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Dejó un poco de sitio y Jan se sentó. Mi caballo, que estaba 7 a 2, salía de la valla más exterior. Hizo una mala salida y tuvo que correr retrasado. Remontó en el último momento para quedar en fotografía junto al favorito a 6 a 5. Aguardé esperanzado. Subieron a la barra el número del otro caballo. Yo había apostado 20 dólares a ganador.

– Necesito un trago.

Dentro había un tablero totalizador de apuestas. Los dividendos de la siguiente carrera ya estaban puestos cuando entramos. Le pedimos bebidas a un tío que parecía un oso polar. Jan se miró en el espejo, preocupándose por la flaccidez de sus mejillas y las bolsas bajo sus ojos. Yo nunca me miraba en los espejos. Jan cogió su bebida.

– Ese viejo de nuestro asiento, tiene carácter. Es un viejo zorro con un par de cojones.

– No me agrada.

– Te dejó en mantillas.

– ¿Qué quieres que le haga a un viejo?

– Si hubiese sido más joven tampoco hubieses podido hacerle nada.

Eché un vistazo al totalizador. Three-Eyed Pete estaba a 9 a 2, parecía tan bueno como el primer o el segundo favoritos. Acabamos nuestras bebidas y le aposté 5 dólar res a ganador. Cuando volvimos a los bancos, el viejo seguía allí sentado. Jan se sentó junto a él. Las piernas de ambos se apretaban.

– ¿Cómo se gana la vida? -le preguntó Jan.

– Vivo de las rentas. Me saco sesenta mil al año, libres de impuestos.

– ¿Entonces por qué no va a los asientos reservados?

– Eso es prerrogativa mía.

Jan se pegó más a su lado. Le sonrió con la más bella de sus sonrisas.

– ¿Sabe que tiene unos ojos azules preciosos?

– Uh, huh.

– ¿Cómo se llama?

– Tony Endicott.

– Yo me llamo Jan Meadows. Me apodan Neblina.

Los caballos se colocaron en la valla de salida y comenzó la carrera. Three-Eyed Pete salió el primero. Sacó una cabeza de ventaja todo el recorrido. En los últimos treinta metros el chico sacó la fusta, pegándole en el culo. El segundo favorito hizo un pequeño remate final. Otra vez quedaron en fotografía y supe que había perdido.

– ¿Tienes un cigarrillo? -le preguntó Jan a Endicott. El le pasó uno, ella se lo puso en la boca, y con el cuerpo pegado al suyo, él se lo encendió. Se miraron a los ojos. Yo me agaché y le agarré por el cuello de la camisa.

– Señor, está usted en mi asiento.

– Sí. ¿Qué piensa hacer al respecto?

– Mire bajo sus pies. ¿Ve el hueco que hay bajo el asiento? Es una caída de siete metros hasta el suelo. Le puedo tirar por ahí.

– No tiene cojones.

Subieron el número del segundo favorito. Había per-dido. De una patada le metí una de sus piernas por el hueco y empecé a empujarle. El se resistió, era sorprendentemente fuerte. Me clavó los dientes en la oreja izquierda; me estaba arrancando la oreja de un mordisco. Le puse los dedos alrededor de la garganta y empecé a ahogarle. Tenía un largo pelo blanco que le crecía en mitad de la garganta. Tosía y trataba de coger aire. Abrió la boca y pude zafar mi oreja. Le metí la otra pierna por el hueco. Tuve un flash en mi cerebro con una foto de Zsa Zsa Gabor: fría, muy arreglada, inmaculada, llena de perlas, con sus pechos a punto de salirse por el ancho escote… luego los labios, que jamás serían míos, dijeron no. Los dedos del viejo se aferraban al banco. Estaba suspendido bajo las tribunas. Le pisé una mano. Luego le pisé la otra. Cayó al vacío. Fue cayendo muy despacio. Pegó contra el suelo, rebotó una vez, subió más alto de lo que yo esperaba, volvió a caer, rebotó una segunda vez, muy poco, y se quedó tendido inmóvil en el suelo. No se veía nada de sangre. La gente a nuestro alrededor pasaba de todo, con las narices metidas en sus programas.

– Venga, larguémonos de aquí -dije yo.

Salimos por la verja lateral. La gente seguía estudiando sus apuestas. Era una tarde benigna, no demasiado ca-lurosa, un clima agradablemente templado. Salimos fuera del hipódromo, pasamos los locales del club y vimos a través de la verja a los caballos salir de los cajones, recorriendo el lento círculo hasta la meta. Fuimos hasta la explanada del parking, subimos al coche y nos marchamos de allí. Conduje de vuelta a la ciudad, cruzando primero por los depósitos de petróleo y las fábricas, luego por el campo abierto pasando pequeñas granjas, tranquilas, agradables, con el heno ordenado en doradas pilas, los graneros con la pintura blanca gastaba bajo el sol ponienr te, pequeñas granjas asentadas en altos cerros, perfectas y acogedoras. Cuando llegamos a nuestro apartamento descubrimos que no había nada que beber. Mandé a Jan a que comprara algo. Cuando volvió, nos sentarnos y bebimos, sin hablar apenas.

52

Me desperté bañado en sudor. La pierna de Jan estaba encima de mi tripa. La aparté. Entonces me levanté y fui al baño. Tenía diarrea.

Pensé, bueno, sigo vivo y estoy aquí sentado y nadie me está jodiendo.

Entonces me levanté y me limpié, eché un vistazo a mi obra; vaya un plato, pensé, qué adorable y poderosa peste. Entonces vomité y tiré de la cadena. Estaba muy pálido. Un escalofrío me convulsionó todo el cuerpo, como una sacudida; luego me vino una andanada de calor, me ardían el cuello y las orejas, se me puso la cara roja. Me sentí mareado y cerré los ojos, sujetándome al lavabo con ambas manos. Se me pasó.

Salí y me senté al borde de la cama, liando un cigarrillo. No me había limpiado muy bien. Cuando me levanté a buscar una cerveza había una húmeda mancha marrón en la colcha. Entré en el baño y me volví a limpiar. Luego me senté en la cama con mi cerveza y esperé a que Jan se despertase.

En el patio de la escuela había aprendido por primera vez que era un idiota. Era objeto de burlas y bromas y me tomaban el pelo como a los otros dos idiotas del colegio. Mi única ventaja frente a los otros dos, a quienes golpeaban y perseguían en jauría, consistía en que yo era bastante bestia. Cuando me acosaban no me acojonaba. Nunca me atacaron y al final se iban a por alguno de los otros y le daban de hostias mientras yo observaba.

Jan se movió, entonces se despertó y me miró.

– Estás despierto.

– Sí.

– Ayer fue un infierno de noche.

– ¿La noche? Mierda, es lo que ocurrió durante el día lo que me preocupa.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes lo que quiero decir.

Jan se levantó y entró en el baño. Yo le serví un opor-to con hielo y lo dejé en la mesilla de noche.

Ella volvió, se sentó y cogió la bebida.

– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó.

– Estoy aquí, después de haber matado a un tío y me preguntas cómo me encuentro.

– ¿Qué tío?

– Acuérdate. No estabas tan borracha. Estábamos en Los Alamitos, arrojé al viejo por el hueco del asiento. Tu aspirante a amante con los ojos azules con 60.000 dólares al año.

– Estás loco.

– Jan, estás alcoholizada, no te enteras de nada. Yo también lo estoy, pero tú estás peor que yo.

– Ayer no estuvimos en Los Alamitos. Tú odias las carreras de cuarto de milla.

– Recuerdo incluso los nombres de los caballos a los que aposté.

– Ayer nos pasamos todo el día aquí metidos. Me estuviste hablando de tus padres. Tus padres te odiaban. ¿No es cierto?

– Sí.

– Así que ahora estás un poco tarumba. Por la falta de amor. Todo el mundo necesita amor. Forma parte de uno mismo.

– La gente no necesita amor, lo que necesita es triunfar en una cosa o en otra. Puede ser en el amor, pero no es imprescindible.

– La Biblia dice: «Ama a tu prójimo».

– Eso puede querer decir que le dejes en paz. Voy a salir a comprar un periódico.

Jan bostezó y sacó sus tetas. Eran de un interesante color oro tostado -como un bronceado algo sucio.

– Trae una botellita de whisky, ya que sales.

Me vestí y bajé por la colina hasta la Tercera calle. Había un drugstore al final de la colina y un bar al lado. El sol se alzaba débil, algunos coches iban hacia el este y otros hacia el oeste. Se me ocurrió que si todo el mundo condujese en la misma dirección, todos los problemas se arreglarían.

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