Contenía un cheque por 400 dólares extendido a nombre de Curtis y firmado por Yolanda Weidmann. En el cheque no figuraba ninguna indicación justificativa y en el sobre tampoco hallé notas de carácter personal. ¿De qué conocía Yolanda a Curtis, y por qué le daba aquel dinero? ¿De cuántas personas en total recibía donativos el asombroso ex presidiario? Entre Kenneth y Yolanda, se embolsaba 500 dólares al mes. Con otro par de contribuyentes, el negocio le resultaría más rentable que un empleo fijo. Volví a meter el cheque y cerré el sobre. Los demás cajones no contenían nada interesante. Eché otro rápido vistazo y apagué la luz. Espié el exterior por la ventana. El aparcamiento estaba vacío. Giré el pomo de la puerta, salí y cerré a mis espaldas.
Crucé la autopista por un paso elevado y tomé varias arterias de superficie para llegar a Horton Ravine. Lower Road estaba a oscuras y las escasas farolas callejeras estaban demasiado espaciadas para iluminar lo suficiente. En casa de los Weidmann habían dejado varias luces encendidas a propósito, con la esperanza de espantar a los rateros. La luz del porche estaba encendida y no había vehículos en el sendero de entrada. Dejé el motor en marcha y bajé para llamar al timbre. Cuando me convencí de que no había nadie, retrocedí y dejé el coche en el cruce con Esmeralda. La patrulla de vigilancia de Horton Ravine pasaba de vez en cuando, pero confiaba en pasar desapercibida. Abrí la guantera y saqué la linterna. Si la memoria no me fallaba, los Weidmann no tenían vallas electrificadas ni ningún doberman de fauces babeantes. Cogí la cazadora del asiento trasero, me la puse y me subí la cremallera hasta el cuello. Había llegado el momento de buscar setas en el bosque.
Me dirigí hacia la casa barriendo el suelo con el haz luminoso de la linterna. La luz del porche irradiaba un halo amarillento que se fundía con las sombras en la periferia del patio. Caminé pegada al costado de la casa hasta llegar al patio trasero, donde dos focos potentes convertían el lugar en prohibitivo para los ladrones. Crucé el sector de suelo de cemento, bajé los cuatro peldaños y me adentré en el jardín propiamente dicho. El cojín de la tumbona de Peter había sido doblado por la mitad, sin duda para que la humedad no lo estropease más de lo que estaba. El sol, con el paso de los años, había descolorido y resecado la lona. Varios caracoles corrían en ella los cien centímetros lisos.
Habían cortado la hierba. En el césped de la parte del fondo vi huellas paralelas que se superponían donde la máquina de podar había dado la vuelta. Donde había visto los agáricos durante la visita anterior ya no había nada. Crucé el patio tratando de recordar en qué punto concreto había visto las setas que crecían formando un círculo; unos agáricos crecían aislados y otros en grupo. Todo había desaparecido bajo las cuchillas de la máquina cortacésped. Me agaché y palpé las briznas que había en el suelo, motas que parecían blancuzcas sobre el fondo oscuro de la hierba. Percibí movimiento por el rabillo del ojo… una sombra se deslizaba por delante de la luz. Era Yolanda y avanzaba por la hierba húmeda hacia donde yo estaba. Vestía otro chándal de rayón, esta vez de color magenta. Las zapatillas deportivas le brillaban como si las llevase cubiertas de tiras de material fosforescente y tenía el empeine de las dos moteado de briznas de hierba cortada.
– ¿Qué hace usted aquí? -Hablaba en voz baja y las sombras le acentuaban el cansancio que se advertía en sus facciones. Las mechas de su pelo rubio platino estaban tiesas, como si fuera una peluca.
– Buscaba los agáricos que vi la otra vez.
– Ayer vino el jardinero y le dije que cortara la hierba de toda esta zona.
– ¿Qué hizo con los restos?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Morley Shine murió asesinado.
– No sabe cuánto lo siento. -Lo dijo casi con indiferencia.
– ¿De verdad? -dije-. No parecía usted apreciarle mucho.
– No le apreciaba en absoluto. Olía a persona que bebe y fuma, costumbres que condeno. Aún no me ha explicado qué hace usted en mi casa.
– ¿Sabe lo que es la amanita faloide?
– Creo que es una especie de agárico.
– Morley murió envenenado por una seta de la misma familia.
– El jardinero amontona los restos allí. Cuando el montón es muy grande, carga los desperdicios en la camioneta y los lleva al basurero municipal. Si quiere, puede usted llamar a la policía para que se lo lleve todo y lo analice.
– Morley era un buen investigador.
– No me cabe la menor duda. ¿Qué tiene que ver con lo que me ha dicho?
– Creo que fue asesinado porque dio con la verdad.
– ¿Sobre la muerte de Isabelle?
– Entre otras cosas. ¿Le importaría decirme por qué ha enviado un cheque de cuatrocientos dólares a Curtis McIntyre?
Aquello la cogió de improviso.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– He visto el cheque.
Guardó silencio durante treinta segundos contados, mucho tiempo en una conversación normal.
– Es mi nieto -rezongó-. Pero eso no es de su incumbencia.
– ¿Curtis? -Lo dije con tal tono de incredulidad que se dio por ofendida.
– No tiene por qué adoptar esa actitud. Conozco sus defectos seguramente mejor que usted.
– Perdone, pero jamás se me habría ocurrido relacionarla a usted con él.
– La única hija que tuvimos murió cuando Curtis tenía diez años. Le prometimos que le cuidaríamos lo mejor que supiéramos. El padre de Curtis era un sujeto impresentable, un delincuente y un inadaptado. Desapareció cuando Curt tenía ocho años y desde entonces no hemos sabido nada de él. Cuando la educación quiere oponerse a la naturaleza, innegablemente vence la segunda. Tal vez no supiéramos educarle como es debido… -En ese punto se le quebró la voz.
– ¿Por ese motivo Curtis acabó por involucrarse en esta historia?
– ¿Qué historia?
– Tiene que declarar en el juicio civil contra David Barney. ¿Le habló usted del homicidio?
Se frotó la frente.
– Supongo.
– ¿Recuerda si por entonces vivía con ustedes?
– No entiendo qué relación puede haber entre una cosa y la otra.
– ¿Sabe dónde está en este momento?
– No tengo la menor idea.
– Hace un rato han pasado a recogerle en el motel donde se aloja.
Siguió mirándome con fijeza.
– Dígame lo que quiere y déjeme en paz. Se lo pido por favor.
– ¿Dónde está Peter? ¿En la casa, tal vez?
– Lo han ingresado en el hospital esta misma tarde. Ha sufrido otro ataque al corazón, y se encuentra en la unidad de Cardiología. Quisiera entrar en casa, si no es mucho pedir. He venido a tomar un bocado. Tengo que llamar por teléfono y luego volveré al hospital. Los médicos dicen que tal vez no salga de ésta.
– Lo siento -dije-. No sabía nada.
– No importa. Ya nada importa en el fondo.
La observé con inquietud mientras se alejaba por la hierba; las zapatillas húmedas dejaron huellas incompletas en el suelo de cemento. Parecía vieja y hundida. Sospeché que era de las que seguían hasta la tumba al cónyuge muerto con unos meses de diferencia. Abrió la puerta trasera y entró en la casa. Se encendió la luz de la cocina. En cuanto la perdí de vista, rastreé la hierba y vi que el lugar estaba sembrado de briznas blanquecinas. Me agaché para apartar un montoncito de restos de hierba cortada. Debajo había un fragmento de seta algo menor que la parte cóncava de una cuchara sopera que había segado la máquina corta-césped. Había poquísimas probabilidades de que se tratara de una amanita faloide, pero el método mandaba y envolví el fragmento en un Kleenex que saqué del bolsillo de la cazadora.
Volví al coche presa de una intranquilidad de procedencia desconocida. O mucho me equivocaba o comprendía por fin por qué se había metido Curtis en aquel fregado. Puede que en la cárcel se hubiera enterado de lo que era un testigo de cargo y se hubiera puesto en contacto con Kenneth Voigt después de la absolución de David Barney. Y Ken pudo enterarse por los Weidmann de que Curtis y David habían compartido la misma celda. Tal vez Ken se hubiera puesto en contacto con Curtis para sugerirle lo de la declaración apañada. Curtis no parecía tan inteligente como para haber concebido él solo todo el plan.