Apenas miró el documento.
– Sí, está bien. Oye, tienes buena letra.
– Era la más estudiosa de la clase -dije-. ¿Te importaría firmarlo?
– ¿Para qué?
– Para que tu declaración conste legalmente por escrito. Si por casualidad olvidaras algún detalle, podremos refrescarte la memoria en el juzgado.
Firmó con un garabato y me devolvió la declaración.
– Pregúntame más cosas -dijo-. Responderé a todo lo que quieras.
– Eres muy amable y te lo agradezco mucho. Si se me ocurren más preguntas, volveré a ponerme en contacto contigo.
Al salir me quedé en el aparcamiento contemplando el ir y venir de los coches patrulla. Era demasiado bueno para ser verdad. Con aquella declaración, Curtis McIntyre cavaba la tumba de David Barney, pero yo no acababa de creérmelo. Barney se negaba a hacer declaraciones en la actualidad, casi cinco años después del suceso, dos años después de la absolución. Por lo que había dicho Lonnie, conseguir que el tipo hablara, incluso a favor suyo, era más difícil que extraerle la muela del juicio. ¿Por qué iba ese hombre, así por las buenas, a abrirle su corazón a un retrasado mental como Curtis? En fin, nunca es sencillo explicar las contradicciones de la naturaleza humana. Puse en marcha el motor y arranqué.
Según los informes, Simone Orr, la hermana de Isabelle Barney, vivía aún en la finca que tenían los Barney en Horton Ravine, uno de los dos barrios preferidos por los ricos de Santa Teresa. Los folletos de propaganda de la Cámara de Comercio dicen que Horton Ravine es una «joya centelleante en un vergel», lo que da una idea del estilo hinchado e hiperbólico de estas publicaciones. Los Montes de Santa Inés dominan el horizonte septentrional. Al sur se extiende el océano Pacífico. Las vistas se califican siempre de «espectaculares», «fabulosas», «extraordinarias».
En los anuncios de fincas que describen la zona abundan términos como «tranquilidad» y «sosiego». A cada sustantivo se le añade automáticamente un adjetivo para darle sustancia y el matiz indicado. Las parcelas «lujuriantes y geométricamente perfectas» son grandes, de dos hectáreas por término medio y con corral para los caballos. Las «espaciosas y elegantes» mansiones están alejadas de las avenidas, que serpentean por lomas y colinas «tachonadas» de laureles, sicómoros, robles virginianos y cipreses. Mucho «tachonado» y «rodeado de».
Estas cosas y otras parecidas canturreaba para mí mientras recorría el largo sendero sinuoso que conducía a la recoleta y majestuosa entrada de aquella villa clásica de estilo mediterráneo, desde la que se disfrutaba de un arrebatador panorama de los sosegados montes y el océano proceloso. Me adentré en el patio de losas y estacioné el Escarabajo de segunda mano entre un Lincoln y un BMW. Bajé, accedí a un jardín amurallado y crucé el hermoso pórtico. Toda la propiedad, con sus dos hectáreas de superficie, estaba tachonada de árboles de hoja perenne, helechos lujuriantes y palmeras de importación. Y dos jardineros, cada uno en un extremo, estiraban una manguera de cuatrocientos metros.
Había llamado a Simone para anunciarle mi llegada y ella me había dado instrucciones precisas para localizar el chalecito donde vivía y que estaba en la terraza inferior, rodeado de cespederas lujuriantes y construcciones secundarias como la sala de billares y el cobertizo de las herramientas. Rodeé el ala oriental de la mansión, que según me habían dicho la diseñó un conocidísimo arquitecto de Santa Teresa cuyo nombre yo no había oído en mi vida. Crucé una terraza, decorada con azulejos españoles, donde había una piscina de fondo negro, con cascada sobre roca volcánica, termas y minipiscina infantil, todo ello cercado por setos perfectamente cincelados de lantana y tejo. Bajé por unas escaleras y recorrí el sendero de losas que conducía a un chalet de madera pegado a la falda de la colina.
Era una construcción pequeña, de tablas y listones, con tejado a dos aguas de mucha pendiente y flanqueada por tres terrazas de madera. El exterior estaba pintado de azul, salvo unas cenefas blancas. La parte superior de todo el perímetro de la casa consistía en una yuxtaposición de ventanas enmarcadas en madera. La puerta era de dos secciones y la superior se encontraba abierta. El mes de diciembre suele ser en Santa Teresa lo que es la primavera en otros puntos del país: tiempo fresco, algo de lluvia y brillante cielo azul.
Me detuve, fascinada por el espectáculo. Tengo una debilidad especial por las casas pequeñas y recogidas, supongo que por un evidentísimo deseo de volver al seno materno. Al morir mis padres, nada más irme a vivir con mi tía soltera, me hice una casa para mí sola con una caja grande de cartón. Acababa de cumplir cinco años y aún me acuerdo de la devoción con que amueblé aquel refugio de paredes estriadas. El suelo estaba alfombrado de cojines; tenía una manta y una lámpara de porcelana azul con una bombilla de sesenta vatios que caldeaba el interior hasta convertirlo en una pesadilla tropical. Me tumbaba allí dentro y leía tebeos hasta que me cansaba. Mi favorito trataba de una chica que se encontraba con un gnomo llamado Twig que vivía en una lata de tomate boca abajo. Fantasías dentro de otras fantasías. No recuerdo haber llorado. Durante cuatro meses no hice más que canturrear y devorar los volúmenes de mi biblioteca de tebeos privada, un circuito cerrado para mantener a raya el dolor. Me gustaba comer bocadillos de queso con pepinillos en salmuera como los que hacía mi madre. Me los preparaba yo, porque era la única que conocía la receta. A veces sustituía el queso por mantequilla de cacahuete y no notaba la diferencia. Mi tía se dedicaba a lo suyo y no interfería en la evolución de mis emociones. Mis padres murieron justo en el Memorial Day. Empecé a ir a la escuela en otoño de aquel año…
– ¿Es usted Kinsey?
Me volví para mirar a la mujer como si despertara de un sueño.
– Sí. Y usted es Simone, ¿verdad?
– En efecto. Mucho gusto en conocerla. -Empuñaba unas tijeras de jardinería y una cesta de mimbre llena de flores recién cortadas que dejó en el suelo. Sonrió con parquedad cuando alargó la mano para estrechar la mía. Calculé que rondaría los cuarenta. Era un poquitín más baja que yo, fornida y ancha de espaldas, detalles que trataba de disimular con la indumentaria. Tenía el pelo rubio rojizo, algo más oscuro a la altura de las raíces; se había hecho la permanente y los rizos le llegaban hasta los hombros. Tenía la cara cuadrada, la boca ancha, los ojos de un azul impersonal, las pestañas ennegrecidas con rímel y las cejas finas y rojizas. Llevaba un conjunto con estampados geométricos negros y blancos: una cazadora de seda encima de un blusón negro y una falda larga cuyo dobladillo rozaba la caña de las botas negras de ante. Tenía los dedos gruesos y rastros de laca en las uñas. No llevaba joyas y apenas una capa de maquillaje. Al cabo de un rato me di cuenta de que se apoyaba en un bastón. La observé mientras se lo pasaba de la mano izquierda a la derecha. Cambió de postura y se apoyó en él al inclinarse para coger la cesta que había dejado en el suelo.
– Quiero ponerlas en agua. Vamos dentro. -Abrió la parte inferior de la puerta y la seguí.
– Siento molestarla otra vez con la misma historia -dije-. Sé que ya habló con Morley Shine hace unos meses. Supongo que se habrá enterado de su fallecimiento.
– He visto la necrológica en el periódico esta misma mañana. Lo primero que hice fue llamar a Lonnie y me dijo que ya me llamaría usted. -Se dirigió a la pequeña cocina embaldosada y se acercó a un saliente que servía de banco de carpintero y de barra de bar, y que tenía debajo dos taburetes de madera. Enganchó el bastón en el borde del saliente, cogió una jarra de vidrio, la puso bajo el grifo y la llenó de agua. Juntó las flores con elegancia, las introdujo en la jarra, puso ésta en el alféizar y se secó las manos con un paño-. Siéntese -dijo. Sacó un taburete y se encaramó en él mientras yo hacía lo propio.