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El autobús tardó cuatro días y cinco noches en llegar a Los Angeles. Como de costumbre, no dormí ni defequé a lo largo de todo el viaje. Hubo un poco de diversión cuando una rubiaza subió en algún lugar de Luisiana. Aquella noche empezó a venderlo por dos dólares, y todos los hombres y una mujer del autobús se aprovecharon de la ganga, excepto yo y el conductor. Los negocios se ultimaban en la parte trasera del autobús. Se llamaba Vera. Llevaba los labios pintados de púrpura y se reía mucho. Se me acercó durante una breve parada en un bar para tomar un café y un sandwich. Se paró detrás mío y preguntó:

– ¿Qué coño pasa contigo? ¿Te crees demasiao bueno pa mí?

Yo no contesté.

– Un maricón -la oí murmurar con disgusto, mientras se sentaba junto a uno de los chicos competentes.

En Los Angeles me recorrí los bares de nuestro viejo barrio en busca de Jan. No la hallé en ningún sitio hasta que me encontré con Whitey Jackson trabajando detrás de la barra en el Pink Mule. Me contó que Jan estaba empleada de camarera de habitaciones en el hotel Durham en Beverly y Vermont. Me fui hasta allí. Estaba buscando la oficina del gerente cuando ella salió de una habitación. Estaba espléndida, como si el haber estado apartada de mí durante algún tiempo le hubiese ayudado a mejorarse. Entonces me vio. Se quedó allí parada, sus ojos se agrandaron y se impregnaron de azul; siguió parada. Luego lo dijo:

– ¡Hank!

Se vino hacia mí y nos abrazamos. Me besó salvajemente, yo traté de devolverle los besos.

– Hostia -dijo-. ¡Creí que nunca te volvería a ver!

– He vuelto.

– ¿Has vuelto para quedarte?

– Esta es mi ciudad.

– Échate hacia atrás -me dijo-, déjame que te vea.

Me eché hacia atrás, sonriendo.

– Estás flaco. Has perdido peso.

– Tú tienes buen aspecto -dije yo-. ¿Estás sola?

– Sí.

– ¿No hay nadie?

– Nadie. Ya sabes que no aguanto a la gente.

– Me alegro de que estés trabajando.

– Ven a mi habitación -dijo.

La seguí. El cuarto era muy pequeño, pero era acogedor. Podías mirar por la ventana y ver el tráfico, observar los semáforos cambiando de color, contemplar al chico de los periódicos en la esquina. Me gustaba el sitio. Jan se tumbó en la cama.

– Vamos, échate conmigo.

– Me da un poco de corte.

– Te quiero, so idiota -dijo-, hemos follado más de 800 veces. ¿Te vas a cortar ahora?

Me quité los zapatos y me tumbé. Ella levantó una pierna.

– ¿Te gustan mis piernas todavía?

– Coño, sí. Oye, Jan, ¿has acabado tu trabajo?

– Todo menos la habitación del señor Clark. Y al señor Clark no le importa. Me da propinas.

– ¿Ah?

– No hago nada con él. Sólo que me da propinas.

– Jan…

– ¿Sí?

– Me gasté todo el dinero en el billete de autobús. Necesito un sitio donde quedarme hasta que encuentre un trabajo.

– Te puedo esconder aquí.

– ¿Puedes?

– Claro.

– Te quiero, nena -dije.

– Cabronazo -me dijo ella. Empezamos el meneo. Estuvo de puta madre. Estuvo de puta puta madre.

Más tarde Jan se levantó y abrió una botella de vino. Yo abrí mi último paquete de cigarrillos y nos sentamos en la cama a beber y a fumar.

– Tú lo tienes todo -me dijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que nunca conocí a un hombre como tú.

– ¿Ah, sí?

– Los otros sólo tienen un diez por ciento o un veinte por ciento, pero tú lo tienes todo, todo lo tuyo es absoluto, es tan diferente.

– No sé nada de eso.

– Tienes gancho, eres capaz de enganchar a las mujeres.

Eso me hizo sentir bien. Después de acabar nuestros cigarrillos hicimos de nuevo el amor. Luego Jan me envió a por otra botella. Regresé. Era lo menos que podía hacer.

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Me contrataron casi en seguida en una compañía que fabricaba tubos fluorescentes. Estaba en lo alto de la calle Alameda, hacia el norte, en un complejo de almacenes. Yo era el encargado de facturación. Era muy sencillo, cogía los pedidos de una cesta de alambre, rellenaba la ficha, empaquetaba los tubos en cajas de cartón y los ordenaba en pilas afuera en el patio de carga, cada caja etiquetada y numerada. Pesaba las cajas, hacía una factura de envío y telefoneaba a la compañía de transportes para que viniese a recoger el material.

El primer día que pasé allí, por la tarde, escuché un fuerte estruendo de cristales rotos detrás mío, cerca de la línea de ensamblado. Las viejas repisas de madera que sostenían los tubos de neón acabados estaban soltándose de la pared y todo se iba cayendo al suelo -el metal y el vidrio chocaban contra el suelo de cemento, rompiéndose en mil pedazos, un repiqueteo terrible. Todos los trabajadores de la línea de ensamblado salieron despavoridos hacia el otro extremo del edificio. Luego se hizo el silencio. El patrón, Mannie Feldman, salió de su oficina.

– ¿Qué cojones está pasando aquí?

Nadie respondió.

– ¡Muy bien, parad de ensamblar! ¡Que todo el mundo coja CLAVOS Y MARTILLO y vuelva a poner esas jo-didas repisas ahí arriba!

Feldman volvió a entrar en su oficina. Yo no tenía otra cosa que hacer más que entrar y ayudarles. Ninguno de nosotros era carpintero. Nos tomó toda la tarde y parte de la mañana siguiente el volver a clavar las repisas en la pared. Cuando acabamos, Feldman salió de su oficina.

– ¿Así que por fin lo hicisteis? Muy bien, escuchadme ahora… Quiero que los 939 sean apilados en lo más alto, los 820 en la siguiente repisa, y las lamparillas y el cristal en las repisas más bajas. ¿Entendéis? ¿Lo ha entendido todo el mundo?

No hubo la menor respuesta. Los del tipo 939 eran los tubos más pesados -más pesados que una madre- y el tío los quería arriba del todo. Era el jefe. Nos pusimos a ello. Los apilamos allí en lo alto, con todo su peso, y apilamos el material ligero en las repisas inferiores. Luego volvimos al trabajo. Las repisas aguantaron durante el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente empezamos a oír crujidos. Las repisas estaban comenzando a ceder. Los trabajadores de la línea de ensamblaje se fueron apartando, sonrientes. Diez minutos antes del descanso para el café, todo se vino de nuevo abajo. El señor Feldman salió corriendo de su oficina.

– ¿Qué cojones está ocurriendo aquí?

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Feldman estaba tratando de cobrar el seguro y declararse en quiebra, todo a la vez. A la mañana siguiente, un hombre de apariencia muy digna vino en representación del Banco de América. Nos dijo que no colocáramos más repisas.

– Simplemente apilen esa mierda en el suelo -así nos lo dijo. Se llamaba Jennings, Curtís Jennings. Feldman le debía al Banco de América mucho dinero, y el Banco de América quería recobrar su dinero antes de que el negocio se hundiera. Jennings tomó el mando de la compañía. Daba vueltas observando a todo el mundo. Examinó los libros de Feldman; comprobó concienzudamente todas las cerraduras de puertas y ventanas y la valla de seguridad alrededor del parking. Vino a hablar conmigo:

– No utilice las líneas de transportes Sieberling por más tiempo. Les robaron cuatro veces llevando uno de los cargamentos de esta casa a Arizona y Nuevo México. ¿Hay alguna razón especial por la que hayan estado utilizando a esta gente para los transportes?

– No, no hay ninguna razón especial.

El agente de Sieberling me había estado pagando diez centavos por cada doscientos kilos de carga contratada.

En menos de tres días Jennings había despedido a un tío que trabajaba en la oficina principal y reemplazado a tres tíos de la línea de ensamblado por tres joven-citas mexicanas deseosas de trabajar por la mitad del dinero. Despidió al vigilante nocturno y, además de ocuparme de la facturación, me puso a conducir el camión de la compañía en los repartos locales.

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