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CAPÍTULO DOS – TRES HUEVOS FABULOSOS

Entretanto, al otro lado del mundo, Alexander Cold llegaba a Nueva York acompañado por su abuela, Kate. El muchacho americano había adquirido un color de madera bajo el sol del Amazonas. Tenía un corte de pelo hecho por los indios, con una peladura circular afeitada en medio de la cabeza, donde lucía una cicatriz reciente. Llevaba su mochila inmunda a la espalda y en las manos una botella con un líquido lechoso. Kate Cold, tan tostada como él, iba vestida con sus habituales pantalones cortos de color caqui y zapatones embarrados. Su pelo gris, cortado por ella misma sin mirarse al espejo, le daba un aspecto de indio mohicano recién despertado. Estaba cansada, pero sus ojos brillaban tras los lentes rotos, sujetos con cinta adhesiva. El equipaje comprendía un tubo de casi tres metros de largo y otros bultos de tamaño y forma poco usual.

– ¿Tienen algo que declarar? -preguntó el oficial de inmigración, lanzando una mirada de desaprobación al extraño peinado de Alex y la facha de la abuela.

Eran las cinco de la madrugada y el hombre estaba tan cansado como los pasajeros del avión que acababa de llegar de Brasil.

– Nada. Somos reporteros del International Geographic. Todo lo que traemos es material de trabajo -replicó Kate Cold.

– ¿Fruta, vegetales, alimentos?

– Sólo el agua de la salud para curar a mi madre… -dijo Alex, mostrando la botella que había llevado en la mano durante todo el viaje.

– No le haga caso, oficial, este muchacho tiene mucha imaginación -interrumpió Kate.

– ¿Qué es eso? -preguntó el funcionario señalando el tubo.

– Una cerbatana.

– ¿Qué?

– Es una especie de caña hueca que usan los indios del Amazonas para disparar dardos envenenados con… -empezó a explicar Alexander, pero su abuela lo hizo callar de una patada.

El hombre estaba distraído y no siguió preguntando, de modo que no supo del carcaj con los dardos ni de la calabaza con el mortal curare, que venía en otro de los bultos.

– ¿Algo más?

Alexander Cold buscó en los bolsillos de su parka y extrajo tres bolas de vidrio.

– ¿Qué es eso?

– Creo que son diamantes -dijo el muchacho y al punto recibió otra patada de su abuela.

– ¡Diamantes! ¡Muy divertido! ¿Qué has estado fumando, muchacho? -exclamó el oficial con una carcajada, estampando los pasaportes e indicándoles que siguieran.

Al abrir la puerta del apartamento en Nueva York, una bocanada de aire fétido golpeó a Kate y Alexander en la cara. La escritora se dio una palmada en la frente. No era la primera vez que se iba de viaje y dejaba la basura en la cocina. Entraron a tropezones, cubriéndose la nariz. Mientras Kate organizaba el equipaje, su nieto abrió las ventanas y se hizo cargo de la basura, a la cual ya le había crecido flora y fauna. Cuando por fin lograron meter el tubo con la cerbatana en el minúsculo apartamento, Kate cayó despatarrada en el sofá con un suspiro. Sentía que empezaban a pesarle los años.

Alexander extrajo las bolas de su parka y las colocó sobre la mesa. Ella les dirigió una mirada indiferente. Parecían esos pisapapeles de vidrio que compran los turistas.

– Son diamantes, Kate -le informó el muchacho.

– ¡Claro! Y yo soy Marilyn Monroe… -contestó la vieja escritora.

– ¿Quién?

– ¡Bah! -gruñó ella, espantada ante el abismo generacional que la separaba de su nieto.

– Debe ser alguien de tu época -sugirió Alexander.

– ¡Ésta es mi época! Ésta es más época mía que tuya. Al menos yo no vivo en la luna, como tú -refunfuñó la abuela.

– De verdad son diamantes, Kate -insistió él.

– Está bien, Alexander, son diamantes.

– ¿Podrías llamarme Jaguar? Es mi animal totémico. Los diamantes no nos pertenecen, Kate, son de los indios, de la gente de la neblina. Le prometí a Nadia que los emplearíamos para protegerlos.

– ¡Ya, ya, ya! -masculló ella sin prestarle atención.

– Con esto podemos financiar la fundación que pensabas hacer con el profesor Leblanc.

– Creo que con el golpe que te dieron en el cráneo se te soltaron los tornillos del cerebro, hijo -replicó ella, colocando distraídamente los huevos de cristal en el bolsillo de su chaqueta.

En las semanas siguientes la escritora tendría ocasión de revisar ese juicio sobre su nieto.

Kate tuvo los huevos de cristal en su poder durante dos semanas, sin acordarse de ellos para nada, hasta que al mover su chaqueta de una silla cayó uno de ellos, aplastándole los dedos de un pie. Para entonces su nieto Alexander estaba de vuelta en casa de sus padres en California. La escritora anduvo varios días con el pie adolorido y las piedras en el bolsillo, jugueteando con ellas distraídamente en la calle. Una mañana pasó a tomar un café al local de la esquina y al irse dejó uno de los diamantes olvidado sobre la mesa. El dueño, un italiano que la conocía desde hacía veinte años, la alcanzó en la esquina.

– ¡Kate! ¡Se te quedó tu bola de vidrio! -le gritó, lanzándosela por encima de las cabezas de otros transeúntes.

Ella la cogió al vuelo y siguió andando con la idea de que ya era hora de hacer algo respecto a esos huevos. Sin un plan definido, se dirigió a la calle de los joyeros, donde se encontraba el negocio de un antiguo enamorado suyo, Isaac Rosenblat. Cuarenta años antes habían estado a punto de casarse, pero apareció Joseph Cold y sedujo a Kate tocándole un concierto de flauta. Kate estaba segura de que la flauta era mágica. Al poco tiempo Joseph Cold se convirtió en uno de los músicos más célebres del mundo. «Era la misma flauta que el tonto de mi nieto dejó tirada en el Amazonas!», pensó Kate, furiosa. Le había dado un buen tirón de orejas a Alexander por perder el magnífico instrumento musical de su abuelo.

Isaac Rosenblat era un pilar de la comunidad hebrea, rico, respetado y padre de seis hijos. Era una de esas personas ecuánimes, que cumplen con su deber sin aspavientos y que tienen el alma en paz; pero cuando vio entrar a Kate Cold a su tienda sintió que se hundía en una ciénaga de recuerdos. En un instante volvió a ser el joven tímido que había amado a esa mujer con la desesperación del primer amor. En ese tiempo ella era una joven de piel de porcelana e indómita cabellera roja; ahora lucía más arrugas que un pergamino y unos pelos grises cortados a tijeretazos y tiesos como las cerdas de un escobillón.

– ¡Kate! No has cambiado, muchacha, te reconocería en una multitud… -murmuró, emocionado.

– No mientas, viejo sinvergüenza -replicó ella, sonriendo halagada, a pesar suyo, y soltando su mochila, que se estrelló en el piso como un saco de papas.

– Has venido a decirme que te equivocaste y a pedirme perdón por haberme dejado plantado y con el corazón roto, ¿verdad? -se burló el joyero.

– Es cierto, me equivoqué, Isaac. No sirvo para casada. Mi matrimonio con Joseph duró muy poco, pero al menos tuvimos un hijo, John. Ahora tengo tres nietos.

– Supe que Joseph murió, en verdad lo lamento. Siempre le tuve celos y no le perdoné que me quitara la novia, pero igual compraba todos sus discos. Tengo la colección completa de sus conciertos. Era un genio… -dijo el joyero ofreciendo asiento a Kate en un sofá de cuero oscuro y acomodándose a su lado-. Así es que ahora estás viuda -agregó estudiándola con cariño.

– No te hagas ilusiones, no he venido a que me consueles. Tampoco he venido a comprar joyas. No van bien con mi estilo -replicó Kate.

– Ya lo veo -anotó Isaac Rosenblat, mirando de reojo los pantalones arrugados, las botas de combate y la bolsa de excursionista que había en el suelo.

– Quiero mostrarte unos pedazos de vidrio -dijo ella, sacando los huevos de su chaqueta.

Por la ventana entraba la luz de la mañana, que dio de lleno sobre los objetos que la mujer sostenía en las palmas de las manos. Un resplandor imposible cegó por un instante a Isaac Rosenblat, provocándole un sobresalto en el corazón. Provenía de una familia de joyeros. Por las manos de su abuelo habían pasado piedras preciosas de las tumbas de los faraones egipcios; de las manos de su padre habían salido diademas para emperatrices; sus manos habían desmontado los rubíes y las esmeraldas de los zares de Rusia, asesinados durante la revolución bolchevique. Nadie sabía más de joyas que él, y muy pocas piedras lograban emocionarlo, pero tenía ante sus ojos algo tan prodigioso, que se sintió mareado. Sin decir palabra, tomó los huevos, los llevó a su escritorio y los examinó con lupa bajo una lámpara. Cuando comprobó que su primera impresión era cierta, dio un suspiro profundo, sacó un pañuelo blanco de batista y se secó la frente.

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