– Esa es mi opinión precisamente, aunque supongo que por motivos diferentes -dijo Charles-. De todas maneras, estaremos agradecidos de cualquier ayuda que pueda usted brindarnos en esta desgraciada circunstancia. Buena suerte con sus investigaciones.
– Gracias -contestó Lou.
Charles Kelly dio media vuelta y se alejó.
– ¡Menudo capullo! -comentó Jack.
– Apuesto a que estuvo en Harvard -dijo Lou no sin envidia.
– Vamos, acabemos con esto -apremió Laurie-, que yo tengo que volver al trabajo.
El detective abrió la puerta, y los tres entraron en el despacho.
Mientras Laurie dudaba de si cruzar el umbral, Lou y Jack fueron directamente al escritorio de Roger. Los ojos de Laurie recorrieron la estancia lentamente. Hallarse en el espacio de su amigo le hizo comprender la enormidad de la pérdida. Hacía cinco semanas que lo había conocido, y en lo más profundo de su interior sabía que no había llegado a conocerlo de verdad; aun así, le había gustado y hasta era posible que lo hubiera amado. Intuitivamente estaba convencida de que era una buena persona y era consciente de que se había mostrado generoso cuando ella lo necesitaba. Es más, creía que en ciertos aspectos, se había aprovechado de él, lo cual le provocó una punzada de culpa.
– Laurie, ven -llamó Lou.
Se disponía a acudir, pero se detuvo cuando el móvil sonó en su bolsillo. Era una de las telefonistas del departamento con un mensaje de que había llegado un caso de un sujeto detenido por la policía. Ella le aseguró que estaría de vuelta en una hora y le pidió que avisara a Marvin para que fuera haciendo los preparativos. La muerte de cualquier individuo custodiado por la policía tenía siempre repercusiones políticas. Sin duda iba a tener que hacerle la autopsia ese mismo día sin poder aplazarla al lunes.
– Parece que aquí hay mucho material -dijo Lou cuando Laurie se les unió-. Puede que estas hojas sean las más importantes porque incluso tienen asteriscos al lado de los nombres. -Entregó las hojas a Jack, que les echó un vistazo antes de pasárselas a Laurie. Se trataba de los credenciales de los doctores José Cabero y Motilal Najah.
Laurie los leyó atentamente.
– La época del traslado de Najah y el hecho de que pidiera expresamente el turno de noche lo convierten como mínimo en sospechoso.
– Me pregunto por qué el documento de su arresto no figura aquí -se preguntó Lou-. Se trata de algo importante para alguien que maneja sustancias controladas. Me refiero a que debería figurar en su solicitud al Departamento de Lucha Contra la Droga.
Laurie se encogió de hombros.
– Aquí hay otra lista en la que Rousseau puso asteriscos -dijo Lou-. Es de gente que pasó del St. Francis al Manhattan General entre mediados del mes de noviembre y mediados de enero.
Jack la examinó y se la entregó a Laurie. Ella leyó los siete nombres y tomó nota de los departamentos en los que trabajaban.
– Todos esos individuos pueden tener acceso a los pacientes, especialmente durante el turno de noche.
El detective asintió.
– Nos han hecho todo el trabajo. Es casi demasiado. Aquí hay una lista de ocho médicos que han sido despedidos de este hospital durante los últimos seis meses. Supongo que cualquiera de ellos podría ser un chiflado con ansias de vengarse de AmeriCare.
– Eso me resulta familiar -comentó Jack-. Quizá te gustaría añadir mi nombre a esa lista.
– Voy a tener que organizar todo un equipo para que empiece a trabajar en esto -dijo Lou-. Si Najah no es nuestro hombre, tendremos que interrogarlos a todos. A ver… Me pregunto qué será esto. -El detective señalaba un CD que estaba encima de las listas.
– Comprobémoslo -propuso Laurie, que cogió el disco, lo cargó en el ordenador de Roger y después tecleó rápidamente la contraseña. Jack hizo un gesto y Laurie se fijó en su reacción, pero prefirió pasarla por alto.
El contenido del disco resultó ser un archivo digital de los historiales clínicos de la serie de casos de Laurie, incluyendo los del St. Francis. Supuso que Roger había conseguido los datos de ese hospital cuando había ido a buscar los expedientes de los empleados. Explicó a Lou de qué se trataba y le preguntó si podía llevarse el disco porque podía serle de ayuda cuando revisara los que ya tenía.
El detective lo meditó un segundo.
– ¿Puedes hacer una copia?
Laurie localizó el grabador del ordenador e hizo una para ella.
– La verdad es que no me importaría tampoco tener copias del material impreso -dijo después de pensarlo-. Más tarde tendré tiempo de repasarlo y quizá se me ocurra alguna idea útil. Estoy segura de que debe de haber una fotocopiadora en alguna parte.
– Me parece bien -repuso Lou-. Con tanto material, necesitaremos toda la ayuda posible.
La fotocopiadora estaba fuera del despacho, y Laurie hizo copias de todas las listas de Roger. Cuando hubo acabado, dijo a Jack y a Lou que tenía que volver al trabajo.
– ¿Quieres que vuelva contigo? -preguntó Jack-. Si te apetece marcharte a casa, yo puedo quedarme de guardia en tu lugar.
– Estoy bien -le aseguró ella-. Prefiero mantenerme ocupada que quedarme en casa de brazos cruzados. Me parece bien si quieres venir, pero es cosa tuya.
Jack miró al detective.
– ¿Qué plan tienes?
– Tengo que interrogar al tipo que encontró el cuerpo. Luego quiero ver al tal Najah y comprobar si hemos tenido suerte con la localización de su arma. Puede que, con recordarle que existe la ciencia de la balística, sea suficiente para que cante de plano. Eso no estaría mal.
– ¿Te importa si me quedo contigo un rato? Me gustaría conocer al tal Najah.
– Como gustes.
Jack se volvió hacia Laurie.
– Iré dentro de un rato. Si quieres, te ayudaré con la autopsia del tipo ese custodiado por la policía.
– Eso no será problema -contestó Laurie-. Te veré cuando vuelvas, pero gracias por haberte encargado del caso que ya sabes. Lo digo en serio.
Laurie dio un abrazo a los dos, pero prolongó un poco más el de Jack, e incluso le dio un apretón en el brazo antes de marcharse.
Antes de abandonar la zona administrativa del hospital, Laurie pasó por los aseos de señoras. Dejó el CD y las fotocopias encima del lavabo y entró en un excusado. Mientras se aliviaba, meditó sobre la inoportuna desaparición de Roger y el trágico destino que habían sufrido los dos adolescentes, cuya travesura les había costado la vida. Ambos sucesos le recordaron que los seres humanos, como el resto de las criaturas de este mundo, grandes o pequeñas, se sostenían precariamente al borde del abismo.
Ocupada en aquellos pensamientos, dobló un trozo de papel higiénico para limpiarse, pero cuando se disponía a tirarlo al retrete notó algo extraño: tenía una pequeña mancha de sangre. ¡Estaba perdiendo!
Instintivamente, Laurie se encogió ante lo que aquello significaba. No se trataba más que una diminuta cantidad de sangre; pero, por lo que alcanzaba a recordar, no era buena señal estando embarazada, especialmente de tan pocas semanas. Sin embargo, dado que hacía tiempo que había olvidado lo que había aprendido de obstetricia durante la carrera, no quería precipitarse en sus conclusiones.
¿Por qué estas cosas siempre tienen que ocurrir los fines de semana?, se lamentó para sus adentros. Le habría gustado preguntar a Laura Riley qué significaba, pero era reacia a molestarla un sábado. Cogió otro trozo de papel higiénico y volvió a limpiarse. La sangre no reapareció, lo cual fue un alivio; no obstante, si sumaba a la sangre las molestias abdominales, el panorama resultaba como mínimo poco alentador.
Mientras se lavaba las manos, Laurie se contempló en el espejo. Las últimas noches sin apenas dormir le estaban pasando factura: aunque no estaban a la altura de las de Janice, bajo los cansados ojos tenía unas profundas ojeras, y su rostro aparecía demudado. Además, la invadía el presentimiento de que aún le quedaban más pruebas a las que enfrentarse, de modo que rogó para que, si eso sucedía, tuviera las suficientes reservas emocionales para hacerles frente.