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Hizo una señal de despedida al joven, quien aguardaba sobre la nieve, luego dio un paso sobre el vacío, colocando el pie derecho al centro del bastón de madera y en una fracción de segundo se impulsó hacia delante, alcanzando con el pie izquierdo la orilla del otro lado. Dil Bahadur lo imitó con menos gracia y velocidad, pero sin un solo gesto que traicionara su nerviosismo.

El maestro notó que su piel brillaba, húmeda de transpiración. Se vistieron de prisa y echaron a andar.

– ¿Falta mucho? -quiso saber Dil Bahadur.

– Tal vez.

– ¿Sería una imprudencia pedirle que no me conteste siempre «tal vez», maestro?

– Tal vez lo sería -sonrió Tensing y luego de una pausa agregó que, según las instrucciones del pergamino, debían continuar hacia el norte. Todavía faltaba lo más arduo del camino.

– ¿Ha visto a los yetis, maestro?

– Son como dragones, les sale fuego por las orejas y tienen cuatro pares de brazos.

– ¡Qué extraordinario! -exclamó el joven.

– ¿Cuántas veces te he dicho que no creas todo lo que oyes? Busca tu propia verdad -se rió el lama.

– Maestro, no estamos estudiando las enseñanzas de Buda, sino simplemente conversando… -suspiró el discípulo, fastidiado.

– No he visto a los yetis en esta vida, pero los recuerdo de una vida anterior. Tienen nuestro mismo origen y hace varios miles de años tenían una civilización casi tan desarrollada como la humana, pero ahora son muy primitivos y de inteligencia limitada.

– ¿Qué les pasó?

– Son muy agresivos. Se mataron entre ellos y destruyeron todo lo que tenían, incluso la tierra. Los sobrevivientes huyeron a las cumbres del Himalaya y allí su raza comenzó a degenerar. Ahora son como animales -explicó el lama.

– ¿Son muchos?

– Todo es relativo. Nos parecerán muchos si nos atacan y pocos si son amistosos. En todo caso, sus vidas son cortas, pero se reproducen con facilidad, así es que supongo que habrá varios en el valle. Habitan en un lugar inaccesible, donde nadie puede encontrarlos, pero a veces alguno sale en busca de alimento y se pierde. Posiblemente ésa es la causa de las huellas que se le atribuyen al abominable hombre de las nieves, como lo llaman -aventuró el lama.

– Las pisadas son enormes. Deben ser gigantes. ¿Serán todavía muy agresivos?

– Haces muchas preguntas para las que no tengo respuesta, Dil Bahadur -replicó el maestro.

Tensing condujo a su discípulo por las cimas de los montes, saltando precipicios, escalando laderas verticales, deslizándose por delgados senderos cortados en las rocas. Existían antiguos puentes colgantes, pero estaban en muy mal estado y había que usarlos con prudencia. Cuando soplaba viento o caía granizo, buscaban refugio y esperaban. Una vez al día comían tsampa, una mezcla de harina de cebada tostada, hierbas secas, grasa de yak y sal. Agua había en abundancia debajo de las costras de hielo.

A veces el joven Dil Bahadur tenía la impresión de que caminaban en círculos, porque el paisaje le parecía siempre igual, pero no manifestaba sus dudas: sería una descortesía hacia su maestro.

Al caer la tarde buscaban donde refugiarse para pasar la noche. A veces bastaba una grieta, donde podían acomodarse protegidos del viento; otras noches encontraban una cueva, pero de vez en cuando no les quedaba más remedio que dormir a la intemperie, resguardados apenas por las pieles de yak. Una vez establecido su austero campamento, se sentaban cara al sol poniente, con las piernas cruzadas, y salmodiaban el mantra esencial de Buda, repitiendo una y otra vez Om mani padme hum, Salve a Ti, Preciosa Joya en el Corazón del Loto. El eco repetía su cántico, multiplicándolo hasta el infinito entre las altas cimas del Himalaya.

Durante la marcha juntaban palitos y hierba seca, que cargaban en sus bolsas, para hacer fuego por la noche y preparar su comida. Después de la cena meditaban durante una hora. En ese tiempo el frío solía ponerlos rígidos como estatuas de hielo, pero ellos apenas lo sentían. Estaban acostumbrados a la inmovilidad, que les aportaba calma y paz. En su práctica budista, el maestro y el estudiante se sentaban en absoluta relajación, pero alertas. Se desprendían de las distracciones y los valores del mundo, aunque no olvidaban el sufrimiento, que existe en todas partes.

Luego de escalar montañas por varios días, subiendo a heladas alturas, llegaron a Chenthan Dzong, el monasterio fortificado de los antiguos lamas que inventaron la forma de lucha cuerpo a cuerpo llamada tao-shu. Un terremoto en el siglo XIX destruyó el monasterio, que debió ser abandonado. Era una construcción de piedra, ladrillo y madera, con más de cien habitaciones, que parecía pegada al borde de un impresionante acantilado. El monasterio albergó por centenares de años a esos monjes, cuyas vidas estaban dedicadas a la búsqueda espiritual y el perfeccionamiento de las artes marciales.

En sus orígenes los monjes tao-shu eran médicos con extraordinarios conocimientos de anatomía. En su práctica descubrieron los puntos vulnerables del cuerpo, que al ser presionados insensibilizan o paralizan, y los combinaron con las técnicas de lucha conocidas en Asia. Su objetivo era perfeccionarse espiritualmente a través del dominio de su propia fuerza y de sus emociones. Aunque eran invencibles en la lucha cuerpo a cuerpo, no utilizaban el tao-shu para fines violentos, sino como ejercicio físico y mental; tampoco lo enseñaban a cualquiera, sólo a ciertos hombres y mujeres escogidos. Tensing había aprendido tao-shu de ellos y se lo había enseñado a su discípulo Dil Bahadur.

El terremoto, la nieve, el hielo y el transcurso del tiempo habían erosionado gran parte del edificio, pero aún quedaban dos alas en pie, aunque en ruinas. Se llegaba al lugar escalando un acantilado tan difícil y remoto, que nadie lo intentaba desde hacía casi medio siglo.

– Pronto llegarán al monasterio desde el aire -observó Tensing.

– ¿Usted cree, maestro, que desde los aviones pueden descubrir el Valle de los Yetis? -inquirió el príncipe.

– Posiblemente.

– ¡Imagínese cuánto esfuerzo nos ahorraríamos! Podríamos volar hasta allí en muy poco rato.

– Espero que no sea así. Si atraparan a los yetis, los convertirían en animales de feria o en esclavos -dijo el lama.

Entraron a Chenthan Dzong para descansar y pasar la noche abrigados. En las ruinas del monasterio aún quedaban raídos tapices con imágenes religiosas, cacharros y armas que los monjes guerreros sobrevivientes del terremoto no pudieron llevarse. Había varias representaciones de Buda en diversas posiciones, incluso una enorme estatua del Iluminado tendido de lado en el suelo. La pintura dorada se había saltado, pero el resto estaba intacto.

Hielo y nieve en polvo cubrían casi todo, dando al lugar un aspecto particularmente hermoso, como si fuera un palacio de cristal. Detrás del edificio una avalancha había creado la única superficie plana de los alrededores, una especie de patio del tamaño de una cancha de baloncesto.

– ¿Podría aterrizar un avión aquí, maestro? -preguntó Dil Bahadur, quien no podía disimular su fascinación por los pocos aparatos modernos que conocía.

– No sé de esas cosas, Dil Bahadur, nunca he visto aterrizar un avión, pero me parece que esto es muy pequeño y además las montañas forman un verdadero embudo cruzado de corrientes de aire.

En la cocina hallaron ollas y otros cacharros de hierro, velas, carbón, palos para hacer fuego y algunos cereales preservados por el frío. Había vasijas de aceite y un recipiente con miel, alimento que el príncipe no conocía. Tensing le dio a probar y el joven sintió por primera vez un sabor dulce en el paladar. La sorpresa y el placer casi lo tiran de espaldas.

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