Литмир - Электронная Библиотека
A
A

49

En el almacén de repuestos trabajaba cada vez menos. El señor Mantz, el dueño, se acercaba hasta el oscuro rincón donde yo estaba agachado poniendo con desgana nuevas piezas en los estantes y me preguntaba:

– Chinaski, ¿se encuentra bien?

– Sí.

– ¿No está enfermo?

– No.

Entonces Mantz se alejaba. La escena se repitió una y otra vez con mínimas variaciones. Una vez me sorprendió haciendo un dibujo del callejón, de vuelta de uno de mis recados. Mis bolsillos estaban repletos de dinero de apuestas. Las resacas no eran tan malas, teniendo en cuenta que eran causadas por el mejor whisky que el dinero podía comprar.

Seguí allí dos semanas más recibiendo mis cheques. Entonces, un miércoles por la mañana, Mantz me esperó plantado junto a la línea central de repisas cercana a su oficina. Me llamó con un gesto. Cuando entré en su oficina, había vuelto a sentarse detrás de su escritorio.

– Siéntese, Chinaski.

En el centro del escritorio había un cheque, puesto boca abajo. Cogí el cheque deslizándolo por la mesa de cristal y me lo guardé en la cartera sin mirarlo.

– ¿Sabía ya que íbamos a despedirle?

– No, pero a los patrones no cuesta mucho adivinarles las intenciones.

– Chinaski, no ha dado golpe en todo el mes, y lo sabe.

– Un hombre se rompe el alma trabajando y ustedes no lo aprecian.

– Usted no se ha estado rompiendo el alma, Chinaski.

Me quedé mirándome los zapatos durante un rato. No sabía qué decir. Entonces le miré.

– Le he estado dando mi tiempo. Es todo lo que tengo que dar, es todo lo que un hombre tiene. Por un cochino dólar cada cuarto de hora.

– Acuérdese de que nos suplicó por este trabajo. Dijo que el trabajo era su segundo hogar.

– …dándole mi tiempo para que usted pueda vivir en su mansión en lo alto de la colina y tener los lujos que desee. Si hay alguien que haya perdido en este trato, en este puto arreglo…ese he sido yo, ¿entiende?

– Está bien, Chinaski.

– ¿Está bien?

– Sí. Váyase.

Me quedé allí de pie. Mantz estaba vestido con un conservador traje marrón, camisa blanca y corbata rojo oscura. Traté de acabar la discusión con algo tajante.

– Mantz, quiero mi seguro de paro. No quiero tener ningún problema con eso. Ustedes siempre están tratando de arrebatarle a un obrero sus derechos. Así que no me ponga ningún problema o volveré aquí y se las tendrá que ver conmigo.

– Conseguirá el subsidio. ¡Ahora lárguese de una puñe-tera vez!

Me largué de una puñetera vez.

50

Tenía mis ganancias y el dinero de las apuestas, no tenía nada que hacer salvo quedarme por. ahí tumbado y vaguear, y a Jan eso le gustaba. Pasadas dos semanas tenía ya el seguro de paro y nos relajábamos y follábamos y nos recorríamos los bares y todas las semanas bajaba al Departamento de Desempleo del Estado de California y guardaba cola y recibía mi hermoso taloncito. Sólo tenía que responder a tres preguntas:

– ¿Está usted capacitado para trabajar?

– ¿Desea trabajar?

– ¿Aceptaría un empleo?

– ¡Sí! ¡Sí! ¡SI! -contestaba siempre.

Tenía que darles también una lista de tres compañías en las que hubiera intentado conseguir trabajo durante la semana. Yo cogía los nombres y las direcciones de la guía telefónica. Siempre me sorprendía cuando alguno de los solicitantes respondía «No» a cualquiera de las tres preguntas. Sus cheques eran inmediatamente anulados y se les conducía a otro despacho donde consejeros especialmente entrenados les ayudaban a encauzar sus pasos por el camino correcto.

Pero a pesar de los cheques del paro y el respaldo del dinero del hipódromo, mi capital empezó a desvanecerse. Tanto Jan como yo éramos totalmente irresponsables cuando bebíamos duro y todos nuestros problemas empezaron con las multas. Cada dos por tres estaba bajando a la cárcel de mujeres de Lincoln Heights para sacar a Jan. Bajaba en el ascensor acompañada por una de las tremendas matronas guardianas, casi siempre con un ojo morado o un labio roto y muy a menudo una dosis de ladillas, cortesía de algún maníaco que se hubiese encontrado en un bar o en cualquier otro sitio. Entonces venía el dinero de la fianza y los costes del juicio, además de una obligación impartida por el juez de asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos durante seis meses. Yo también me llevé mi tanda de condenas, fianzas y gastos de juicio. Jan me sacaba de la cárcel acusado de una variedad de cargos que iban desde intento de violación hasta asalto y desde exhibición indecente a escándalo público -perturbar la paz era también uno de mis cargos favoritos. La mayoría de estas acusaciones no nos suponían tener que pasar ninguna temporada en la cárcel -mientras las fianzas fuesen pagadas-, pero era un gasto continuo y considerable. Me acuerdo de una noche en la que se nos quedó el coche repentinamente parado justo a la puerta del parque Mac Arthur. Miré por el retrovisor y dije:

– Muy bien, Jan, estamos de suerte. Un coche viene justo detrás nuestro y nos va a empujar. Menos mal que siempre hay algún alma caritativa en esta mierda de mundo.

Entonces volví a mirar:

– ¡Agárrate el CULO, Jan, nos va a pegar un TRASTAZO!

El hijo de puta no había reducido en ningún momento la velocidad y nos pegó de lleno por detrás, de tal modo que el asiento delantero nos lanzó contra el parabrisas. Salí del coche y le pregunté al tío si había aprendido a conducir en la China. También me cagué en toda su familia. Vino la policía y me preguntó si no me importaba soplar un poco en su globito.

– No lo hagas -me dijo Jan, pero yo pasé de escucharla. De algún modo, tenía la convicción de que, como el tío había tenido la culpa dándonos el golpe, yo no podía estar intoxicado. Lo último que recuerdo es cómo me metían en el coche patrulla mientras Jan se quedaba allí junto a nuestro coche avenado con el asiento delantero caído hacia delante. Incidentes como este -que no paraban, uno tras otro- nos costaron mucho dinero. Y poco a poco nuestras vidas iban derrumbándose por separado.

51

Jan y yo estábamos en Los Alamitos. Era sábado. Las carreras de cuarto de milla eran una novedad por aquel entonces. En dieciocho segundos eran un ganador o un jodido perdedor. En aquellos días las tribunas consistían en filas superpuestas de simples bancos de madera sin barnizar. Se estaba llenando de gente cuando llegamos, así que extendimos unos periódicos en nuestros asientos para señalar que estaban ocupados. Luego bajamos al bar a estudiar nuestros programas…

En la cuarta carrera llevábamos 18 dólares ganados descontando gastos. Hicimos nuestras apuestas para la siguiente carrera y volvimos a nuestros asientos. Un viejo bajito de pelo gris estaba sentado en mitad de nuestros periódicos.

– Señor, estos son nuestros asientos.

– Estos asientos no están numerados.

– Ya sé que no son asientos numerados. Pero es una cuestión de común cortesía. Verá… hay gente que llega aquí temprano, gente pobre, como usted y como yo, que no pueden pagar la entrada a los asientos reservados; esta gente extiende periódicos en sus asientos para indicar que están ocupados. Es como un convenio ¿sabe? un convenio de cortesía… porque si los pobres no se comportan decentemente entre sí, nadie lo va a hacer.

– Estos asientos NO están reservados.

Se acomodó un poco más en los periódicos que habíamos puesto allí.

– Jan, siéntate. Yo me quedaré de pie.

Jan trató de sentarse.

– Córrase un poco -le dije-, si no puede ser un caballero, no sea un cerdo.

20
{"b":"122978","o":1}