Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Pasa, cariño -dijo Dorothy haciéndole un gesto con la mano libre-. Coge una silla. Sheldon me ha dicho que te ha llamado. Yo no quería molestarte hasta que estuviera de vuelta en casa. Todo esto no es más que una tontería. No vale la pena preocuparse.

Laurie miró a su padre, que estaba leyendo el Wall Street Journal en una silla, al lado de la ventana. Él levantó la mirada, sonrió levemente saludándola con la mano y prosiguió con la lectura.

Acercándose a un lado de la cama, Laurie cogió la mano de su madre y se la estrechó. Sus huesos le parecieron frágiles, y la piel, fría.

– ¿Cómo estás, madre?

– Me encuentro bien. Dame un beso y siéntate.

Laurie le acarició la mejilla; luego, cogió una silla del rincón que empujó hasta el lado de la cama y tomó asiento. Con la cama elevada, tenía que alzar la vista para mirar a su madre.

– ¡No sabes lo que lamento que te haya pasado esto!

– No es nada. El médico acaba de pasar y ha dicho que todo está bien, que es más de lo que yo puedo decir de tu pelo.

Laurie tuvo que contener una sonrisa. La estratagema de su madre resultaba evidente. Siempre que no quería hablar de sí misma, pasaba a la ofensiva. Laurie utilizó ambas manos para apartarse de la cara el coloreado cabello castaño que llevaba cortado a la altura de los hombros; aunque habitualmente se lo recogía con un pasador, aquel día se lo había soltado para cepillárselo tras la sesión dentro del traje lunar y no se lo había vuelto a recoger. Por desgracia, desde que era adolescente, su pelo era uno de los objetivos favoritos de su madre.

Tras el comentario sobre el cabello y una breve pausa durante la que Laurie intentó preguntar sobre la intervención quirúrgica, Dorothy escogió un nuevo objetivo y le dijo a Laurie que su atuendo resultaba demasiado femenino para trabajar en un depósito de cadáveres. Laurie tuvo que hacer un esfuerzo para no responder a aquella nueva crítica. Para ella era importante aquel atuendo; formaba parte de su identidad y no veía que fuera un problema en su lugar de trabajo. También sabía que parte de los comentarios de su madre obedecían a su disconformidad con la profesión que ella había escogido. A pesar de que sus padres se habían ablandado hasta cierto punto y habían reconocido a regañadientes los méritos de la ciencia forense, su decepción había resultado evidente desde el momento en que ella les anunció su decisión. En cierta ocasión, su madre había llegado a decirle que, cuando sus amigas le preguntaban a qué especialidad médica se dedicaba su hija, ella contestaba que no lo sabía.

– ¿Cómo está Jack? -preguntó Dorothy.

– Está bien -contestó Laurie, que no deseaba ahondar más en el tema.

Dorothy prosiguió explicando algunos acontecimientos sociales a los que confiaba que Laurie y Jack podrían asistir.

Laurie la escuchó a medias mientras observaba a su padre, que había acabado de leer el Wall Street Journal y tenía una gran pila de diarios y revistas. Sheldon se levantó y se estiró. A pesar de que ya había cumplido los ochenta, con su metro ochenta de aristocrático aspecto seguía siendo una figura imponente. Sus plateados cabellos conocían bien su sitio. Como de costumbre, vestía un inmaculado traje con corbata y pañuelo a juego. Caminó hasta situarse frente a Laurie al otro lado de la cama y esperó a que Dorothy hiciera una pausa.

– Laurie, ¿te importa si salimos un momento al pasillo?

– En absoluto -contestó ella. Se levantó y le dio un apretón en la mano a su madre a través de los barrotes-. Vuelvo enseguida.

– Está bien, pero no os preocupéis por mí -regañó Dorothy a su marido.

Sheldon no contestó y se limitó a señalar a Laurie la puerta.

Al salir al pasillo, Laurie tuvo que apartarse para dejar pasar una camilla que conducía a un paciente de vuelta a su habitación tras ser intervenido. Su padre salió tras ella. Dado que era casi treinta centímetros más alto, Laurie se veía obligada a alzar la mirada. Sheldon tenía la piel bronceada debido al viaje al Caribe que habían hecho en enero y, teniendo en cuenta su edad, desprovista casi de arrugas. Laurie no abrigaba malos sentimientos hacia su padre, ya que hacía mucho que había superado el disgusto y la frustración por su distante actitud. El madurar le había hecho comprender que la culpa no era de ella, sino de él; pero, al mismo tiempo, no sentía ningún cariño hacia él: era como si Sheldon fuera el padre de otra persona, no el de ella.

– Gracias por haber venido tan deprisa -le dijo Sheldon.

– No tienes que darme las gracias. Estaba claro que lo iba a hacer.

– Temía que te molestaras al recibir la noticia como caída del cielo. Quiero que sepas que fue tu madre la que insistió para que no te dijera nada.

– Lo deduje por lo que me dijiste por teléfono -repuso Laurie, que se sintió tentada de decirle lo ridículo que resultaba ocultarle esa información. Sin embargo, se contuvo. No habría servido de nada: ni su padre ni su madre iban a cambiar.

– Ni siquiera quería que te llamara esta tarde porque prefería esperar a estar de vuelta en casa, mañana o pasado. Al final tuve que insistir. He respetado sus deseos hasta el día de hoy, pero no me sentía cómodo aplazándolo más.

– ¿Aplazando qué? ¿De qué estás hablando? -Laurie no podía evitar fijarse en que su madre no dejaba de mirar hacia el final del pasillo, como si alguien los estuviera escuchando.

– Lamento tener que decirte esto, pero tu madre tiene un marcador para la mutación específica del gen BRCA-1.

Laurie notó que el rostro se le encendía. Aunque creía que la gente solía palidecer ante las malas noticias, a ella le ocurría lo contrario. Como médico que era, estaba al corriente de lo que significaba el gen BRCA-1, que en los años noventa se había asociado con el cáncer de mama. Trabajos posteriores habían determinado que el gen normal desempeñaba algún papel como supresor de tumores, pero que, cuando se presentaba en forma de mutación, actuaba en sentido contrario. Y lo que resultaba más preocupante: Laurie sabía que dichas mutaciones se heredaban de manera dominante en un alto porcentaje, ¡lo cual significaba que probablemente tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de ser portadora del mismo genotipo!

– Por razones obvias, es importante que tengas esta información -prosiguió Sheldon-. Si hubiera sabido que un retraso de tres semanas podía tener alguna importancia para ti te lo habría dicho de inmediato. Ahora que lo sabes, mi opinión profesional es que debes hacértelo mirar. La presencia de una mutación así aumenta las probabilidades de que desarrolles un cáncer de mama antes de los ochenta años. -Sheldon hizo una nueva pausa y volvió a observar el pasillo. Parecía verdaderamente incómodo por tener que desvelar un secreto familiar en público.

Laurie se acarició la mejilla con el dorso de la mano. Tal como temía, notó la piel caliente al tacto. Se sintió incómoda ante su padre que, como de costumbre, no demostraba ningún tipo de emoción.

– Desde luego, se trata de una decisión que has de tomar tú -continuó Sheldon-. Pero debo recordarte que, si te sale positivo, se pueden tomar medidas para disminuir hasta en un noventa por ciento la probabilidad de que desarrolles un tumor, como por ejemplo una mastectomía profiláctica bilateral. Por suerte, las implicaciones de una mutación de BRCA-1 no son las mismas que en el caso del gen de la enfermedad de Huntington o de cualquier otra enfermedad incurable.

A pesar de su evidente incomodidad, Laurie clavó la mirada en los oscuros ojos de su padre, e incluso se vio meneando la cabeza de modo imperceptible. A pesar de que la relación entre ellos no fuera fácil, especialmente tras la muerte de Shelly; a pesar de que él no se comportaba como si fuera su padre, Laurie no podía creer que le estuviera diciendo aquello sin el más mínimo rastro de calor humano. En el pasado, había atribuido su distanciamiento a un mecanismo defensivo que lo protegía de la presión que suponía tener entre las manos los corazones palpitantes de sus pacientes, y por lo tanto sus vidas, día tras día. Habiendo hecho los cursos de cirugía durante el primer año de carrera, conocía bastante bien el tipo de estrés que eso suponía. También era consciente de que los pacientes de su padre habían apreciado dicho distanciamiento, que interpretaban como una manifestación de autoconfianza más que como el defecto de una personalidad narcisista. Pero ella lo odiaba.

16
{"b":"115529","o":1}