Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Faltaban sólo dos años para que el joven cumpliera los veinte y la labor de su maestro terminara. En ese momento Dil Bahadur regresaría por primera vez al seno de su familia y luego iría a estudiar a Europa, porque había muchos conocimientos indispensables en el mundo moderno, que Tensing no podía darle y que necesitaría para gobernar su nación.

Tensing estaba dedicado por entero a preparar al príncipe para que un día fuera un buen rey y para que pudiera descifrar los mensajes del Dragón de Oro, sin sospechar que en Nueva York había un hombre codicioso que planeaba robarlo. Los estudios eran tan intensos y complicados, que a veces el alumno perdía la paciencia, pero Tensing, inflexible, lo obligaba a trabajar hasta que la fatiga los vencía a ambos.

– No quiero ser rey, maestro -dijo Dil Bahadur aquel día.

– Tal vez mi alumno prefiere renunciar al trono con tal de no estudiar sus lecciones -sonrió Tensing.

– Deseo una vida de meditación, maestro. ¿Cómo podré alcanzar la iluminación entre las tentaciones del mundo?

– No todos pueden ser ermitaños como yo. Tu karma es ser rey. Deberás alcanzar la iluminación por un camino mucho más difícil que la meditación. Tendrás que hacerlo sirviendo a tu pueblo.

– No deseo separarme de usted, maestro -dijo el príncipe con la voz quebrada.

El larva fingió no ver los ojos húmedos del joven.

– El deseo y el temor son ilusiones, Dil Bahadur, no son realidades. Debes practicar el desprendimiento.

– ¿Debo desprenderme también del afecto?

– El afecto es como la luz del mediodía y no necesita la presencia del otro para manifestarse. La separación entre los seres también es ilusoria, puesto que todo está unido en el universo. Nuestros espíritus siempre estarán juntos, Dil Bahadur -explicó el lama, comprobando, con cierta sorpresa, que él mismo no era impermeable a la emoción, porque se había contagiado de la tristeza de su discípulo.

También él veía con pesar aproximarse el momento en que debería conducir al príncipe de vuelta a su familia, al mundo y al trono del Reino del Dragón de Oro, al cual estaba destinado.

CAPÍTULO CUATRO – EL ÁGUILA Y EL JAGUAR

El avión en que viajaba Alexander Cold aterrizó en Nueva York a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. A esa hora aún no había disminuido el calor de aquel día de junio. El muchacho recordaba con buen humor su primer viaje solo a esa ciudad, cuando una chica de aspecto inofensivo le robó todas sus posesiones apenas salió del aeropuerto. ¿Cómo se llamaba? Casi lo había olvidado… ¡Morgana! Era un nombre de hechicera medieval. Le parecía que habían transcurrido años desde entonces, aunque en verdad sólo habían pasado seis meses. Se sentía como otra persona: había crecido, tenía más seguridad en sí mismo y no había vuelto a sufrir ataques de rabia o desesperación.

La crisis familiar había pasado: su madre parecía a salvo del cáncer, aunque siempre existía el temor de que le volviera. Su padre había vuelto a sonreír y sus hermanas, Andrea y Nicole, empezaban a madurar. Él ya casi no peleaba con ellas; apenas lo indispensable para que no se le montaran en la cabeza. Entre sus amistades había aumentado su prestigio de manera notable; incluso la bella Cecilia Burns, quien siempre lo había tratado como a un piojo, ahora le pedía que la ayudara con las tareas de matemáticas. Más que ayudarla, debía hacérselas completas y después dejar que ella le copiara el examen, pero la sonrisa radiante de la chica era una recompensa más que suficiente para él. Cecilia Burns meneaba su refulgente melena y a él se le ponían las orejas coloradas. Desde que Alexander regresó del Amazonas con media cabeza pelada, una orgullosa cicatriz y un sartal de historias increíbles, se había vuelto muy popular en la escuela; sin embargo, sentía que ya no calzaba en su ambiente. Sus amigos no le divertían como antes. La aventura había despertado su curiosidad; el pueblito donde se había criado era apenas un punto casi invisible en el mapa del norte de California, donde se ahogaba; quería escapar de esos confines y explorar la inmensidad del mundo.

Su profesor de geografía le sugirió que contara sus aventuras a la clase. Alex se presentó a la escuela con su cerbatana, pero sin los dardos envenenados con curare, porque no quería provocar un accidente, y sus fotos nadando con un delfín en el Río Negro, sujetando un caimán con las manos desnudas y devorando carne ensartada en una flecha. Cuando explicó que era un trozo de anaconda, la serpiente acuática más grande que se conoce, el estupor de sus compañeros aumentó hasta la incredulidad. Y eso que no les contó lo más interesante: su viaje al territorio de la gente de la neblina, donde encontró prodigiosas criaturas prehistóricas. Tampoco les dijo de Walimai, el anciano brujo que lo ayudó a conseguir el agua de la salud para su madre, porque iban a pensar que se había vuelto loco. Todo lo había anotado cuidadosamente en su diario, porque pensaba escribir un libro. Tenía hasta el título: su libro se llamaría La Ciudad de las Bestias.

Nunca mencionaba a Nadia Santos, o Águila, como él la llamaba. Su familia sabía que había dejado una amiga en el Amazonas, pero sólo Lisa, su madre, adivinaba la profundidad de esa relación. Águila era más importante para él que todos sus amigos juntos, incluyendo a Cecilia Burns. No pensaba exponer el recuerdo de Nadia a la curiosidad de un montón de chiquillos ignorantes, que no creerían que la muchacha podía hablar con los animales y había descubierto tres fabulosos diamantes, los más grandes y valiosos del mundo. Menos podía mencionar que había aprendido el arte de la invisibilidad. Él mismo comprobó cómo los indios desaparecían a voluntad, mimetizados como camaleones con el color y la textura del bosque; era imposible verlos a dos metros de distancia y a plena luz del mediodía. Muchas veces intentó hacerlo, pero jamás le resultó; en cambio Nadia lo hacía con tanta facilidad como si volverse invisible fuera la cosa más natural del mundo.

Jaguar escribía a Águila casi todos los días, a veces sólo uno o dos párrafos, otras veces más. Acumulaba las páginas y las enviaba en un sobre grande cada viernes. Las cartas demoraban más de un mes en llegar a Santa María de la Lluvia, en la frontera entre Brasil y Venezuela, pero ambos amigos se habían resignado a esas demoras. Ella vivía en un villorrio aislado y primitivo, donde el único teléfono pertenecía a la gendarmería y del correo electrónico nadie había oído hablar.

Nadia contestaba con notas breves, escritas trabajosamente, como si la escritura fuera una tarea muy difícil para ella; pero bastaban unas pocas frases sobre el papel para que Alexander la sintiera a su lado como una presencia real. Cada una de esas cartas traía a California un soplo de la selva, con su rumor de agua y su concierto de pájaros y monos. A veces a Jaguar le parecía que podía percibir claramente el olor y la humedad del bosque, que si estiraba la mano podría tocar a su amiga. En la primera carta ella le advirtió que debía «leer con el corazón», tal como antes le había enseñado a «escuchar con el corazón». Según ella, ésa era la manera de comunicarse con los animales o de entender un idioma desconocido. Mediante un poco de práctica Alexander Cold logró hacerlo; entonces descubrió que no necesitaba papel y tinta para sentirse en contacto con ella. Si estaba solo y en silencio, le bastaba pensar en Águila para oírla, pero de todos modos le gustaba escribirle. Era como llevar un diario.

Cuando se abrió la portezuela del avión en Nueva York y los pasajeros pudieron por fin estirar las piernas, después de seis horas de inmovilidad, Alexander salió con su mochila en la mano, acalorado y tullido, pero muy contento ante la idea de ver a su abuela. Había perdido el color tostado y le había crecido el pelo, tapando la cicatriz de su cráneo. Recordó que en su visita anterior Kate no lo recibió en el aeropuerto y él estaba angustiado porque era la primera vez que viajaba solo. Soltó la risa al pensar en su propio susto en aquella oportunidad. Esta vez su abuela había sido muy clara: debían encontrarse en el aeropuerto.

12
{"b":"115525","o":1}