– ¿Qué hijo, maestro? No tengo ninguno.
– El que tendrás con Perra -replicó Tensing tranquilamente, mientras el príncipe se sonrojaba hasta las orejas.
Nadia y Alexander seguían la discusión con dificultad, pero captaron el sentido y ninguno de los dos manifestó asombro ante la profecía de Tensing respecto a Perra y Dil Bahadur o su plan de convertirse en mentor de los yetis. Alexander pensó que un año antes habría calificado todo eso como demencia, pero ahora sabía cuán misterioso es el mundo.
Valiéndose de la telepatía, las pocas palabras que él había aprendido en el idioma del Reino Prohibido, las que Dil Bahadur había captado en inglés y la increíble capacidad para las lenguas de Nadia, Alexander logró comunicar a sus amigos que su abuela había hecho un reportaje para el International Geographic sobre un tipo de puma que existía en Florida y que había estado a punto de desaparecer. Estaba confinado a una región pequeña e inaccesible, no se había mezclado y, al reproducirse siempre dentro de la misma familia, se había debilitado y embrutecido. El seguro de vida de cualquier especie es la diversidad. Explicó que si hubiera, por ejemplo, una sola clase de maíz, muy pronto las pestes y las alteraciones del clima acabarían con ella, pero como existen centenares de variedades, si una perece, otra crece. La diversidad garantiza la sobrevivencia.
– ¿Qué pasó con el puma? -preguntó Nadia.
– Llevaron a Florida a unos expertos que introdujeron en la zona otros felinos similares al puma. Se mezclaron y en menos de diez años la raza se había regenerado.
– ¿Crees que eso ocurre también con los yetis? -preguntó Dil Bahadur.
– Sí. Han vivido demasiado tiempo aislados, son muy pocos, se mezclan sólo entre ellos, por eso son tan débiles.
Tensing se quedó pensando en lo que había dicho el muchacho extranjero. En todo caso, aunque los yetis salieran del misterioso valle, no tendrían con quien mezclarse, porque seguramente no había otros de su especie en el mundo y ningún ser humano estaría dispuesto a formar una familia con ellos. Pero tarde o temprano deberían integrarse al mundo, era inevitable. Habría que hacerlo con prudencia, porque el contacto con la gente podría ser fatal para ellos. Sólo en el ambiente protegido del Reino del Dragón de Oro eso era posible.
En las horas siguientes los amigos comieron y descansaron brevemente para reponer sus agotados cuerpos. Al saber que había pelea por delante, todos los yetis querían ir, pero Grr-ympr no lo permitió, porque no podía quedar la aldea sin varones. Tensing les advirtió que podrían morir, porque enfrentarían a unos malvados seres humanos llamados «hombres azules», que eran muy fuertes y tenían puñales y armas de fuego. Los yetis no sabían lo que eran esas cosas, y Tensing se lo explicó lo más exagerado que pudo, describiendo el tipo de herida que producían, los chorros de sangre y otros detalles para entusiasmar a los yetis. Eso renovó la frustración de los que debían quedarse en el valle: ninguno quería perder la ocasión de divertirse peleando contra los humanos. Desfilaron uno a uno delante del lama dando saltos y gritos espeluznantes y mostrando sus dientes y su musculatura para impresionarlo. Así Tensing pudo seleccionar a los diez que tenían el peor carácter y el aura más roja.
El lama revisó personalmente las corazas de cuero de los yetis, que podían mitigar el efecto de una puñalada, pero eran inefectivas contra una bala. Esas diez criaturas, apenas un poco más inteligentes que un chimpancé, no podrían vencer a los hombres del Escorpión, por feroces que fueran, pero el lama calculaba el elemento de sorpresa. Los hombres azules eran supersticiosos y si bien habían oído hablar del «abominable hombre de las nieves» nunca habían visto uno.
Por orden de Grr-ympr, esa tarde habían matado un par de chegnos para dar la bienvenida a los visitantes. Con gran repugnancia, porque no concebían el sacrificio de ningún ser vivo, Dil Bahadur y Tensing recogieron sangre de los animales y pintaron el pelaje hirsuto de los guerreros seleccionados. Utilizando tiras de piel, los cachos y los huesos más largos, fabricaron unos aterradores cascos ensangrentados, que los yetis se colocaron con chillidos de gusto, mientras las hembras y los críos saltaban de admiración. El maestro y su discípulo concluyeron complacidos que el aspecto de los yetis era como para asustar al más bravo.
Los hombres pretendían que Nadia permaneciera en la aldea, pero fue inútil convencerla y por fin debieron aceptar que fuera con ellos. Alexander no quería exponerla a los peligros que los aguardaban.
– Es posible que ninguno salgamos con vida, Águila… -argumentó.
– En ese caso yo tendría que pasar el resto de mi existencia en este valle sin más compañía que los yetis. No, gracias. Iré con ustedes, Jaguar -replicó ella.
– Al menos aquí estarías relativamente a salvo. No sé lo que vamos a encontrar en ese monasterio abandonado, pero seguro no será nada agradable.
– No me trates como a una niña. Sé cuidarme sola, lo he hecho por trece años, y creo que puedo ser útil.
– Está bien, pero harás exactamente lo que yo diga -decidió Alex.
– Ni lo sueñes. Haré lo que me parezca adecuado. Tú no eres un experto, sabes tan poco de pelear como yo -replicó Nadia, y él debió admitir que no le faltaba razón.
– Tal vez lo mejor sea partir de noche, así llegaremos al otro lado del túnel al amanecer y aprovecharemos la mañana para llegar hasta Chenthan Dzong -propuso Dil Bahadur y Tensing estuvo de acuerdo.
Después de llenarse las barrigas con una suculenta cena, los yetis se echaron por tierra a roncar, sin quitarse los nuevos yelmos, que habían adoptado como símbolo de valor. Nadia y Alexander estaban tan hambrientos, que devoraron su porción de carne asada de chegno, a pesar de su sabor amargo y de los pelos chamuscados que tenía adheridos. Tensing y Dil Bahadur prepararon su tsampa y su té; luego se sentaron a meditar de cara a la inmensidad del firmamento, cuyas estrellas no podían ver. Por la noche, cuando descendía la temperatura en las montañas, el vapor de las fumarolas se convertía en una neblina espesa que cubría el valle como un manto algodonoso. Los yetis nunca habían visto las estrellas y para ellos la luna era una inexplicable aureola de luz azul que a veces aparecía entre la niebla.
CAPÍTULO DIECISIETE – EL MONASTERIO FORTIFICADO
Tex Armadillo prefería el plan inicial para la retirada de Tunkhala con el rey y el Dragón de Oro, que consistía en un helicóptero provisto de una ametralladora que en el momento preciso descendería en los jardines del palacio. Nadie habría podido detenerlos. La fuerza aérea de ese país se componía de cuatro anticuados aviones, adquiridos en Alemania hacía más de veinte años, y que sólo volaban para el Año Nuevo, lanzando pájaros de papel sobre la capital, para deleite de los niños. Ponerlos en acción para darles caza habría tomado varias horas y el helicóptero habría tenido tiempo sobrado de llegar a terreno seguro. El Especialista, sin embargo, cambió el plan a última hora, sin dar mayores explicaciones. Se limitó a decir que no convenía llamar la atención, y mucho menos convenía ametrallar a los pacíficos habitantes del Reino Prohibido, porque eso provocaría un escándalo internacional. Su cliente, el Coleccionista, exigía discreción.
De modo que Armadillo tuvo que aceptar el segundo plan, en su opinión mucho menos expedito y seguro que el primero. Apenas le echó el guante al rey en el Recinto Sagrado, le cerró la boca con cinta adhesiva y le colocó una inyección en el brazo que en cinco segundos lo dejó anestesiado. Las instrucciones eran no hacerle daño; el monarca debía llegar al monasterio vivo y sano, porque debían extraerle la información necesaria para descifrar los mensajes de la estatua.
– Cuidado, el rey sabe artes marciales, puede defenderse. Pero les advierto que si lo lastiman, lo pagarán muy caro -había dicho el Especialista.