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Al día siguiente en el trabajo nos preguntaron el motivo de nuestra marcha repentina. Admitimos que habíamos ido a apostar en la última carrera y que teníamos intención de volver aquella tarde. Manny había elegido su caballo y yo también. Algunos de los chicos nos preguntaron si podíamos hacer algunas apuestas por ellos. Yo dije que no sabía. Al mediodía, Manny y yo nos fuimos a almorzar a un bar.

– Hank, vamos a cogerles sus apuestas.

– Esos tíos no tienen apenas dinero, todo lo que tienen es la calderilla para el café y el chicle que les dan sus esposas y no tenemos tiempo para andar haciendo el imbécil en las ventanillas de dos dólares.

– No vamos a apostar su dinero, nos lo guardaremos.

– Pero supón que ganan.

– No ganarán. Siempre escogen el caballo equivocado. De algún modo se las arreglan siempre para escoger el caballo equivocado.

– Supón que apuestan a nuestro caballo.

– Entonces sabremos que nos hemos equivocado de caballo.

– Manny, ¿qué haces trabajando con repuestos de automóviles?

– Descansando. Mis ambiciones sufren el handicap de la pereza.

Nos bebimos otra cerveza y volvimos al almacén.

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Corrimos a través del túnel en el momento en que los estaban colocando en la valla de salida. Nos gustaba Hap-py Needles. Sólo estaba 9 a 5 y yo me figuraba que no podíamos ganar dos días seguidos, así que sólo le aposté 5 dólares. Manny le puso 10 dólares a ganador. Happy Needles ganó por una cabeza, rematando por el exterior en los últimos metros. Teníamos el ganador y también teníamos 32 dólares de apuestas equivocadas, cortesía de los chicos del almacén.

Se corrió la voz y los chicos de los otros almacenes donde yo iba a recoger los pedidos me entregaban sus apuestas. Manny tenía razón, muy raras veces acertaban. No sabían cómo apostar; apostaban al muy favorito o al caballo imposible, cuando el adecuado siempre andaba por la mitad de la escala. Me compré un buen par de zapatos, un cinturón nuevo y dos costosas camisas. El dueño del almacén dejó de parecerme tan poderoso. Manny y yo comenzamos a tomarnos más tiempo con nuestros almuerzos y a volver fumando habanos de primera. Pero seguía siendo una brutal galopada todas las tardes para llegar a la última carrera. La muchedumbre del hipódromo ya nos conocía de vernos aparecer siempre corriendo por aquel túnel, y todas las tardes nos aguardaban. Nos animaban aplaudiendo y agitando sus revistas hípicas, y los vítores parecían crecer cuando pasábamos a su lado en el sprint final hasta la ventanilla de apuestas.

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La nueva vida no le sentó bien a Jan. Ella estaba acostumbrada a sus cuatro polvos diarios y a verme pobre y humilde. Después de la jornada en el almacén y luego de la carrera salvaje y el sprint final a través del parking y túnel abajo, no me quedaba mucho amor en el cuerpo. Cuando llegaba por la noche, ella siempre estaba sumergida en su vaso de vino.

– El señor juegacaballos -me decía al entrar. Estaba completamente vestida; con tacones altos, medias de ny-lon y las piernas cruzadas bien altas, balanceando el pie-. El gran señor juegacaballos. Sabes, cuando te conocí me gustaba el modo que tenías de cruzar una habitación, andabas como si fueses atravesando paredes, como si lo poseyeses todo, como si nada importase. Ahora consigues tener unos cuantos pavos en el bolsillo y dejas de ser el mismo. Actúas como un estudiante de dentista o un fontanero.

– No me empieces a largar ningún rollo de fontaneros, Jan.

– No me has hecho el amor en dos semanas.

– El amor toma muchas formas. El mío ha tomado una forma más sutil.

– No me has follado en dos semanas.

– Ten paciencia. En seis meses estaremos de vacaciones en Roma, en París…

– ¡Mírate! Sirviéndote ese whisky bueno y dejándome a mí aquí tirada bebiendo este vino barato pudretripas.

Yo me relajaba en una silla y movía los cubitos de hielo con el whisky. Llevaba puesta una costosa camisa amarilla, bastante chillona, y unos pantalones nuevos, verdes con rayitas blancas.

– ¡El gran señor juegacaballos!

– Te doy el alma, te doy sabiduría y luz y música y un poco de diversión. Aparte, soy el más grande jugador de caballos del mundo.

– ¡Mierda de caballo!

– No, jugador de caballos. -Me bebí el whisky, me levanté y me serví otro.

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Las discusiones eran siempre las mismas. Entonces lo comprendí muy bien -los grandes amantes eran siempre hombres ociosos. Yo follaba mejor siendo un vagabundo desocupado que siendo un salta-cronómetros.

Jan comenzó su contraataque, que consistía en discutir conmigo, enfurecerme y luego salir corriendo por las calles y más tarde entrar en los bares. Todo lo que tenía que hacer era sentarse sola en la barra y las bebidas, las ofertas, venían rápido. A mí no me pareció que eso fuese honesto por su parte, naturalmente.

La mayoría de las noches se repetía la misma canción. Ella me gritaba, agarraba su bolso y se largaba pegando un portazo. Era efectivo; habíamos vivido juntos y nos habíamos amado durante mucho tiempo, tenía que afectarme y me afectaba. Pero siempre la dejaba irse y me sentaba sin remedio en mi silla bebiendo mi whisky y conectaba la radio para escuchar un poco de música clásica. Sabía que ella estaba ahí fuera, y sabía que alguien más estaría con ella, pero tenía que dejar que ocurriera, tenía que dejar que las cosas siguiesen su propio curso.

Pero cierta noche, estaba ahí sentado cuando algo se quebró en mi interior, pude sentir como se quebraba, algo se agitó y creció dentro de mí y entonces me levanté y bajé los cuatro pisos de escaleras hasta la calle. Bajé por la Tercera y Unión Street hasta la Sexta y luego seguí por la Sexta hasta Alvarado. Pasé por las puertas de los bares y supe que estaba en uno de ellos. Tuve una intuición, entré en uno y allí estaba Jan sentada al fondo de la barra. Llevaba un pañuelo de seda verde y blanco extendido en bandolera. Estaba sentada entre un hombre flaco con una gran verruga en la nariz y otro que era una pequeña joroba de carne amontonada con gafas vestido con un viejo traje negro.

Jan me vio llegar. Alzó su cabeza y a pesar de la penumbra del bar la vi palidecer. Me acerqué hasta ponerme detrás de ella, pegado a su taburete.

– ¡Traté de hacer de ti una mujer, pero nunca serás otra cosa que una maldita puta!

La pegué una bofetada del revés y la tiré de la banqueta. Cayó con dureza al suelo y se puso a chillar. Cogí su bebida y me la acabé. Luego me fui tranquilamente caminando hacia la salida. Cuando llegué allí, me di la vuelta.

– Ahora, si hay alguien, aquí… al que no le guste lo que acabo de hacer… sólo tiene que decirlo.

No hubo respuesta. Supuse que les había gustado lo que acababa de hacer. Fui caminando de regreso por la calle Alvarado.

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