«Maldita sea», le había dicho. «Me gustaría salirme con la mía alguna vez.»
«Te sales con la tuya más de lo que te conviene», había dicho él. Mientras cargaba la H und K, lamenté que Dietz no me hubiera vencido en más discusiones, en particular la que tuvimos para que me fuera con él a Alemania…
La luz se apagó de pronto y la oscuridad me envolvió por completo. No veía absolutamente nada, ya que en mi despacho no había ventanas que dieran al exterior. ¿Se habría ido Lonnie sin despedirse? Puede que no me hubiera oído llegar. Introduje el cargador en la culata y lo encajé dándole un golpe con la palma de la mano. Moverse en la oscuridad se asemeja a salir de un edificio en llamas; hay que apresurarse despacio. Me introduje la pistola en la cintura del pantalón y anduve a gatas hacia la puerta sin el menor sentido de la dignidad y la elegancia. Evité los trompazos contra los muebles, pero si la luz volvía de pronto iba a morirme de vergüenza. La puerta del despacho estaba abierta de par en par y me asomé para echar un vistazo al pasillo. Toda la oficina estaba a oscuras. ¿Qué diantres había hecho Lonnie? ¿Clavar un tenedor en los plomos? Y el bufete, parecía negro como un túnel.
– ¿Lonnie? -dije.
Silencio. ¿Cómo podía haberse ido tan deprisa? Habría jurado que oía un ruidito en los alrededores del despacho de Lonnie. Evidentemente no estaba sola. Agucé el oído. El silencio era tan absoluto que parecía denso, compacto, surcado de latidos y pulsaciones orgánicas. Aunque no veía nada, cerré los ojos para concentrarme con más intensidad en la audición. Me acuclillé en el umbral de mi puerta, exactamente frente al escritorio de Ida Ruth y otra secretaria que se llamaba Jill.
¿Quién había en el bufete, aparte de mí? ¿Y dónde? Puesto que había pronunciado el nombre de Lonnie con la clara voz musical que me caracteriza, los demás habitantes del bufete sabían por lo menos dónde estaba yo. Me eché cuerpo a tierra y repté por los tres metros de pasillo que había hasta el hueco que se abría entre las dos mesas de las secretarias.
En aquel punto sonó un disparo, un tiro dirigido contra mí. Armó tanto ruido que di uno de esos asombrosos saltos felinos en que las cuatro extremidades se las arreglan para perder el contacto con el suelo de manera simultánea. La adrenalina abrió la puerta grande y me inundó el sistema circulatorio en un santiamén. No me di cuenta de que había gritado hasta que se apagó el eco del impacto. El corazón se me incrustó en la garganta y las manos se me pusieron más trémulas que un flan a causa de la prisa. Por lo visto, había salvado la distancia de un salto, porque de pronto advertí que estaba en mi punto de destino, encogida y con el hombro derecho pegado a los cajones del escritorio de Ida Ruth. Me llevé la mano a la boca para que el resuello no me delatara. Agucé el oído otra vez. El enemigo parecía haber hecho fuego desde la puerta del despacho de Lonnie, posición ventajosa que me impedía acceder al vestíbulo y en consecuencia a la entrada principal. El sentido táctico aconsejaba retroceder por el pasillo, que ahora quedaba a la, izquierda. La puerta sin distintivos, que se abría al pasillo de la escalera, se encontraba a unos cinco metros. Si la alcanzaba, me pegaría a la hoja de madera, alargaría la mano, asiría el tirador, contaría hasta tres y… zuuum, derechita a la calle. Un plan perfecto. Genial. Sólo faltaba alcanzar la puerta y el problema consistía en que me daba miedo recorrer la distancia al descubierto. ¿Dónde estaría la silla giratoria de Ida Ruth? No estaría mal como escudo…
Alargué la mano sin despegarla del suelo con la esperanza de tocar la silla. Lo que toqué fue una cara. Encogí la mano y del fondo de la garganta me brotó un gemido. Contuve el aliento de manera automática. Había una persona tendida en el suelo. Temí que la mano de la persona en cuestión me sujetara por el pescuezo, pero no percibí ningún movimiento en mi dirección. Volví a alargar la mano y me puse a palpar. Carne. Boca entreabierta. Recorrí los rasgos faciales. Piel lisa, mandíbula pronunciada. Varón. Era demasiado delgado para ser Lonnie y no me pareció ni John Ives ni el otro abogado, Martin Cheltenham. Habría jurado que era Curtis, pero, ¿qué coño hacía allí? Aún estaba caliente, aunque en la mejilla tenía algo pegajoso que parecía sangre. Alargué una mano hacia su cuello. No detecté ningún latido. Le palpé el pecho; estaba más inmóvil que un mueble. Noté húmeda la pechera de la camisa. Seguramente me había llamado desde el bufete. Sin duda le habían enviado al otro barrio poco después, en previsión de mi llegada. Quien lo había hecho me conocía mejor de lo que yo pensaba… lo bastante bien para saber al menos dónde había tenido guardada la pistola… lo bastante bien para saber que por ningún concepto habría acudido al lugar de la cita sin pasar antes por el despacho.
Palpé de nuevo el suelo y tropecé con una de las ruedecillas de la silla giratoria de Ida Ruth. Parpadeé al entrever de pronto otra posibilidad. Consistía en utilizar el teléfono, marcar el número de la policía y dejar que sonara hasta que el funcionario de guardia lo cogiera. Aunque no dijera nada, la policía localizaría por ordenador el origen de la llamada y enviarían a alguien. Al menos, eso esperaba.
Me arrodillé y escruté la oscuridad por encima de la superficie de un escritorio. Los ojos se me habían acostumbrado a las tinieblas y percibían ya ciertos matices: el perfil negruzco de una puerta, la forma prismática de un archivador metálico. Moví la mano por la superficie de la mesa con precaución infinita, para no tropezar con nada ni tirar ningún objeto. Di con el teléfono. Cogí el aparato, lo deslicé por la mesa y lo bajé hasta el suelo. Levanté con cuidado el auricular e introduje el índice debajo para mantener bajada la palanca de la horquilla. Me llevé el auricular al oído y solté la palanca. Nada. No había línea.
Volví a asomar la cabeza por el borde del escritorio y traté de percibir algo en la oscuridad. No vi el menor movimiento, ningún perfil humano que destacara en la puerta del despacho de Lonnie.
Empuñé la pistola. Hasta entonces no había utilizado la H und K en un lugar cerrado. Había ido varias veces con Dietz al campo de tiro, y él me había obligado a practicar sin descanso, hasta que me harté y me negué a recibir más órdenes suyas. Suelo practicar a menudo, para mantener en forma la puntería, pero en los últimos tiempos me había descuidado. Era la primera vez que tomaba conciencia cabal de lo deprimida que estaba a causa de la partida de Dietz. ¡Despierta, idiota, que estás en peligro! Tener la pistola me tranquilizaba hasta cierto punto. Por lo menos no me hallaba totalmente a merced de mi agresor. Amartillé el arma.
Oía una respiración, pero podía ser la mía.
Maldije el momento en que se me había ocurrido salir de mi despacho. Mi teléfono tenía línea independiente y quizá no lo hubieran desconectado. Si conseguía recorrer otra vez el pasillo y volver al despacho, cerraría la puerta por dentro y la bloquearía con la mesa. Y a esperar a que amaneciese. El personal de limpieza llegaría a primera hora de la mañana. Podían rescatarme incluso antes, si un alma caritativa intuía lo que pasaba. Pensé en Jonah. Seguramente estaría ya esperándome en el Refugio de los Pájaros y preguntándose qué sucedía. ¿Qué haría al comprobar que yo no aparecía? Lo más seguro es que pensase que había tomado mal la dirección. Desde mi punto de vista, la expresión «Refugio de los Pájaros» era del todo inequívoca. Le había dicho también que primero recogería la pistola, pero me había dado la sensación de que seguía medio dormido. A saber lo que recordaría y si le pasaría por la cabeza la idea de acudir al bufete para ver qué ocurría.
Había acercado la silla de Ida Ruth. Me encogí detrás y la orienté hacia donde sin duda se hallaba el agresor y avancé hacia la puerta arrastrándola conmigo. Sonó otro disparo. El proyectil perforó con tal violencia el tapizado de la silla que ésta retrocedió y el respaldo de plástico me golpeó en la cara. La nariz empezó a sangrarme y me esforcé por no gritar. Siempre encogida, me precipité sobre la puerta sin soltar la silla tras la que me escudaba. Alargué la mano y palpé la jamba hasta que di con el tirador. Estaba cerrada. El agresor volvió a hacer fuego. Una astilla de madera me pasó rozando la mejilla. Me eché al suelo pegada a la pared y utilicé el zócalo como guía mientras reptaba y rogaba al cielo que me confundiera con la moqueta. El siguiente disparo me resbaló por la cadera derecha como si un gigante quisiera encender una cerilla de igual tamaño frotándomela contra el costado. Volví a dar un bote sin poder evitar un grito de dolor. La punzada que sentí me indicó que me habían alcanzado. Abrí fuego a mi vez.