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Mientras el camarero iba a buscarle la cerveza, los dos charlaron de las ocasiones en que habían estado en aquel restaurante, y Laurie mencionó el día en que había llevado a Paul Sutherland para un encuentro sorpresa con él y Lou, en la época en que había pensado casarse con él.

– Bueno, no puedo decir que aquella fuera mi cena más agradable en este establecimiento -reconoció Jack.

– Y tampoco la mía -convino Laurie-. La razón por la que me he acordado es que, justo ayer, Lou me lo mencionó y me dijo que tú y él estabais celosos.

– ¿De veras? ¡Qué sabrá Lou!

– Quería decírtelo para que lo supieras. Nunca pensé que fueras celoso.

El camarero volvió con la cerveza de Jack y un cesto con pan.

– ¿Quieren que les diga lo que tenemos como platos del día o prefieren esperar?

– Creo que esperaremos un momento -contestó Laurie.

– Llámenme cuando quieran -dijo el camarero de buen humor. Jack y Laurie lo vieron desaparecer camino de la cocina.

– Siento haberte dado a entender esta mañana que cenar contigo me suponía un sacrificio -dijo Jack cuando volvieron a mirarse-. No pretendía herir tus sentimientos, solo ser gracioso.

– Gracias por tus disculpas. En circunstancias normales no habría reaccionado como lo hice. Me temo que últimamente no veo las cosas con mucho sentido del humor.

– Bueno, no tuve la oportunidad de explicarte que Mulhausen estaba limpio, tal como sospechabas, y no presentaba patología alguna. Hablando de Lou, deberías saber que le dije que tu idea del asesino en serie me parecía cada vez más convincente y que su departamento debería seguirle la pista.

– ¿De verdad? ¿Y qué te contestó?

– Quería saber cuál era la postura oficial de la oficina forense, y se lo dije.

– ¿Y?

– Me comentó que, si la oficina forense y el hospital no están dispuestos a actuar, y que si además el ayuntamiento presiona en ese sentido, se va a encontrar con las manos atadas.

– Pues yo voy a intentar cambiar eso consiguiendo una lista de posibles sospechosos.

– ¿De sospechosos de verdad? ¡Uau! Eso sin duda cambiaría el panorama. Tiene gracia que me lo digas, porque se me han ocurrido algunas ideas.

– Seguro que son interesantes.

– Aunque esa serie de muertes parecen contraproducentes para los intereses de una compañía sanitaria, hay algunos aspectos que podrían vincularlos con el fenómeno de la sanidad concertada.

– Te escucho.

– La sanidad concertada tiene que ser agresiva y a menudo se hace con el control de instituciones y especialistas de forma hostil. Tu asesino en serie podría ser alguien disgustado con AmeriCare, igual que yo. Debo reconocer que se me ocurrieron ciertos pensamientos homicidas cuando AmeriCare se hizo con mi consulta. De no ser por ellos, seguiría siendo un tradicional oftalmólogo del Medio Oeste, vestido con su traje de cuadros y luchando por llevar a mis hijas a la universidad.

– Poco importa la cantidad de veces que me hayas contado la historia de tu vida anterior. No consigo hacerme a la idea. Estoy segura de que no te reconocería.

– Yo tampoco me reconocería.

– Pero tu observación es buena. Un médico con privilegios de acceso en el Manhattan General y en el St. Francis es uno de los perfiles sospechosos en los que he pensado. ¿Cuál es tu otra idea?

– ¡Competencia entre empresas de sanidad! Se trata de un negocio a muerte. Ya sabes que las dos principales compañías, National Health y AmeriCare, ya se han enfrentado en el pasado, y que sus enfrentamientos han sacado a la luz sorprendentes maquinaciones. Sé que National Health ha cedido Nueva York a su competidora, pero podría haber cambiado de opinión. Provocar el descrédito de AmeriCare, que es lo que se puede conseguir tarde o temprano con tu serie de asesinatos, representaría sin duda una gran victoria para National Health. Según mi razonamiento, puede estar implicado cualquier individuo o grupo deseoso de ver cómo se hunden las acciones de AmeriCare porque, una vez corra la noticia de asesino múltiple, los inversores abandonarán el barco en masa.

– ¡Bien visto! -admitió Laurie-. La verdad es que no se me había ocurrido ninguna de esas posibilidades. Gracias.

– No me las des.

Jack bebió un largo trago de cerveza directamente de la botella mientras Laurie tomaba un sorbo de agua. El restaurante se estaba despertando de su letargo. Habían llegado más comensales, y en la barra se había reunido una multitud que elevaba el nivel de ruido con sus charlas y risas.

Percatándose de la pausa de Laurie y Jack en su conversación, el camarero se acercó para preguntar si querían pedir. Después de intercambiar una mirada para ver si al otro le parecía bien, Jack y Laurie asintieron; eso dio pie a una notable actuación por parte del camarero, que se lanzó a una interminable recitación con todo lujo de detalles de los platos del día. A pesar de lo tentador de la lista, Laurie se conformó con una ensalada, y Jack pidió calamares, ambos del menú normal.

Cuando el camarero se hubo marchado, Jack miró a Laurie a los ojos. Ella tenía la vista en el plato y los cubiertos, que colocaba y recolocaba cuando ya estaban perfectamente colocados. Jack se dio cuenta de que se sentía tensa. Pasaron unos minutos. Lo que había parecido una simple pausa en la conversación, le pareció que se convertía en un incómodo silencio. Se movió en el duro asiento y, tras lanzar una rápida ojeada para asegurarse de que nadie les prestaba atención, rompió el silencio.

– ¿Cuándo te gustaría hablar de ese «algo» tan importante que nos afecta a ti y a mí? ¿Es un asunto para los entrantes, el plato principal o para el postre?

Laurie alzó la mirada. Jack intentó leer en sus ojos, verde-azulados, pero no supo averiguar si estaba triste o angustiada. Sus especulaciones acerca de lo que ocurría iban desde que Laurie quería arreglar las cosas entre los dos, tal como Lou había dicho, hasta que iba a anunciarle su compromiso con su amiguito de apellido francés. El hecho de que ella mantuviera el misterio estaba empezando a ponerlo nervioso.

– Si no es mucho pedir te agradecería que evitaras los comentarios sarcásticos. Estoy segura de que salta a la vista que estoy pasando un mal momento, de modo que podrías mostrar un poco de respeto.

Jack respiró hondo. Que le ordenaran abandonar su arma de defensa psicológica más poderosa justo en la situación en que más creía necesitarla no era cosa fácil.

– Lo intentaré -convino-. Pero se me han agotado las ideas intentando adivinar de qué va todo esto.

– Primero, deja que te diga que ayer me comunicaron que soy portadora del marcador del gen BRCA-1.

Jack contempló a su antigua amante mientras una miríada de pensamientos se agolpaba en su cerebro. Junto a sentimientos de preocupación y simpatía figuraba uno menos noble: el alivio. Egoístamente sabía que era más capaz de enfrentarse al problema del BRCA-1 que a la idea de que Laurie fuera a casarse.

– ¿No vas a decir nada? -preguntó ella al cabo de un rato.

– ¡Lo siento! La noticia me ha pillado desprevenido. No sabes cuánto lamento que tengas el gen; pero, viéndolo por el lado positivo, sigo creyendo que es mejor que lo sepas.

– En estos instantes no estoy tan convencida.

– Yo sí. No tengo la menor duda. Por el momento, simplemente significa que tendrás que hacerte más controles, por ejemplo mamografías todos los años. Recuerda que, aunque el marcador dice que tienes más riesgo de desarrollar cáncer antes de los ochenta años, tu madre, cuya mutación sin duda compartes, no lo ha desarrollado hasta poco antes de esa edad.

– Eso es cierto -repuso Laurie reconociendo que Jack tenía razón. Su rostro se había iluminado-. Mi abuela materna, que también tuvo un cáncer de pecho, no lo desarrolló hasta los ochenta; y ninguna de mis tías lo ha tenido, al menos por el momento.

– Bien, ahí lo tienes -dijo Jack-. Me parece que está bastante claro que la mutación de la que tu familia es portadora determina un desarrollo octogenario de la enfermedad.

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