– Vaya, es una historia conmovedora -comentó Maureen en voz baja. A continuación dejó escapar un suspiro y recogió las muestras-. Veré lo que podemos hacer. Te prometo que les echaremos un vistazo.
Laurie le dio las gracias y salió a toda prisa de Histología. Miró la hora. Pasaban de las once, y deseaba llamar al doctor McGillin antes del mediodía. Yendo por la escalera, bajó una planta y entró en el laboratorio de Toxicología. Allí, el ambiente era distinto de Histología. En lugar de voces parloteando, se escuchaba un continuo zumbido de avanzados equipos, en su mayoría automáticos. Tardó unos instantes en localizar a alguien. Para alivio suyo, vio al doctor Peter Letterman, el ayudante del director John de Vries. De haber estado este último en el laboratorio, Laurie se habría marchado. Ella y John habían empezado con muy mal pie el día en que Laurie necesitó desesperadamente unos resultados más rápidos para un caso de sobredosis de cocaína y presionó a De Vries. Había ocurrido trece años atrás, cuando ella empezaba, pero el director se había aferrado a su animosidad igual que un sabueso a un hueso, y Laurie había renunciado a seguir disculpándose.
– Mi forense favorita -dijo Peter alegremente nada más verla. Era un hombre delgado y rubio, con unas facciones andróginas y prácticamente lampiño. Llevaba el largo cabello recogido en una coleta y, aunque se acercaba a los cuarenta años, podía pasar casi por un adolescente. En contraste con De Vries, él y Laurie se llevaban estupendamente-. ¿Tienes algo para mí?
– Desde luego que sí -contestó Laurie entregándole la bolsa mientras miraba en derredor.
– El Führer está abajo, en el laboratorio general, así que puedes relajarte.
– Es mi día de suerte -repuso Laurie.
Peter miró los recipientes de muestras.
– ¿Cuál es la pista? ¿Qué tengo que buscar y por qué?
Laurie le explicó una versión abreviada de la misma historia que había contado a Maureen. Al final, añadió:
– Realmente no espero que encuentres nada, pero he de ser exhaustiva en mi informe, especialmente si el microscopio no revela nada.
– Veré qué puedo hacer -repuso Peter.
– Te lo agradezco -contestó Laurie.
Tras volver a subir el tramo de escalera, Laurie fue por el pasillo hasta su despacho. Pasó ante el despacho de Jack, que tenía la puerta entreabierta; pero ni él ni su ayudante, Chet McGovern, se encontraban dentro. Laurie dio por hecho que estarían todavía en el foso. Nada más entrar en su oficina vio la maleta que se había llevado de casa de Jack. Aunque no se había olvidado de su discusión de aquella mañana, encontrarse con la maleta, se la recordó con incómoda claridad. Tampoco la ayudaba el que se sintiera deprimida por no haber encontrado una prueba clara en la autopsia de Sean McGillin. Cuanto más lo pensaba, más raro le parecía. ¿Cómo podía un joven de veinte años, a todas luces sano, morir sin que la causa saliera tras una combinación de historia clínica y autopsia? En algunos aspectos, aquel caso ponía a prueba su fe en la patología forense.
– Será mejor que me lleguen esos análisis microscópicos -exclamó en voz alta mientras se sentaba a su escritorio. Se sentía decidida, pero no sabía cómo reaccionaría ante la amenaza de que los resultados de los análisis no fueran los que esperaba. Se inclinó hacia delante y añadió los expedientes de los casos de aquella mañana al voluminoso montón de cuestiones pendientes. Entre sus tareas figuraba la de cotejar todos los materiales de la autopsia, desde los informes de los investigadores forenses, pasando por el trabajo de los laboratorios hasta cualquier material que sirviera para establecer la causa y forma de la muerte. El significado de «causa» era obvio, y el de «forma» se refería a si la muerte había sido natural, accidental, suicidio u homicidio; cada una con sus respectivas ramificaciones legales. A veces tardaba semanas en reunir todo el material necesario; y, cuando lo conseguía, a ella le tocaba decidir la causa y la forma basándose en las pruebas, lo cual significaba que tenía que estar segura al menos en un cincuenta y cinco por ciento. Naturalmente, en una amplia mayoría de los casos se acercaba a una certeza del cien por cien.
Sacó la hoja de papel con el número de teléfono del doctor McGillin y la extendió en el papel secante que tenía ante ella. A pesar de que era reacia a llamarlo, sabía que estaba obligada por la promesa hecha. El problema residía en que no era buena a la hora de tratar estos asuntos. Sabía que el pobre hombre iba a quedar decepcionado por el hecho de que, en esos momentos, seguía sin haber una causa para el inexplicable fallecimiento de su hijo.
Apoyando los codos en la mesa se masajeó las sienes sin dejar de mirar el número de Westchester. Intentó pensar en cómo decirlo para que el golpe fuera menor. Por un momento consideró la posibilidad de pasarle el caso al Departamento de Relaciones Públicas, que era lo que se suponía que debía hacer; pero lo descartó rápidamente puesto que había sido ella quien se había ofrecido a llamar. Mientras su mente se esforzaba por hallar las palabras adecuadas se sorprendió acordándose del nombre de pila de la víctima -Sean-, que era el mismo de un antiguo novio de la universidad.
Sean McKenzie había sido un alegre estudiante de la Wesleyan University muy atractivo para el lado más rebelde de Laurie. Aunque Sean no era precisamente un cabeza loca, se había pasado ligeramente de la raya con su motocicleta, sus locuras artísticas y desordenado comportamiento, al que había que añadir un moderado consumo de drogas. En aquella época había atraído a Laurie y desesperado a sus padres, pero eso formaba parte del atractivo. Sin embargo, lo tormentoso de la relación la había hecho conflictiva y malsana desde el principio. Por último, Laurie puso fin a ella antes de incorporarse al Departamento de Medicina Legal. En esos momentos, con la crisis de su relación con Jack, pensó fugazmente en llamar a Sean, de quien sabía que vivía en la ciudad y se había convertido en un artista de cierto éxito; pero descartó rápidamente la idea. De ningún modo quería reabrir semejante caja de Pandora.
– Un penique por tus pensamientos -dijo una voz.
Laurie levantó bruscamente la cabeza. La atlética silueta de metro ochenta de Jack ocupaba todo el vano de la puerta. Con su gastada camisa de cuadros, corbata de punto y desteñidos vaqueros era la viva imagen de despreocupada informalidad.
– Está bien -añadió-, subámoslo a veinticinco. La inflación ha aumentado considerablemente desde que aprendí esa frase, y sé lo valiosos que son tus pensamientos. -Una irreverente sonrisa le marcaba hoyuelos en las mejillas, y sus labios dibujaban una delgada línea.
Laurie contempló a su amigo de los últimos diez años y amante desde los pasados cuatro. Su irrespetuosa alegría y sarcasmo podían resultar insoportables en ocasiones, y esa era una de ellas.
– ¿O sea que ahora te dignas hablar conmigo? -respondió en tono igualmente afectado.
La sonrisa de Jack vaciló.
– Pues claro que hablo contigo. ¿Qué clase de pregunta es esa?
– Salvo por ese breve jueguecito profesional cuando entré en la sala de autopsias, has estado pasando de mí toda la mañana.
– ¿Pasando de ti? -preguntó Jack frunciendo el entrecejo-. Creo que debería recordarte que llegamos al trabajo por separado, lo cual fue decisión más tuya que mía; que llegamos a horas distintas y que, desde entonces, hemos estado trabajando cada uno en sus casos.
– Trabajamos todos los días, y todos los días nos comunicamos continuamente, en especial si estamos en la misma habitación. Incluso fui hasta tu mesa cuando estabas en tu segundo caso y te hice una pregunta directa.
– Pues no te vi ni te oí. Palabra de honor. -Jack se llevó la mano al pecho y volvió a sonreír.
Laurie arqueó las cejas en señal de sorpresa. Luego, se encogió de hombros. Se estaba mostrando provocativa al sugerir que no lo creía, pero no le importaba.