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– Soy yo -contestó Laurie.

– Me llamo Anne Dixon. Soy asistente social en el Manhattan General y me gustaría concertar una cita con usted.

– ¿Una cita? ¿Puede decirme de qué se trata?

– De su caso, naturalmente -repuso Anne, confundida.

– ¿Mi caso? No sé si la entiendo.

– Trabajo en el laboratorio de genética y tengo entendido que estuvo usted aquí hará cosa de un mes para unos análisis. La llamo para concertar una fecha de entrevista.

Una complicada maraña de pensamientos cruzó por la cabeza de Laurie. Las pruebas para el marcador BRCA-1 eran otro ejemplo de su tendencia a apartar de su mente los asuntos que la incomodaban. Se había olvidado por completo del análisis de sangre. La llamada de aquella desconocida, como caída del cielo, le recordó aquel preocupante asunto igual que una avalancha.

– Hola… ¿Sigue usted ahí? -preguntó la dubitativa voz de Anne Dixon.

– Aquí sigo -dijo Laurie mientras intentaba poner en orden sus pensamientos-. Supongo que su llamada significa que he dado positivo.

– Lo que significa es que me gustaría verla personalmente -contestó Anne evasivamente-. Se trata del procedimiento normal con todos los casos. Su expediente lleva más de una semana sobre mi mesa, pero lo tenía traspapelado. Ha sido totalmente culpa mía; pero por eso me gustaría verla lo antes posible.

Laurie sintió una ola de impaciente irritación. Respiró hondo y recordó que aquella asistente social solo estaba intentando hacer su trabajo. A pesar de todo, Laurie habría preferido que le comunicara directamente el resultado en lugar de tener que soportar todo aquel interminable protocolo.

– Tengo una cancelación para hoy a la una en punto -prosiguió Anne-. Confiaba en que le fuera bien. De no ser así, tendría que dejarlo para la semana que viene.

Laurie cerró los ojos y volvió a respirar hondo. No podía permitirse seguir en el limbo una semana más. A pesar de que creía que la llamada significaba que la prueba había salido positiva, deseaba estar segura del todo. Miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. No había nada que le impidiera pasar por el Manhattan General. Incluso era posible que pudiera almorzar con Roger o Sue.

– A la una me va bien -contestó con resignación.

– Estupendo -dijo Anne-. Mi despacho se encuentra en el mismo departamento donde se hizo los análisis de sangre.

Laurie colgó. Cerró los ojos de nuevo, se inclinó sobre el escritorio y se pasó los dedos por el pelo, masajeándose el cuero cabelludo. Todas las desagradables consecuencias de ser portadora del gen BRCA-1 desfilaron por su mente con una oleada de tristeza. Lo que más la angustiaba era tener que admitir que iba a tener que tomar lo que ella denominaba «la decisión final», una decisión que eliminaba opciones como la de tener hijos.

– Hola, hola -dijo una voz.

Laurie alzó la vista y se vio mirando el sonriente rostro del teniente detective Lou Soldano que, con su planchada y limpia camisa y su corbata nueva, tenía especialmente buen aspecto.

– ¿Qué tal, Laur? -dijo alegremente. «Laur» era el apodo que le había puesto Joey, el hijo de Lou, durante el breve tiempo que ella y el detective habían salido juntos. En aquella época, Joey tenía cinco años. En esos momentos, diecisiete.

Ella y Lou no habían sufrido un desengaño, sino que más bien habían llegado los dos a la conclusión de que una relación romántica entre ambos no era lo apropiado. A pesar de que sentían gran respeto y admiración mutua, la vertiente pasional no había funcionado; pero, en lugar de un romance, con los años había florecido una estrecha amistad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lou cuando vio que a Laurie, en lugar de decir algo, se le llenaban los ojos de lágrimas y que se llevaba una mano a la frente para masajearse las sienes con el índice y el pulgar.

El detective cerró la puerta y cogió la silla de Riva para sentarse mientras apoyaba una mano en el hombro de Laurie.

– ¡Eh! ¡Vamos! Dime qué te pasa.

Ella se apartó la mano de la frente. Seguía teniendo los ojos brillantes, pero no había llegado a derramar lágrima alguna. Resopló y sonrió débilmente.

– Lo siento -consiguió articular.

– ¿Lo sientes? ¿Qué me estás contando? No hay nada por lo que disculparse. Cuéntame lo que está pasando. No, espera… Creo que ya lo sé.

– ¿Lo sabes? -preguntó Laurie abriendo un cajón y sacando un pañuelo de papel para enjugarse los ojos. Una vez controlado el lagrimeo, volvió a mirar al detective-. ¿Qué te hace pensar que sabes lo que me preocupa?

– Hace años que te conozco, a ti y también a Jack. Y sé que habéis cortado. Me refiero a que no es ningún secreto.

Laurie empezó a protestar, pero Lou le quitó la mano del hombro y le hizo un gesto para acallarla.

– Ya sé que no es asunto que me incumba, pero os tengo un aprecio especial. Ya sé que has estado saliendo con ese otro médico, pero creo que tú y Jack deberíais arreglar las cosas porque estáis hechos el uno para el otro.

Laurie tuvo que sonreír a pesar de sí misma y miró a Lou con ojos cariñosos. Ese hombre era un encanto. Cuando ella había empezado su relación con Jack había temido que Lou se pusiera celoso porque los tres se habían hecho buenos amigos. Sin embargo, el detective se mostró entusiasta desde el primer momento. Había llegado el momento de que fuera Laurie la que le pusiera la mano en el hombro.

– Te lo agradezco -dijo sinceramente. No tenía inconveniente en que Lou pensara que aquella pequeña escena se debía a su relación con Jack. Lo último que deseaba era tener que hablar con él del BRCA-1.

– Me consta que a Jack le está volviendo loco que tú estés saliendo con otro.

– ¿De verdad? -preguntó Laurie-. Pues ¿sabes una cosa?

Eso me sorprende, porque no creía que a Jack le importara lo más mínimo.

– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Lou con expresión de completa incredulidad-. ¿Te has olvidado de cuál fue su reacción cuando estuviste a punto de comprometerte con aquel traficante de armas, Sutherland? Se quedó hecho polvo.

– Creía que eso fue porque vosotros dos pensabais que Paul no era el hombre adecuado, lo cual era cierto. No pensé que por parte de Jack se tratara de celos.

– Toma nota de mis palabras: fueron celos. Más claro, el agua.

– Bueno, veremos qué se puede hacer. Si él me lo permitiera, me gustaría hablar con Jack.

– ¿Permitírtelo? -preguntó Lou con la misma incredulidad-. Le pegaré un buen tirón de orejas si no te lo permite.

– No creo que sirviera de mucho -repuso Laurie con otra sonrisa. Se sonó la nariz con el pañuelo de papel que tenía en la mano-. En fin, dime a qué se debe tu visita. Con lo ocupado que estás, no creo que hayas venido solamente a hacer de abogado de Jack.

– Puedes estar segura -contestó Lou enderezándose en su asiento-. Tengo un problema y necesito que me ayudes.

– Soy todo oídos.

– La razón de que esté tan contento es porque he tenido que salir para Jersey con Michael O'Rourke, mi capitán. Por desgracia, la hermana de su mujer fue asesinada esta mañana en la ciudad y hemos ido a comunicárselo al marido. No hará falta que te explique que estoy sometido a una intensa presión para que encuentre un sospechoso. El cuerpo ya está abajo, en la nevera. Lo que esperaba era que tú o Jack os ocuparais del caso. Necesito un respiro. Vosotros dos siempre habéis sabido dar con lo inesperado.

– ¡Caramba! Lo siento, Lou. Ahora mismo no puedo hacerme cargo; pero, si el asunto puede esperar hasta la tarde, estoy segura de que podré ayudarte.

– ¿A qué hora?

– No lo sé. Tengo una cita en el Manhattan General.

– ¿De verdad? -preguntó Lou con una medio sonrisa-. Allí es donde mataron a la cuñada del capitán, justo en el aparcamiento.

– ¡Qué horror! ¿Formaba parte del personal del hospital?

– Sí, desde hace años. Era enfermera jefe de un turno de noche. La asaltaron cuando se disponía a regresar a su casa en coche.

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