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Los lamas tibetanos no habían alcanzado a terminar la preparación del joven, pero su padre, el rey, continuó personalmente con su educación. No pudo darle, sin embargo, la óptima preparación en prácticas mentales y espirituales que él mismo había recibido. Cuando los chinos atacaron el monasterio, los monjes no le habían abierto todavía el ojo en la frente al príncipe, que lo capacitaría para ver el aura de las personas y así determinar su carácter y sus intenciones. Tampoco había sido bien entrenado en el arte de la telepatía, que permitía leer el pensamiento. Nada de eso podía darle su padre, pero, a la muerte de éste, el príncipe pudo ocupar el trono con dignidad. Poseía un profundo conocimiento de las enseñanzas de Buda y con el tiempo probó tener la mezcla adecuada de autoridad para gobernar, sentido práctico para hacer justicia y espiritualidad para no dejarse corromper por el poder.

El padre de Dii Bahadur acababa de cumplir veinte años cuando ascendió al trono, y muchos pensaron que no sería capaz de gobernar como otros monarcas de esa nación; sin embargo, desde el principio el nuevo rey dio muestras de madurez y sabiduría. El Coleccionista se enteró de que el monarca llevaba más de cuarenta años en el trono y su gobierno se había caracterizado por lograr la paz y el bienestar.

El soberano del Reino del Dragón de Oro no aceptaba influencias del extranjero, sobre todo de Occidente, que consideraba una cultura materialista y decadente, muy peligrosa para los valores que siempre habían imperado en su país. La religión oficial del Estado era el budismo, y él estaba decidido a mantener las cosas de ese modo. Cada año se realizaba una encuesta para medir el índice de felicidad nacional; ésta no consistía en la falta de problemas, ya que la mayor parte de éstos son inevitables, sino en la actitud compasiva y espiritual de sus habitantes. El gobierno desalentaba el turismo y sólo admitía un número muy reducido de visitantes calificados al año. Por esta razón las empresas de turismo se referían a aquel país como el Reino Prohibido.

La televisión, instalada recientemente, transmitía durante pocas horas diarias y sólo aquellos programas que el rey consideraba inofensivos, como las transmisiones deportivas, los documentales científicos y dibujos animados. El traje nacional era obligatorio; la ropa occidental estaba prohibida en lugares públicos. Derogar esa prohibición había sido una de las peticiones más urgentes de los estudiantes de la universidad, que se morían por los vaqueros americanos y las zapatillas deportivas, pero el rey era inflexible en ese punto, como en muchos otros. Contaba con el apoyo incondicional del resto de la población, que estaba orgullosa de sus tradiciones y no tenía interés en las costumbres extranjeras.

El Coleccionista sabía muy poco del Reino del Dragón de Oro, cuyas riquezas históricas o geográficas le importaban un bledo. No pensaba visitarlo jamás. Tampoco era su problema apoderarse de la estatua mágica, para eso pagaría una fortuna al Especialista. Si aquel objeto podía predecir el futuro, como le habían asegurado, él podría cumplir su último sueño: convertirse en el hombre más rico del mundo, el número uno.

La voz desfigurada de su interlocutor en Hong Kong le confirmó que la operación estaba en marcha y podía esperar resultados dentro de tres o cuatro semanas. Aunque el cliente no preguntó, el Especialista le informó del costo de sus servicios, tan absurdamente alto, que el Coleccionista se puso de pie de un salto.

– ¿Y si usted falla? -quiso saber el segundo individuo más rico del mundo, una vez que se calmó, observando atentamente su dedo índice, donde estaba pegada la sustancia amarilla recién extraída de su nariz.

– Yo no fallo -fue la respuesta lacónica del Especialista.

Ni el Especialista ni su cliente imaginaban que en ese mismo momento Dil Bahadur, hijo menor del monarca del Reino del Dragón de Oro y el escogido para sucederlo en el trono, estaba con su maestro en su «casa» de la montaña. Ésta era una gruta cuyo acceso estaba disimulado por un biombo natural de rocas y arbustos, que se encontraba en una especie de terraza o balcón en la ladera de la montaña. Fue escogida por el monje porque era prácticamente inaccesible por tres de sus lados y porque nadie que no conociera el lugar podría descubrirla.

Tensing había vivido como ermitaño en esa cueva por varios años, en silencio y soledad, hasta que la reina y el rey del Reino Prohibido le entregaron a su hijo para que lo preparara. El niño estaría con él hasta los veinte años. En ese tiempo debía convertirlo en un gobernante perfecto mediante un entrenamiento tan riguroso, que muy pocos seres humanos lo resistirían. Pero todo el entrenamiento del mundo no lograría los resultados adecuados si Dil Bahadur no tuviera una inteligencia superior y un corazón intachable. Tensing estaba contento, porque su discípulo había dado muestras sobradas de poseer ambos atributos.

El príncipe había permanecido con el monje durante doce años, durmiendo sobre piedras tapado con una piel de yak, alimentado con una dieta estrictamente vegetariana, dedicado por completo a la práctica religiosa, el estudio y el ejercicio físico. Era feliz. No cambiaría su vida por ninguna otra y veía con pesar aproximarse la fecha en que debería incorporarse al mundo. Sin embargo, recordaba muy bien su sentimiento de terror y soledad, cuando a los seis años se encontró en una ermita en las montañas junto a un desconocido de tamaño gigantesco, quien lo dejó llorar durante tres días sin intervenir, hasta que no le quedaron más lágrimas para derramar. No volvió a llorar más. A partir de ese día el gigante reemplazó a su madre, su padre y el resto de su familia, se convirtió en su mejor amigo, su maestro, su instructor de tao-shu, su guía espiritual. De él aprendió casi todo lo que sabía.

Tensing lo condujo paso a paso en el camino del budismo, le enseñó historia y filosofía, le dio a conocer la naturaleza, los animales y el poder curativo de las plantas, le desarrolló la intuición y la imaginación, le adiestró para la guerra y al mismo tiempo le hizo ver el valor de la paz. Le inició en los secretos de los lamas y lo ayudó a encontrar el equilibrio mental y físico que necesitaría para gobernar. Uno de los ejercicios que el príncipe debía hacer consistía en disparar su arco de pie, con huevos colocados bajo los talones, o bien en cuclillas con huevos en la parte de atrás de las rodillas.

– No sólo se requiere buena puntería con la flecha, Dil Bahadur, también necesitas fuerza, estabilidad y control de todos los músculos -le repetía con paciencia el lama.

– Tal vez sería más productivo comernos los huevos, honorable maestro -suspiraba el príncipe cuando aplastaba los huevos.

La práctica espiritual era aún más intensa. A los diez años el muchacho entraba en trance y se elevaba a un plano superior de conciencia; a los once podía comunicarse telepáticamente y mover objetos sin tocarlos; a los trece hacía viajes astrales. Cuando cumplió catorce años el maestro le abrió un orificio en la frente para que pudiera ver el aura. La operación consistió en perforar el hueso, lo cual le dejó una cicatriz circular del tamaño de una arveja.

– Toda materia orgánica irradia energía o aura, un halo de luz invisible para el ojo humano, salvo en el caso de ciertas personas con poderes psíquicos. Se pueden averiguar muchas cosas por el color y la forma del aura -le explicó Tensing.

Durante tres veranos consecutivos, el lama viajó con el niño a ciudades de India, Nepal y Bután, para que se entrenara leyendo el aura de la gente y los animales que veía; pero nunca lo llevó a los hermosos valles y las terrazas cortadas en las montañas de su propio país, el Reino Prohibido, adonde sólo regresaría al término de su educación.

Dil Bahadur aprendió a usar el ojo en su frente con tal precisión, que a los dieciocho años, edad que ahora tenía, podía distinguir las propiedades medicinales de una planta, la ferocidad de un animal o el estado emocional de una persona, por el aspecto del aura.

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