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Cuando el grupo llegó al mostrador de quirófanos, algunas enfermeras protestaron ante el hecho de que alguien entrara en aquella zona estéril vistiendo ropa de calle; pero su indignación duró poco cuando vieron que les llegaba un paciente con heridas mortales de bala.

– ¡Están preparando el quirófano ocho para una operación de corazón abierto! -gritó una de las enfermeras.

El grupo se dirigió a toda prisa hacia el quirófano ocho y depositaron al herido directamente en la mesa de operaciones. Los cirujanos no perdieron el tiempo y cortaron las ropas del individuo. Entonces llegó un anestesista y anunció que el paciente no tenía pulso y que no respiraba; a continuación, lo entubó rápidamente y le aplicó respiración asistida con oxígeno a cien por cien. Otro anestesista le colocó una vía intravenosa de gran diámetro y empezó a inyectarle fluidos tan rápidamente como pudo; también solicitó un análisis de sangre para determinar el tipo.

Jack y Lou se retiraron cuando los cirujanos se hicieron cargo. Uno de ellos pidió un bisturí, y enseguida le pusieron uno en la mano. Sin vacilar y sin haberse puesto los guantes siquiera, el médico abrió el pecho del hombre con una decidida incisión; luego, separó las costillas con las manos y se encontró con una importante hemorragia. En ese instante, Lou decidió que prefería esperar en la sala de descanso.

– ¡Succión! -gritó el cirujano.

Jack intentó ver lo posible desde su lugar en la cabecera de la mesa. Era un espectáculo como no había presenciado nunca. Ninguno de los médicos llevaba mascarilla, guantes o bata, y estaban empapados de sangre hasta los codos. Todo había sido tan rápido que ninguno había tenido la oportunidad de seguir el habitual protocolo preoperatorio. Jack escuchó atentamente la conversación, que no hizo más que confirmar lo que ya sabía: que los cirujanos eran una especie aparte: a pesar de la naturaleza escasamente ortodoxa de lo que estaban haciendo, de lo macabro de la misma, se lo estaban pasado en grande. Era como si aquel episodio no hiciera más que confirmar sus eminentes poderes curativos.

Enseguida quedó claro que el hombre había sufrido una herida mortal y que habría fallecido de no haberse hallado en un hospital. Dos de las balas le habían atravesado los pulmones. Para un cirujano, aquello era un problema de lo más simple. El desafío lo planteaba el tercer proyectil que, entre otras cosas, había atravesado grandes arterias.

Rápidamente, estas fueron interrumpidas; y el herido, conectado a la máquina de derivación cardiopulmonar. Llegados a ese punto, algunos cirujanos salieron para ocuparse de sus propios casos mientras que dos de los especialistas de tórax hacían una pausa para limpiarse y colocarse el equipo adecuado. Jack se acercó al anestesista para preguntarle su opinión sobre las posibilidades que tenía el herido de sobrevivir, pero la enfermera jefe le dio un golpecito en el hombro.

– Lo siento, pero vamos a restablecer la zona estéril. Tendrá que salir y vestirse adecuadamente si desea observar -le dijo entregándole unas fundas para los zapatos.

– De acuerdo -se avino Jack, sorprendido de que no lo hubieran echado antes.

Mientras caminaba por el largo pasillo de Quirófanos, los sucesos de la noche empezaron a pasarle factura. Estaba tan cansado que notaba las piernas y los pies como si fueran de plomo; y al pasar ante el mostrador de enfermeras se estremeció presa de un malestar parecido a una náusea. Encontró a Lou sentado en la abarrotada sala de descanso, hablando por el móvil. Delante del policía, en la mesa de centro, había una cartera y un permiso de conducir.

Jack se dejó caer pesadamente en el sillón, frente a Lou, que le indicó el permiso con el dedo mientras seguía hablando. Jack tendió la mano y lo cogió. El nombre que aparecía en el documento era David Rosenkrantz. Sosteniéndolo cerca, estudió la foto. Con su cuello de toro y su amplia sonrisa, el sujeto tenía aspecto de jugador de fútbol. Era un tipo bien parecido.

Tras cerrar la tapa del móvil, Lou miró a su amigo y apoyó los codos en las rodillas.

– Por el momento no me interesa una explicación detallada de lo sucedido -dijo en tono fatigado-, pero me gustaría saber el porqué. Lo último que me prometiste antes de colgar fue que te ibas a quedar montando guardia en la Unidad de Cuidados Coronarios.

– Y esa era mi intención -reconoció Jack-, pero entonces me di cuenta de que estaba cambiando el turno del personal y me preocupó que esa tal Rakoczi pudiera esfumarse. Solo pretendía asegurarme de que no se marcharía hasta que tú llegases.

Lou se frotó la cara enérgicamente con ambas manos y gruñó. Cuando retiró las manos, tenía los ojos enrojecidos. Tenía casi tan mal aspecto como Jack.

– ¡Aficionados! ¡Odio a los aficionados! -comentó expresando una opinión conocida por todos.

– Nunca pensé que esa mujer llevaría una pistola -comentó Jack.

– ¿Y qué hay de los dos tiroteos que han tenido lugar recientemente por aquí? ¿A tu cerebro de mosquito no se le ocurrió pensar en ellos?

– No -reconoció Jack-. Lo que realmente me preocupaba era que no volviéramos a ver a esa enfermera. Te prometo que mi intención era pedirle que esperara un momento. No tenía intención de acusarla de nada.

– Mala decisión -objetó el detective-. Así es como la gente como tú consigue hacerse matar.

Jack hizo un gesto de impotencia. Visto retrospectivamente, sabía que Lou estaba en lo cierto.

– ¿Has echado un vistazo al permiso de conducir del tipo al que has pegado tres tiros?

Jack asintió. Lo cierto era que no le gustaba pensar que había tiroteado a alguien.

– Bueno, ¿y quién es ese tal David Rosenkrantz?

Jack negó con la cabeza.

– No tengo ni la más remota idea. Nunca lo había visto ni había oído hablar de él.

– ¿Y vivirá?

– Tampoco lo sé. Justo iba a preguntárselo al anestesista cuando me echaron del quirófano. Creo que, por la forma en que se expresaban, los cirujanos se muestran bastante optimistas. Si consigue salir de esta, habrá demostrado que, si te van a pegar un tiro, es mejor que te lo peguen en un hospital como Dios manda.

– ¡Qué gracioso! -repuso Lou sin sonreír-. Hablando de otra cosa: ¿cuál es la situación de Laurie?

– Buena, muy buena. O al menos lo era cuando me marché. ¿Por qué no vamos y lo comprobamos? La verdad es que no tenía pensado alejarme tanto tiempo. Está cerca, al final del pasillo.

– Por mí, perfecto -contestó el detective poniéndose en pie.

Cuando llegaron, la enfermera jefe de la UCC salió y les dijo que Laurie evolucionaba perfectamente, que estaba durmiendo y que su médico había pasado a verla. También les comentó que tenían previsto trasladarla al University Hospital, donde su padre tenía contactos.

– Me parece bien -dijo Jack mirando a Lou.

– Y a mí también -contestó este.

Tras pasar por la UCC, Lou quiso que Jack lo acompañara a Urgencias. Para que constara en los informes, deseaba que identificara que la mujer fallecida era la misma enfermera que había visto en la habitación de Laurie. Después le explicó que, mientras Jack estaba en el quirófano, había llamado a la policía para que precintaran el Hummer como escena del crimen y había ordenado que llevaran el cuerpo de la mujer asesinada al hospital. Le interesaba especialmente que los del Departamento de Balística comprobaran la Glock.

Mientras caminaban de vuelta a los ascensores, Lou carraspeó.

– Ya sé que estás agotado, y con motivo; pero me temo que necesito saber lo que ocurrió desde el momento en que llegaste al aparcamiento.

– Localicé a esa enfermera justo cuando se disponía a subir a su coche -contestó Jack-. Ya había abierto la puerta, de modo que la llamé y corrí hasta ella. Claro está, no se mostró especialmente dispuesta a colaborar, lo cual es un bonito eufemismo. Cuando la agarré del brazo para impedir que subiera al todoterreno, me arreó una patada en las pelotas.

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