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También sabía por otra parte de mi conciencia que si alguna vez me dejaba llevar y caía en el torbellino mecánico de aquellas bicicletas nuevas y relucientes, estaba listo, acabado para siempre, y nunca podría salvarme. Así que sólo me tumbaba de espaldas y dejaba que las ruedas y los radios y los colores me calmaran de algún modo.

Me tapaban. Y es que un hombre con resaca nunca debe tumbarse de espaldas y ponerse a contemplar el techo de un almacén. Las vigas de madera al final se apoderan de ti; y los cielorrasos de cristal -puedes ver la jaula para gallinas en los cielorrasos de cristal- esos barrotes a un hombre le recuerdan de algún modo una jaula. Entonces viene la pesadumbre en los ojos, el morirse por un trago; y luego el sonido de la gente moviéndose, los puedes oír, sabes que tu hora ha llegado, y no se sabe cómo te ves levantándote y moviéndote y rellenando y facturando pedidos…

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Ella era la secretaria del encargado. Se llamaba Carmen -mas a pesar del nombre español era rubia y llevaba siempre vestidos ajustados con escote, zapatos de tacón, medias de nylon y liguero, y su boca estaba empo-rrotada de lápiz de labios, pero, ay, podía vibrar, podía menearse, se cimbreaba mientras llevada las órdenes a facturar, se cimbreaba de vuelta a la oficina, con todos los muchachos pendientes de cada movimiento, cada sacudida de sus nalgas; meciéndose, balanceándose, bamboleándose. No soy un hombre de damas. Nunca lo he sido. Para ser un hombre de damas te lo tienes que hacer con una conversación cortés. Nunca he sido muy bueno conversando así, pero, finalmente, con Carmen presionándome, la llevé a uno de los camiones que estábamos descargando en la parte trasera del almacén y allí me la tiré, de pie en el fondo de la caja del camión. Fue algo bueno, algo cálido, pensé en el cielo azul y en anchas playas vacías, aunque también fue un poco triste -había una ausencia definitiva de sentimiento humano que yo no podía comprender ni superar. Tenía su vestido subido por encima de las caderas y allí estaba yo, bombeándole mi polla en la vagina, abrazándola, presionando finalmente mi boca contra la suya, espesa de carmín, y corriéndome entre dos cajas de cartón sin abrir, con el aire lleno de cenizas y su espalda apoyada contra la pared mugrienta y astillada del camión en medio de la misericordiosa oscuridad.

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Todos nos desdoblábamos a la vez en mozos de carga y en chupatintas de almacén. Cada uno rellenaba y facturaba sus propias órdenes. El encargado sólo se ocupaba de descubrir errores. Y como cada uno era responsable de sus encargos de principio a fin, no había manera de escurrir el bulto. Tres o cuatro meteduras de pata en los repartos y estabas despedido.

Vagabundos e indolentes, todos los que allí trabajábamos sabíamos que teníamos los días contados. Así que andábamos relajados y aguardábamos a que descubriesen lo ineptos que éramos. Mientras tanto, vivíamos integrados en tal sistema, les dábamos unas pocas horas de honestidad y bebíamos juntos por las noches.

Eramos tres. Uno, yo. Y un tío que se llamaba Héctor Gonzalves, alto, con los hombros caídos, plácido. Tenía una adorable esposa mejicana que vivía con él en una gran cama doble por arriba de Hill Street. Yo lo sabía porque una noche había estado allí con él bebiendo cerveza y luego había acojonado a su mujer. Héctor y yo habíamos llegado después de una noche de borrachera en diversos bares y yo la saqué de un tirón de la cama y la besé delante de Héctor. Me figuré que llegado el caso podría noquearle. Todo lo que tenía que hacer era mantener un ojo alerta por si sacaba la navaja. Finalmente, me disculpé por ser tan gilipollas. No pude culparla por no mostrarse muy amigable conmigo. Nunca volví allí.

El tercero era Alabam, un ladronzuelo de poca monta. Robaba espejos retrovisores, tornillos y tuercas, destornilladores, bombillas, reflectores, bocinas, baterías. Robaba bragas de mujer y sábanas de los tenderos, alfombras de los recibidores, felpudos de los portales. Se iba a los supermercados y compraba un saco de patatas, pero en el fondo del saco iban filetes, jamón, latas de anchoas, etc. Se hacía llamar George Fellows. George tenía una desagradable costumbre: bebía conmigo, y cuando yo estaba completamente pasado y ya casi indefenso, me atacaba. Quería a toda costa azotarme en el culo, pero era un tío enclenque y cobarde como una hiena. Yo siempre me las arreglaba para levantarme lo suficiente para pegarle una en el vientre y otra en la sien, que le mandaban tropezando y cayéndose hasta el final de las escaleras, dejando normalmente por el camino objetos robados que se le caían del bolsillo -mi bayeta, un abrelatas, un despertador, mi pluma, un frasco de pimienta, o quizás un par de tijeras.

El encargado del almacén de bicicletas, el señor Han-sen, era un hombre de cara colorada, sombrío, con la lengua verde de chupar caramelos de menta para quitarse el aliento a whisky. Un día me llamó a su oficina.

– Oye, Henry, esos dos tipos son bastante imbéciles ¿no?

– A mí me caen bien.

– Pero, quiero decir que, Héctor especialmente… realmente es un imbécil. Oh, entiéndeme, está bien, pero quiero decir que, bueno, ¿crees que es capaz de hacer algo de provecho?

– Héctor está bien, señor.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto.

– Y ese Alabam, tiene ojos de comadreja. Probablemente nos roba seis docenas de pedales de bicicleta cada mes ¿no crees?

– Yo no lo creo así, señor. Yo nunca le he visto llevarse nada.

– Chinaski…

– ¿Sí, señor?

– Te voy a aumentar el sueldo diez dólares a la semana.

– Gracias, señor. -Nos dimos la mano. Fue entonces cuando me di cuenta de que él y Alabam estaban compinchados y birlaban material del almacén.

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Jan tenía un polvo excelente. Había tenido dos niños, pero tenía un polvo de lo más acojonante. Nos habíamos conocido en una camioneta-bar -yo estaba gastando mis últimos cincuenta centavos en una grasienta hamburguesa- y hablamos empezado a hablar. Ella me invitó a una cerveza, me dio un número de teléfono, y tres días más tarde me mudaba a su apartamento.

Tenía un chochito prieto y recibía la polla como si fuese un cuchillo que fuera a matarla. Me recordaba a una pequeña cerdita, jamona y lujuriosa. Había en ella la suficiente rabia y hostilidad como para hacerme sentir que con cada embestida de mi cuchillo le pagaba de vuelta sus ataques de mala leche. Le habían extirpado un ovario y aseguraba que no podía quedarse preñada; pero, para tener un solo ovario, respondía generosamente.

Jan se parecía mucho a Laura -sólo que era más delgada y más bonita, con una larga cabellera rubia que le caía por los hombros y unos hermosos ojos azules. Era extraña; siempre estaba cachonda por las mañanas a pesar de la resaca. Yo por las mañanas y con resaca no podía andar muy caliente. Yo era un hombre nocturno. Pero, por la noche, ella siempre estaba chillándome y arrojándome cosas: teléfonos, guías telefónicas, botellas, vasos (llenos y vacíos), radios, bolsos, guitarras, ceniceros, diccionarios, relojes de pulsera rotos, despertadores… Era una mujer fuera de lo corriente. Pero había una cosa con la que siempre había que contar. Ella quería follar por las mañanas, con muchas ganas. Y yo tenía que ir al almacén de bicicletas.

Una mañana típica, mirando el reloj, la eché el primer polvo, gargajeando, con ganas de toser y con náuseas, tratando de disimularlo, luego me calenté, me corrí y me eché a un lado.

– Ya está -dije-, voy a llegar con quince minutos de retraso.

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