– Tal vez cuando recuperen la cordura, quieran escuchar mi plan… -sugirió Tensing, sin perder la paciencia.
El plan les cortó la risa en seco. Lo que sugería el lama era nada menos que bajar a las chicas por el acantilado. Se asomaron al borde y retrocedieron sin aliento: eran más o menos ochenta metros de caída vertical.
– Maestro, nadie ha bajado por allí jamás -dijo Dil Bahadur.
– Tal vez haya llegado el momento de que alguien sea el primero -replicó Tensing.
Las muchachas se echaron a llorar, menos Pema, que desde el principio había dado ejemplo de fortaleza a las demás, y Nadia, que decidió allí mismo que prefería morir en manos de los bandidos o helada de frío en un glaciar de las cumbres antes que bajar por ese precipicio. Tensing explicó que, si usaban ese atajo, las muchachas podrían llegar a una aldea del valle y pedir socorro antes que cayera la noche. De otro modo estaban atascados allí arriba, con peligro de que el resto de la banda del Escorpión los encontrara. Debían devolver las muchachas a sus hogares y dar aviso al general Myar Kunglung para que rescatara al rey del monasterio fortificado antes que lo mataran. En cuanto a él y Dil Bahadur, tomarían la delantera para llegar a Chenthan Dzong lo antes posible.
Alexander no participó en la discusión, sino que se puso a estudiar el asunto. ¿Qué haría su padre en esa situación? Ciertamente John Cold encontraría la manera no sólo de bajar, sino también de subir. Su padre había escalado montes más escarpados que ése y lo había hecho en medio del invierno, a veces por puro deporte y otras para ayudara otros que se accidentaban o quedaban atrapados. John Cold era un hombre prudente y metódico, pero no retrocedía ante ningún peligro cuando se trataba de salvar una vida.
– Con mi equipo de rapel creo que puedo bajar -dijo.
– ¿Cuántos metros de altura tiene esto? -preguntó Nadia, sin mirar hacia abajo.
– Muchos. Mis cuerdas no alcanzan, pero hay algunas salientes como terrazas, podemos escalonar el descenso -explicó Alex.
– Tal vez sea posible -replicó Tensing, quien había ideado ese audaz plan después de verlo rescatar a Nadia del hoyo donde había caído.
– Es muy arriesgado y con suerte puedo hacerlo; pero ¿cómo podrán descender estas chicas, que no tienen experiencia de montañismo? -preguntó Alexander.
– Posiblemente se nos ocurrirá la manera de bajarlas… -respondió el lama y enseguida pidió silencio para orar, porque llevaba muchas horas sin hacerlo.
Mientras Tensing meditaba sentado en una roca de cara al cielo infinito, Alexander medía su cuerda, contaba sus picos, probaba el arnés, calculaba sus posibilidades y discutía con el príncipe la mejor forma de efectuar esa arriesgada maniobra.
– ¡Si al menos tuviéramos un volantín! -suspiró Dil Bahadur.
Les contó a sus amigos extranjeros que en el Reino del Dragón de Oro existía el antiguo arte de fabricar volantines de seda en forma de pájaro con alas dobles. Algunos eran tan grandes y firmes, que podían sostener a un hombre de pie entre las alas. Tensing era experto en ese deporte y se lo había enseñado a su discípulo. El príncipe recordaba su primer vuelo, un par de años atrás, cuando al visitar un monasterio cruzó de una montaña a otra, utilizando las corrientes de aire, que le permitían dirigir su frágil vehículo, mientras seis monjes sujetaban la larga cuerda del volantín.
– Muchos se deben haber matado así… -sugirió Nadia.
– No es tan difícil como parece -aseguró el príncipe. -Debe de ser como los planeadores -comentó Alexander.
– Un avión con alas de seda… No creo que me gustara probarlo -dijo Nadia, agradecida de que no hubiera volantines a mano.
Tensing rezaba para que no soplara viento, lo cual les impediría intentar el descenso. También rezaba para que el muchacho americano tuviera la experiencia y la determinación necesarias y para que a los demás no les faltara el valor.
– Es difícil calcular la altura desde aquí, maestro Tensing, pero si mis cuerdas alcanzan hasta esa delgada terraza que se ve allí abajo puedo hacerlo -le aseguró Alexander.
– ¿Y las niñas?
– Las bajaré una por una.
– Menos a mí -interrumpió Nadia con firmeza.
– Nadia y yo queremos ir con usted y Dil Bahadur al monasterio -dijo Alexander.
– ¿Quién conducirá a las muchachas hasta el valle? -inquirió el lama.
– Tal vez el honorable maestro me permita hacerlo… -dijo Pema.
– ¿Cinco niñas solas? -interrumpió Dil Bahadur.
– ¿Por qué no?
– La decisión es tuya, de nadie más, Pema -dijo Tensing, mientras observaba, complacido, el aura dorada de la joven.
– Posiblemente cualquiera de ustedes pueda hacerlo mejor que yo, pero, si el maestro me autoriza y me apoya con sus oraciones, tal vez yo pueda cumplir mi parte con honor -se ofreció la joven.
Dil Bahadur estaba pálido. Había decidido, con la certeza ciega del primer amor, que Pema era la única mujer para él en este mundo. El hecho de que no conociera otras y su experiencia fuera equivalente a cero, no entraba en sus cálculos. Temía que ella se estrellara al fondo del acantilado o, en el caso de llegar abajo sana y salva, se perdiera o enfrentara otros riesgos. En esa región había tigres y no podía olvidar a la Secta del Escorpión.
– Es muy peligroso -dijo.
– Tal vez mi discípulo ha decidido acompañar a las jóvenes? -preguntó Tensing.
– No, maestro, debo ayudarlo a usted a rescatar al rey -murmuró el príncipe, bajando la vista, avergonzado.
El lama lo llevó aparte, donde los demás no pudieran oírlos.
– Debes confiar en ella. Tiene el corazón tan valiente como el tuyo, Dil Bahadur. Si vuestro karma es que os juntéis, sucederá de todos modos. Si no lo es, nada que hagas cambiará el curso de la vida.
– ¡No he dicho que quiera juntarme con ella, maestro!
– Tal vez no es necesario que lo digas -sonrió Tensing.
Alexander decidió emplear las horas de luz que quedaban preparando el camino para el día siguiente. Antes que nada debía asegurarse de que, con sus dos cuerdas de cincuenta metros cada una, podría hacerlo. Pasó media hora explicando a los demás los principios básicos del rapel, desde la colocación del arnés, sobre el cual se descendía sentado, hasta los movimientos para aflojar y tensar la cuerda. La segunda cuerda se empleaba como seguridad. Él no la necesitaba, pero era indispensable para que las muchachas pudieran bajar.
– Ahora voy a descender hasta la terraza y allí mediré la altura hasta el fondo del acantilado -anunció, una vez que había fijado su cuerda y se había colocado el arnés.
Todos observaron con gran interés sus maniobras, menos Nadia, quien no se atrevía a asomarse al abismo. A Tensing, quien había pasado la vida escalando como una cabra por las montañas del Himalaya, la técnica de Alexander le resultaba fascinante. Estudió con asombro la cuerda resistente y liviana, los ganchos metálicos, las cinchas de seguridad, el ingenioso arnés. Maravillado, lo vio hacer un gesto de despedida con la mano y lanzarse al vacío sentado en el arnés. Con los pies se separaba de la pared vertical de roca y con las manos iba soltando la cuerda, de modo que se deslizaba en caídas de tres a cinco metros, sin esfuerzo aparente. En menos de cinco minutos llegó a la pestaña del acantilado. Desde arriba se veía diminuto. Estuvo allí una media hora, midiendo la altura hasta abajo con la segunda cuerda, que llevaba enrollada a la cintura. Luego trepó con mucho más esfuerzo del empleado al bajar, pero sin grandes dificultades. Arriba lo recibieron con aplausos y gritos de alegría.
– Se puede hacer, maestro Tensing, la terraza es amplia y firme, cabemos las cinco muchachas y yo. La cuerda alcanza hasta abajo y creo que puedo enseñarles a usar el arnés. Pero hay un problema -dijo Alexander.
– ¿Cuál?
– En la terraza necesitaré las dos cuerdas, porque ellas no pueden hacerlo sin una cuerda de seguridad. Una se usa para colgar el arnés y la segunda se fija en las rocas con un aparato especial, que ya dejé colocado, y que me permite ayudar a bajar a las chicas de a poco. Es una indispensable medida de seguridad, por si pierden el control de la primera cuerda o si por cualquier razón falla el sistema. Como no tienen experiencia, es imposible que lo hagan sin esa segunda cuerda.