la cerilla y cruzando la calle.

Anduve por ahí unos quince o veinte minutos. Tres o cuatro taxistas me preguntaron si quería ir a alguna parte. Luego compré una botella de oporto y volví a mi habitación. Me quité la ropa, la dejé colgada, me fui a la cama, me bebí el vino y escribí un relato acerca de un empleado que trabajaba en una factoría de ropa en Mia-mi. Este pobre empleado conoció en la playa a una chica de la alta sociedad, un día durante la hora del almuerzo. El se aprovechaba de su dinero y ella hacía todo lo posible para demostrar que se aprovechaba de él.

Cuando llegué al trabajo la mañana siguiente, el señor Silverstein estaba plantado delante del mostrador junto a la puerta. Tenía un cheque en su mano. Me llamó con un movimiento de su mano. Me acerqué con paso tranquilo y cogí el cheque. Luego salí a la calle.

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