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Me acerqué al mostrador e identifiqué a Laura Barney por el marbete de la pechera, que decía «L. Barney, enfermera». Vestía un uniforme blanco compuesto de chaqueta, pantalón y zapatillas blancas. Le eché cuarenta y tantos años. Había llegado a esa edad en que aún puede hacerse alarde de la misma lozanía que cuando se tiene diez años menos; sólo hay que ponerse más maquillaje, aunque el efecto comienza a desvanecerse al cabo de un par de horas. A las cinco de la tarde, la base y la capa de polvos le transparentaban ya la piel, enrojecida a causa del humo del tabaco. Parecía la típica mujer que no ha tenido más remedio que ponerse a trabajar, pero que preferiría vivir del cuento.

Estaba dándole instrucciones a una nueva empleada, seguramente la misma joven con quien había hablado yo por teléfono. Contaba dinero como si fuera la cajera de un banco, pasando los billetes a velocidad casi superior a la del ojo y poniéndolos con el anverso hacia arriba. Si encontraba alguno de valor diferente, lo ponía en el lugar que le correspondía.

– Hay que poner todos los billetes del mismo modo y ordenarlos de menor valor a mayor. De un dólar, de cinco, de diez, de veinte -decía-. Así no devolverás nunca un billete de diez dólares cuando quieres devolverlo de uno… -Los sacudió como un mago que fuera a hacer un truco con una baraja. Casi esperaba que dijera: «Coge un billete cualquiera». Por el contrario, dijo-: ¿Lo has comprendido?

– Sí, señora. -A la joven, de unos diecinueve años, le sobraban algunos kilos, tenía el pelo negro y rizado, las mejillas coloradas, y en sus ojos negros parecían despuntar sendas lágrimas contenidas.

L. Barney, enfermera, volvió a abrir la caja registradora, sacó un fajo de billetes sin ordenar y se lo tendió a la otra en silencio. La joven lo cogió y, cohibida por sentirse observada, comenzó a clasificarlos, enderezando con tanta torpeza como experiencia había habido en los gestos de Laura Barney. Había varios billetes de valor heterogéneo, apoyó el fajo en el pecho para ponerlos en su sitio y se le cayeron dos de cinco dólares. Murmuró una disculpa y se agachó con rapidez, para recogerlos. Laura Barney la observaba con una sonrisa, y en sus ojos casi se reflejó el impulso de quitarle el dinero de un manotazo para clasificarlo ella misma. Debía de quemarle por dentro el deseo de enseñarle de manera práctica la facilidad con que una cajera experimentada ejecutaba una operación tan elemental. La concentración con que observaba a la joven no hacía más que aumentar la torpeza de ésta.

Se conducía de un modo brusco y práctico. Había cogido un bolígrafo y tamborileaba con él con impaciencia. No era de las que perdían el tiempo comprendiendo las circunstancias ajenas. O vales o no vales. Tanto trabajas, tanto te pago. Su sonrisa era agradable, pero crispada, y seguramente la esbozaba sólo durante los escasos segundos necesarios para dar constancia del hielo que había debajo de ella. Si después se formulaba una queja ante el director de la clínica había que andarse con ojo, porque éste insistiría en que se le describieran con pelos y señales los defectos concretos que motivaban la queja. Ya había tratado con personas así. Aquella mujer era forma sin contenido, una exigente en cuanto a los detalles, una defensora sin contemplaciones de las normas y los reglamentos. Era la típica enfermera que, a la hora de poner una antitetánica, decía al paciente que iba a ser como la picadura de una abeja cuando en realidad salía un bulto más gordo que el pomo de una puerta.

Alzó la vista para mirarme y volvió a esbozar la sonrisa crispada.

– ¿Sí?

– Soy Kinsey Millhone -dije. Casi esperé que me alargara un formulario para rellenarlo con mi historial médico.

– Un momento, por favor -dijo. Se condujo como si le hubiese exigido el cumplimiento inmediato de una petición fuera de lugar. Terminó de hablar con la administrativa y llamó a dos pacientes a la vez-. ¿La señora González? ¿La señora Russo?

Dos mujeres se levantaron, una con un crío en pañales, la otra con un niño algo mayor encajado en la cadera. Además tenían varios hijos en edad preescolar. Laura Barney abrió la portezuela de madera que separaba la sala de espera del pasillo que conducía a los consultorios. La cruzaron las dos mujeres y el ejército de niños; la sala de espera quedó vacía. Barney seguía sujetando la portezuela.

– Venga usted también.

– Claro.

Cogió dos formularios que parecían cartas de restaurante y nos condujo hacia el fondo mientras daba instrucciones rápidas en español. Introdujo a las dos señoras en dos consultorios distintos y siguió andando por el pasillo, despertando gemidos en el metacrilato con las suelas de goma. Me llevó a la clásica oficina de tres metros por tres, con una sola ventana, escritorio de madera arañada, dos sillas y un interfono, el lugar ideal para recibir malas noticias sobre los análisis que acaban de hacerse. Sacó del bolsillo del uniforme un paquete de cigarrillos extralargos y una caja de cerillas y encendió uno. Lanzó una mirada furtiva al reloj mientras fingía que se ajustaba la correa.

– Viene usted a preguntarme por David. ¿Qué quiere saber exactamente?

– Entiendo que no se lleva usted bien con él.

– Me llevo muy bien con él. Sólo le veo de uvas a peras.

– Usted declaró en el juicio por homicidio, ¿verdad?

– Estoy acostumbrada a poner de manifiesto que es un hijo de puta sin escrúpulos. ¿No ha leído las actas?

– Todavía estoy acumulando datos. Se me contrató el domingo por la noche. Me queda bastante terreno por cubrir. Me sería muy útil que me expusiera algunos hechos desde su punto de vista personal.

– Los hechos. Bueno, veamos. Conocí a David en una fiesta… sí, este mes ha hecho nueve años. ¿No le parece conmovedor? Me enamoré de él y nos casamos seis semanas más tarde. Unos dos años después, le ofrecieron un puesto en el despacho de Peter Weidmann. Nos alegramos mucho, es natural.

– ¿Cómo surgió la oferta? -dije, interrumpiéndola.

– Por mediación de un amigo de un amigo. Vivíamos en Los Angeles y nos apetecía cambiar de aires. David se enteró de que Peter tenía un puesto vacante y lo solicitó. Llevábamos dos meses en Santa Teresa cuando se incorporó Isabelle. David ni siquiera simpatizaba con ella. A mí me parecía muy brillante y dotada. Fui yo quien insistió en que nos viéramos más. A fin de cuentas, era la niña de los ojos de Peter, que era su protector, evidentemente. A David no le habría beneficiado competir con ella, dado que a Isabelle la dejaban trabajar en los mejores proyectos. Animé a David a que se acercase más allá, tanto social como profesionalmente, y en cierto modo fui yo quien trazó la estrategia de sus relaciones.

– ¿Cómo se enteró usted de que se entendían?

– Simone me lo dio a entender. Ahora ya no recuerdo cómo ocurrió, pero de pronto lo vi todo claro. David se había mostrado distante. Todo el mundo sabía que Isabelle y Kenneth tenían problemas. Bueno, tardé un tiempo en atar cabos. El cónyuge engañado es el último en enterarse, claro. Le pedí explicaciones como una idiota. Ojalá hubiera tenido la boca cerrada.

– ¿Por qué?

– Porque precipité su decisión. Su relación con Isabelle no fue duradera. Si yo hubiera tenido un poco más de entereza para pasar por alto lo que sucedía, el asunto se habría acabado por sí solo.

– ¿Cree usted que la mató David?

– Tuvo que ser alguien que la conocía muy bien. -El interfono se puso a zumbar de repente. Laura pulsó un botón-. Sí, doctor.

La voz del «doctor» sonó como si el aludido hablase desde una cabina pública:

– Hay que hacerle una pélvica a la señora Russo. ¿Puede usted venir?

– Sí, señor -dijo Laura; y a mí a continuación-: Tengo que ir. Si quiere hacerme más preguntas, tendremos que aplazarlo.

Me abrió la puerta y salí al pasillo.

La perdí de vista al cabo de unos segundos y me dirigí a la salida. Una vez en el coche, me entretuve un minuto para rescatar el billetero de las profundidades del bolso. Saqué los billetes y los ordené de manera que el anverso de todos apuntara hacia el mismo sitio, los de un dólar en primer lugar y uno de veinte cerrando la retaguardia.

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