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CAPÍTULO DOCE – LA MEDICINA DE LA MENTE

Lo Primero que percibió Nadia al volver en sí fue el olor rancio de la pesada piel de yak que la envolvía. Entreabrió los ojos y nada pudo ver. Quiso moverse, pero estaba inmovilizada; trató de hablar, pero no le salió la voz. De súbito la asaltó un dolor insoportable en un hombro y en pocos segundos se extendió al resto de su cuerpo. Se sumió de nuevo en la oscuridad, con la sensación de que caía en un vacío infinito, donde se perdía por completo. En ese estado flotaba tranquila, pero apenas tenía un asomo de conciencia sentía el dolor traspasándola como flechas. Incluso desmayada, gemía.

Por fin empezó a despertar, pero su cerebro parecía envuelto en una materia blancuzca y algodonosa, de la cual no podía desenredarse. Al abrir los ojos vio el rostro de Jaguar inclinado sobre ella y supuso que se había muerto, pero luego sintió su voz llamándola. Consiguió enfocar la vista y, al sentir la quemante punzada en el hombro, se dio cuenta de que aún estaba viva.

– Águila, soy yo… -dijo Alexander, tan asustado y conmovido ante su amiga, que apenas podía contener las lágrimas.

– ¿Dónde estamos? -murmuró ella.

Un rostro color de bronce, de ojos almendrados y expresión serena, surgió ante su vista.

– Tampo kachi, niña valiente -la saludó Tensing. Sostenía una escudilla de madera en la mano y le indicaba que debía beber.

Nadia tragó con dificultad un líquido tibio y amargo, que le cayó como una pedrada en el estómago vacío. Sintió náuseas, pero la mano del lama presionó con firmeza su pecho y de inmediato desapareció el malestar. Bebió un poco más y pronto Jaguar y Tensing se borraron, y cayó en un sueño profundo y tranquilo.

Valiéndose de la cuerda y la linterna, Alexander había descendido al barranco en pocos segundos, donde encontró a Nadia hecha un ovillo entre los matorrales, helada e inmóvil, como muerta. El alivio que sintió al comprobar que aún respiraba le arrancó un grito. Cuando intentó moverla vio el brazo colgando y supuso que tendría algún hueso roto, pero no se detuvo a averiguarlo. Lo primordial era sacarla de ese hoyo, pero calculó que no sería fácil subirla desmayada.

Se quitó el arnés y se lo colocó a Nadia; enseguida usó su cinturón para inmovilizarle el brazo contra el pecho.

Dil Bahadur y Tensing izaron a la chica con mucho cuidado, para evitar que se golpeara contra las piedras, y luego lanzaron la cuerda para que Alexander pudiera trepar.

Tensing examinó a Nadia y determinó que antes que nada debían hacerla entrar en calor. Del brazo se ocuparía después. Le dio un poco de licor de arroz, pero estaba inconsciente y no tragaba. Entre los tres la frotaron de arriba abajo durante largos minutos, hasta que consiguieron activar la circulación y, tan pronto le volvieron un poco los colores, la envolvieron en una de las pieles como un paquete, cubriendo incluso la cara.

Con sus largos bastones, la cuerda de Alexander y la otra piel de yak improvisaron una angarilla y así transportaron a la muchacha hasta un pequeño refugio cercano, una de las muchas grietas y cavernas naturales de las montañas. El viaje de vuelta hasta la ermita de Tensing y Dil Bahadur era demasiado complicado y largo cargando a Nadia, por eso el lama decidió que allí estarían a salvo de los bandidos y podrían descansar por el resto de la noche.

Dil Bahadur encontró unas raíces secas, con las cuales improvisó un pequeño fuego que les dio algo de calor y luz. Le quitaron la parka a Nadia con grandes precauciones y Alexander no pudo contener una exclamación de susto cuando vio el brazo de su amiga colgando, hinchado hasta el doble del tamaño normal, con el hueso del hombro fuera de su lugar. Tensing, en cambio, no se inmutó.

El lama abrió su cajita de madera y procedió a colocar las agujas en ciertos puntos de la cabeza de Nadia para suprimirle el dolor. Enseguida extrajo medicinas vegetales de su bolsa y las molió entre dos piedras, mientras Dil Bahadur derretía manteca en su escudilla. El lama mezcló la grasa con los polvos, formando una pasta oscura y fragante. Sus manos expertas colocaron el hueso de Nadia en su sitio y luego cubrieron el área con la pasta, sin que la muchacha hiciera ni el menor movimiento, completamente tranquilizada por las agujas. Tensing explicó telepáticamente y por señas a Alexander que el dolor produce tensión y resistencia, lo cual bloquea la mente y reduce la capacidad natural de curación. Además de anestesiar, la acupuntura activaba el sistema inmunológico del cuerpo. Nadia no sufría, aseguró.

Dil Bahadur desgarró un extremo de su túnica para obtener vendajes, puso a hervir agua con un poco de ceniza de la fogata y en ese líquido remojó las tiras de tela, que el lama utilizó para envolver el hombro herido. Enseguida Tensing inmovilizó el brazo con una bufanda, retiró las agujas de acupuntura y le indicó a Alexander que refrescara la frente de Nadia con escarcha y nieve, que había en las grietas entre las rocas, para bajarle la fiebre.

En las horas siguientes Tensing y Dil Bahadur se concentraron en curar a Nadia con fuerza mental. Era la primera vez que el príncipe realizaba esa proeza con un ser humano. Su maestro lo había entrenado durante años en esa forma de sanar, pero sólo había practicado con animales heridos.

Alexander comprendió que sus nuevos amigos intentaban atraer energía del universo y canalizarla para fortalecer a Nadia. Dil Bahadur le traspasó mentalmente la noción de que su maestro era médico, además de un poderoso tulku, que contaba con la inmensa sabiduría de encarnaciones anteriores. Aunque no estaba seguro de haber comprendido bien los mensajes telepáticos, Alexander tuvo el buen tino de no interrumpirlos ni hacer preguntas. Permaneció junto a Nadia, refrescándola con nieve y dándole a beber agua en los momentos en que despertaba. Mantuvo el fuego encendido hasta que se terminaron las raíces que servían de combustible. Pronto las primeras luces del alba rasgaron el manto de la noche, mientras los monjes, sentados en la posición de loto, con los ojos cerrados y la mano derecha sobre el cuerpo de su amiga, murmuraban mantras.

Tiempo después, cuando Alexander pudo analizar lo que experimentó durante esa extraña noche, la única palabra que se le ocurrió para definir lo que hicieron ese par de misteriosos hombres fue «magia». No tenía otra explicación para la forma en que curaron a Nadia. Supuso que el polvo con el cual habían formado la pasta era un poderoso remedio desconocido en el resto del mundo, pero estaba seguro de que fue sobre todo la fuerza mental de Tensing y Dil Bahadur lo que produjo el milagro.

Durante las horas en que el lama y el príncipe aplicaron sus poderes psíquicos para sanar a Nadia, Alexander pensaba en su madre, allá lejos en California. Imaginaba el cáncer como un terrorista escondido en su organismo, listo para atacarla a placer en cualquier momento. Su familia había celebrado la recuperación de Lisa Cold, pero todos sabían que el peligro no había pasado. La combinación de quimioterapia con el agua de la salud, obtenida en la Ciudad de las Bestias, y las hierbas del brujo Walimai había ganado el primer asalto, pero la pelea no había terminado. Al ver cómo Nadia se reponía a una velocidad pasmosa durante la noche, mientras los monjes oraban en silencio, Alexander se propuso traer a su madre al Reino del Dragón de Oro, o estudiar él mismo ese maravilloso método para curarla.

Al amanecer Nadia despertó sin fiebre, con buenos colores en la cara y con un hambre voraz. Borobá, acurrucado a su lado, fue el primero en saludarla. Tensing preparó tsampa y ella lo devoró como si fuera una delicia, aunque en realidad era una mazamorra grisácea con gusto a avena ahumada. También bebió con ansia la poción medicinal que le dio el lama.

Nadia les contó en inglés su aventura con los guerreros azules, el secuestro de Pema y las otras muchachas, y la ubicación de la cueva. Se dio cuenta de que el hombre y el joven que la habían salvado captaban las imágenes que se formaban en su mente. De vez en cuando Tensing la interrumpía para aclarar algún detalle y, si ella «escuchaba con el corazón», podía entenderle. Quien más problemas tenía para la comunicación era Alexander, a pesar de que los monjes también adivinaban sus pensamientos. Estaba extenuado, se le cerraban los ojos de sueño y no comprendía cómo el lama y el discípulo se mantenían tan alertas, después de haber pasado una parte de la noche ocupados en el rescate de Nadia y el resto en oración.

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