– ¿Cómo piensan escapar desde allí? Ese lugar es inaccesible -preguntó el príncipe, extrañado.
– Volando -dijo el bandido.
– Deben tener un helicóptero -sugirió Alexander, quien captaba a grandes rasgos lo que decían, aunque no comprendía el idioma, porque las imágenes se formaban en su mente telepáticamente.
Así había sido la mayor parte de la comunicación con el lama y el príncipe, hasta que Peina pudo ayudar con los detalles.
– ¿Es Tex Armadillo a quien se refieren? -preguntó Alexander.
No pudo averiguarlo, porque los bandidos sólo lo conocían por «el americano» y Peina no lo había visto.
Tensing sacó al hombre del trance hipnótico y luego anunció que dejarían allí a los bandidos, después de asegurarse de que no podrían soltar sus amarras. No les haría mal pasar una o dos noches a la intemperie, hasta que los encontraran los soldados del rey o, si tenían suerte, sus propios compañeros. Juntando las manos ante la cara e inclinándose levemente, pidió perdón a los maleantes por el tratamiento desconsiderado que les daba. Dil Bahadur hizo otro tanto.
– Oraré para que ustedes sean rescatados antes que lleguen los osos negros, los leopardos de nieve o los tigres -dijo Tensing seriamente.
Alexander quedó bastante intrigado por esas muestras de cortesía. Si la situación se diera al revés y ellos fueran los vencidos, esos hombres los asesinarían sin hacerles tantas reverencias.
– Tal vez debemos ir al monasterio -propuso Dil Bahadur.
– ¿Qué será de ellas? -preguntó Alexander señalando a Perra y las otras muchachas.
– Posiblemente yo pueda conducirlas hasta el valle y avisar a las tropas del rey para que vayan también al monasterio -ofreció Perra.
– No creo que sea posible usar la ruta de los bandidos, porque deben haber otros vigilando en estas montañas. Tendrán que tomar un atajo -replicó Tensing.
– Mi maestro no estará pensando en el acantilado… -murmuró el príncipe.
– Tal vez no sea del todo una mala idea, Dil Bahadur -sonrió el lama.
– ¿Acaso mi honorable maestro bromea? -sugirió el joven.
La respuesta del lama fue una amplia sonrisa, que iluminó su rostro, y un gesto indicando a los jóvenes que lo siguieran. Echaron a andar por el mismo lugar por el que habían llegado para reunirse con Nadia. Tensing iba delante, ayudando a trepar a las muchachas, quienes lo seguían a duras penas, porque iban calzadas con sandalias, vestidas con sarongs y no tenían experiencia en terreno tan abrupto, pero ninguna se quejaba. Estaban muy agradecidas de haber escapado de los hombres azules y ese gigantesco monje les inspiraba una confianza absoluta.
Alexander, quien cerraba la fila detrás del príncipe y Perra, dio una última mirada al patético grupo de bandidos que dejaba atrás. Le parecía increíble haber participado en una pelea con aquellos asesinos profesionales; esas cosas sólo se veían en las películas de acción. Acababa de sobrevivir a algo casi tan violento como lo que vivió en el Amazonas, cuando indios y soldados se enfrentaron en una batalla que dejó varios muertos, o cuando vio un par de cuerpos destrozados por las garras de las Bestias. No pudo disimular una sonrisa: definitivamente, hacer turismo con su abuela Kate no era para enclenques.
Nadia vio llegar a sus amigos en fila india por el desfiladero que conducía a su escondite y salió a recibirlos emocionada, pero se detuvo en seco al ver a uno de los hombres azules en el grupo. Una segunda mirada le reveló que era Dil Bahadur. Habían demorado menos de lo calculado, pero esas pocas horas a Nadia se le habían hecho eternas. Durante ese tiempo llamó a su animal totémico con la esperanza de que pudiera vigilarlos desde el aire, pero el águila blanca no apareció y tuvo que resignarse a esperar con un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que no podía transformarse en el gran pájaro a voluntad, sólo ocurría en momentos de mucho peligro o de extraordinaria expansión mental. Era algo parecido al trance. El águila representaba su espíritu, la esencia de su carácter. Cuando tuvo la primera experiencia con ella en el Amazonas, se sorprendió de que fuera justamente un ave, porque ella sufría de vértigo y la altura la paralizaba de miedo. Nunca había soñado con volar, como los demás chicos que conocía. Si le hubieran preguntado antes cuál podría ser su espíritu totémico, habría contestado que seguramente el delfín, porque se identificaba con ese animal inteligente y juguetón. El águila, que volaba con tanta gracia por encima de las cumbres más altas, la había ayudado mucho a superar su fobia, aunque a veces todavía sentía miedo de la altura. En ese mismo momento, la vista de los abruptos acantilados que se abrían a sus pies la hacía temblar.
– Jaguar! -gritó, corriendo hacia su amigo, sin dar ni una mirada a los demás integrantes del grupo.
El primer impulso de Alexander fue abrazarla, pero se contuvo a tiempo: no quería que los otros pensaran que Nadia era su chica o algo por el estilo.
– ¿Qué pasó? -preguntó ella.
– Nada interesante… -replicó él con un gesto de fingida indiferencia.
– ¿Cómo liberaron a las niñas?
– Muy fácil: desarmamos a los bandidos, les dimos una golpiza, quemamos los escorpiones, ahumamos la cueva, torturamos a uno para obtener información y los dejamos amarrados sin agua y sin comida, para que mueran de a poco.
Nadia se quedó plantada con la boca abierta, hasta que Pema la estrechó en sus brazos. Las dos muchachas se contaron a toda prisa las peripecias que habían sufrido desde que se separaron.
– ¿Sabes algo de ese monje? -susurró Pema al oído de Nadia, señalando a Dil Bahadur.
– Muy poco.
– ¿Cómo se llama?
– Dil Bahadur.
– Eso quiere decir «corazón valiente», un nombre apropiado. Tal vez me case con él -dijo Pema.
– ¡Pero si acabas de conocerlo! ¿Y ya te pidió que te casaras con él? -murmuró Nadia riendo.
– No, en general los monjes no se casan. Pero posiblemente se lo pediré yo, si se presenta la ocasión -replicó Pema con naturalidad.
CAPÍTULO QUINCE – EL ACANTILADO
Tensing Decidió que debían comer algo y descansar antes de planear el descenso de las muchachas al valle. Dil Bahadur comentó que la harina y la manteca que tenían no alcanzaba para todos, pero ofreció sus escasas provisiones a Pema y las niñas, que no habían comido en muchas horas. Tensing le ordenó hacer un fuego para hervir agua para el té y derretir la grasa de yak. Apenas eso estuvo listo, el monje metió las manos entre los pliegues de su túnica, donde habitualmente llevaba su bolsa de mendigo, y empezó a sacar, como un mago, puñados de cereal, ajos, vegetales secos y otros alimentos para preparar la cena ante la sorpresa de los demás.
– Esto es como la multiplicación de los panes y los peces de Jesucristo, que sale en el Nuevo Testamento -comentó Alexander maravillado.
– Mi maestro es muy santo. No es la primera vez que lo veo hacer milagros -dijo el príncipe inclinándose con profundo respeto ante el lama.
– Tal vez tu maestro no es tan santo como rápido de manos, Dil Bahadur. En la cueva de los bandidos sobraban provisiones, que no debían perderse -replicó el lama inclinándose también.
– ¡Mi maestro las robó! -exclamó el discípulo, incrédulo.
– Digamos que tal vez tu maestro las tomó prestadas… -dijo Tensing.
Los jóvenes intercambiaron una mirada de perplejidad y enseguida se echaron a reír. Esa explosión de alegría fue como abrir una válvula por donde escapó la tremenda ansiedad y el miedo en que habían vivido durante días. La risa se fue contagiando y pronto estaban todos en el suelo sacudidos por incontenibles carcajadas, mientras el lama revolvía la olla con tsampa y servía amablemente el té sin alterar para nada la serenidad de su rostro.
Por fin los jóvenes se calmaron un poco, pero apenas el maestro les sirvió la austera cena, se doblaron de risa de nuevo.