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La puerta de las oficinas carecía de rótulo. David llamó con los nudillos por si Yvonne, la secretaria que al mismo tiempo era la amiguita de Robert, se hallaba en los despachos de atrás. No se trataba de una gran organización. Robert, Yvonne y él mismo eran los únicos empleados. Durante bastantes años solo habían estado Robert y su novia.

Se oyó el fuerte chasquido de la cerradura, y la pechugona Yvonne abrió la puerta. Con su almibarado acento sureño invitó coquetamente a David a que entrara. Su vocabulario estaba lleno de «cielo» y «cariño», pero David no se dejaba engañar.

A pesar de su rubia cabellera y sus aires de putilla, con tacones de aguja y minifaldas, él sabía que Ivonne se entrenaba regularmente con Robert y que era experta en taekwondo. David sentía lástima de los infelices que tras unas copas pudieran pensar en aprovecharse de aquella coqueta conducta.

La oficina era sencilla: había dos escritorios, uno delante del otro, y otro más en el despacho de Robert; dos ordenadores, un par de mesas pequeñas, unas sillas, unos cuantos archivadores y dos sofás. Todo de alquiler.

– El jefe feo y malo está en su despacho, cariño -susurró Ivonne-. Ahora no vayas a entrar ahí y ponerlo de malhumor, ¿vale?

David no tenía la menor intención de molestar a Robert. Tan pronto como este lo había llamado, había sabido que algo ocurría. David había llegado de la costa Oeste la noche antes y se suponía que iba a poder disfrutar de un poco de tiempo libre.

– Siéntate -ordenó Robert cuando David entró.

Se hallaba sentado tras su escritorio con las piernas cruzadas, los pies en lo alto de la mesa y las manos detrás de la cabeza. Su americana de Brioni estaba doblada sobre el respaldo del sofá.

– ¿Quieres café, cielo? -preguntó Yvonne. Sobre la mesa del vestíbulo había una máquina de café exprés.

David sonrió, le dio las gracias y declinó el ofrecimiento. Luego, miró a Robert, que tenía los labios fruncidos en expresión de enfado.

– Hace un rato he recibido malas noticias -dijo-. Según parece, nuestra pequeña húngara de la Gran Manzana no puede tener el dedo quieto.

– ¿Otro tiroteo?

– Eso me temo -dijo Robert-. Esta vez ha sido uno de los médicos de Administración. ¡Esa mujer es una amenaza! Es buena en su trabajo, pero acabará poniendo en peligro toda la maldita operación.

– ¿Está seguro de que fue ella quien lo hizo?

– ¿Cien por cien seguro?, no. ¿Noventa y nueve por ciento?, sí. Los tiroteos la siguen allá donde va como las moscas a la mierda. Está claro que esto no puede continuar, así que me temo que vas a tener que interrumpir tus pequeñas vacaciones. Ivonne te ha hecho una reserva en un vuelo que sale a las diez y media.

– Eso no me da mucho margen. ¿Y el arma?

– Yvonne también se ha ocupado de eso. Solo tendrás que dar un pequeño rodeo camino de la ciudad.

– No sé si recuerdo su dirección.

– Yvonne se ha hecho cargo. No te preocupes, hemos pensado en todo.

David se puso en pie.

– No te importa, ¿verdad? -le preguntó Roger.

– No. No me preocupa. Sabía que, tarde o temprano, iba a suceder.

– Sí. Supongo que yo también.

Más allá de la sucia ventana del despacho de Laurie, el día gris se había convertido en una noche gris mientras ella seguía estudiando los historiales con la esperanza de hallar la más pequeña brizna de crucial información. Tal como había ocurrido durante sus anteriores lecturas, no había visto nada. Tenía sus post-it que le recordaban que debía mostrar el ECG a un cardiólogo y que alguno de los investigadores le aclarase el significado de la prueba MFUPN. Aparte de eso, no sabía qué más hacer.

También había repasado la lista de sospechosos de Roger y los había ordenado según su potencial relevancia. Seguía pensando que Najah era el sospechoso más misterioso y probable, pero los otros siete individuos que trabajaban en el turno de noche en los distintos departamentos del General y que habían llegado del St. Francis en el momento crítico resultaban igualmente interesantes, especialmente porque todos ellos tenían fácil acceso a las plantas de los pacientes. La siguiente lista recogía los ocho médicos cuyos privilegios de acceso habían sido revocados durante el período de seis meses precedentes. A Laurie le habría gustado saber qué habían hecho para merecer una sanción disciplinaria.

Mientras estudiaba las listas de Roger y repasaba por última vez los historiales, Laurie había pensado en llamar a Jack. Aunque entendía que su reacción frente a él resultaba comprensible dadas las circunstancias, también la lamentaba. Se había precipitado y pecado de áspera, y como mínimo tendría que haberle dado la oportunidad de explicarse por mucho que sospechara que no iba a decir lo que ella deseaba oír. Sin embargo, lo que ella le había dicho no dejaba de ser igualmente cierto: estaba cansada de las indecisiones de Jack, y esa era la razón de que hubiera vuelto a su apartamento. Al final, había optado por no llamarlo porque habría sido como añadir sal a la herida. Esperaría al día siguiente y lo llamaría por la mañana, suponiendo que él no lo hiciera durante la noche.

Ordenó los historiales en dos montones. Al lado dejó la libreta con sus anotaciones sobre el parecido entre unos casos y otros y dejó el CD con los archivos digitales encima. Miró el reloj. Eran las siete menos cuarto, una hora más que adecuada para regresar a casa. Se prepararía una cena ligera y se acostaría. Si podría conciliar el sueño o no, sería harina de otro costal. No había querido volver antes a casa por miedo a deprimirse, de modo que había creído mejor mantenerse ocupada toda la tarde para evitar pensar en la muerte de Roger, en la desagradable actitud de Jack y en los problemas que la acosaban.

Apartándose de la mesa, se dispuso a levantarse cuando su mirada se posó en el CD. De repente, se le ocurrió una idea: comprobar si había alguna diferencia entre el archivo digital y la copia de historial sacada del banco de datos, especialmente en lo referente al análisis de sangre. Quizá pudiera encontrar el resultado y de ese modo averiguar qué era esa prueba.

Se acercó de nuevo al escritorio, cargó el ordenador, insertó el CD y recorrió sus páginas hasta que se encontró por azar con los resultados de laboratorio de Stephen Lewis. El tipo impreso era muy pequeño, y tuvo que recorrer la columna con el dedo en el lado izquierdo de la página. Cerca del final, halló el MFUPN y vio el resultado: «Positivo de MEF2A».

Laurie se rascó la cabeza mientras lo contemplaba. No había más explicaciones, y MEF2A no le decía más que MFUPN. Era como buscar la definición de una palabra desconocida y hallar un sinónimo igualmente indescifrable. Cogió otro post-it y anotó el resultado con signos de interrogación. Para juntarlo con los demás, que ya tenía enganchados en la pared de detrás, empujó la silla de ruedas y se medio incorporó extendiendo el brazo.

Un ahogado grito de dolor le brotó de los labios, y, en lugar de pegar el post-it, tuvo que apoyarse con ambas manos en la mesa para no caer. Un fuerte y repentino calambre le había atravesado la parte baja del abdomen, y durante unos segundos mantuvo la postura mientras contenía la respiración. Por suerte, el dolor empezó a remitir, y Laurie pudo dejarse caer lentamente en su asiento, aunque se mantuvo quieta para no agravar lo que estuviera ocurriendo en su interior.

Tras efectuar la autopsia al cuerpo del detenido le había quedado una sensación de molestia en la zona que había ido remitiendo hasta cierto punto pero que no había desaparecido del todo. Hasta que había intentado pegar el post-it con los demás, había sido más una leve presión que un dolor.

Cuando por fin el dolor remitió lo bastante para permitirle respirar con normalidad, Laurie se colocó mejor en la silla sentándose más erguida. Por suerte, lo que había quedado reducido a una clara molestia permanecía en un nivel tolerable. El sudor le perlaba la frente, y se lo enjugó con el dorso de la mano. Sabía que estaba angustiada, pero le sorprendía estarlo hasta el punto de sudar de aquella manera. Se preguntó si tendría fiebre, pero le pareció poco probable. Rápidamente, se palpó el abdomen con un solo dedo. A diferencia de ocasiones anteriores, notó una zona claramente sensible que le dio mala espina. Tal como había apreciado antes, se hallaba en el mismo sitio donde se manifestaba el dolor en caso de apendicitis.

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