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Al entrar en la sala del Dragón de Oro no sabían qué encontrarían, porque las imágenes en la pantalla no eran claras. Los cegó el brillo de las paredes, recubiertas de oro, donde se reflejaban las luces de muchas lámparas de aceite y de gruesas velas de cera de abeja. El olor de las lámparas y del incienso y la mirra, que se quemaban en los perfumeros, impregnaba el aire. Se detuvieron en el umbral ensordecidos por un sonido ronco, gutural, imposible de describir, algo que en una primera impresión era como si una ballena soplara dentro de una tubería metálica. Al minuto, sin embargo, se distinguía cierta coherencia en el ruido y pronto resultaba evidente que se trataba de una especie de lenguaje. El rey, sentado en la posición del loto frente a la estatua, les daba la espalda y no los oyó entrar, porque estaba completamente inmerso en esos sonidos y concentrado en su tarea.

El monarca salmodiaba las líneas de un cántico, modulando extrañas palabras, y enseguida por la boca de la estatua salía la respuesta, que retumbaba en la habitación. Así se producía una reverberación tan intensa, que se sentía en la piel, en el cerebro, en todos los nervios. El efecto era como encontrarse en el interior de una gran campana.

Ante los ojos de Tex Armadillo y los guerreros azules estaba el Dragón de Oro en todo su esplendor: cuerpo de león, patas con grandes garras, cola enroscada de reptil, alas emplumadas, una cabeza de aspecto feroz, provista de cuatro cachos, con ojos protuberantes y las fauces abiertas, revelando una doble hilera de dientes filudos y una lengua bífida de serpiente. La estatua, de oro puro, medía más de un metro de largo y otro tanto de alto. El trabajo de orfebrería era delicado y perfecto: cada escama del cuerpo y la cola lucía una piedra preciosa, las plumas de las alas terminaban en diamantes, la cola tenía un intrincado dibujo de perlas y esmeraldas, los dientes eran de marfil y los ojos dos rubíes estrella perfectos, cada uno del tamaño de un huevo de paloma. El animal mitológico se hallaba sobre una piedra negra, al centro de la cual asomaba un trozo de cuarzo amarillento.

Los bandidos quedaron paralizados de sorpresa durante unos instantes, tratando de sobreponerse al efecto de las luces, el aire enrarecido y ese ruido atronador. Ninguno esperaba que la estatua fuera tan extraordinaria; hasta el más ignorante del grupo se dio cuenta de que se hallaban frente a algo de incalculable valor. Todos los ojos brillaban de codicia y cada uno de ellos imaginó cómo cambiaría su vida con una sola de esas piedras preciosas.

Tex Armadillo también sucumbió a la mágica fascinación de la estatua, a pesar de que no se consideraba un hombre particularmente ambicioso, se dedicaba a ese trabajo porque le gustaba la aventura. Se enorgullecía de llevar una vida simple, en plena libertad, sin ataduras sentimentales ni de otras clases. Acariciaba la idea de retirarse en la vejez, cuando se cansara de correr mundo, y pasar sus últimos años en su rancho en el oeste americano, donde criaba caballos de carreras. En algunas de sus misiones había tenido fortunas entre las manos, sin haber sentido nunca la tentación de apoderarse de ellas; le bastaba su comisión, que siempre era muy alta, pero al ver la estatua pensó traicionar al Especialista. Con ella en su poder, nada podría detenerlo, sería inmensamente rico, podría cumplir todos sus sueños, incluso tener su propia organización, mucho más fuerte incluso que la del Especialista. Por unos instantes se abandonó al placer de esa idea, como quien se regocija en una ensoñación, pero enseguida volvió a la realidad. «Ésta debe ser la maldición de la estatua: provoca una codicia irresistible», pensó. Debió realizar un gran esfuerzo para concentrarse en el resto del plan. Hizo una silenciosa señal a sus hombres y éstos avanzaron hacia el rey con los puñales en las manos.

CAPÍTULO CATORCE – LA CUEVA DE LOS BANDIDOS

No fue difícil para Alexander y sus nuevos amigos llegar a las cercanías de la cueva de los guerreros del Escorpión, porque Nadia les había señalado la dirección general y Borobá se encargó de lo demás. El animal iba montado en los hombros de Alexander, con la cola envuelta en torno a su cuello y sujeto a dos manos de su pelo. No le gustaba subir montañas y menos aún bajarlas. Cada tanto el muchacho le daba manotazos para sacudírselo, porque la cola lo ahorcaba y las manitos ansiosas del mono le arrancaban mechones a puñados.

Una vez que estuvieron seguros de la ubicación de la cueva, se acercaron con grandes precauciones, utilizando los arbustos e irregularidades del terreno para cubrirse. No se veía actividad por los alrededores, no se oía nada más que el viento entre los cerros y de vez en cuando el grito de un ave. En aquel silencio sus pisadas y hasta su respiración parecían atronadoras. Tensing seleccionó unas cuantas piedras y las puso en el pliegue que formaba su túnica en la cintura; luego ordenó telepáticamente a Borobá que fuera a espiar. Alexander respiró aliviado cuando por fin el mono lo soltó.

Borobá partió corriendo en dirección a la cueva y regresó diez minutos más tarde. No podía informarles de lo que había visto, pero Tensing vio en su mente las confusas imágenes de varias personas y así supo que la cueva no se encontraba vacía, como temían. Aparentemente las cautivas todavía estaban allí, vigiladas por unos cuantos guerreros azules, pero la mayoría había partido. Aunque eso facilitaba la tarea inmediata, Tensing consideró que no era buena noticia, porque significaba que los demás seguramente estaban en Tunkhala. No le cabía duda de que, tal como había sugerido el joven americano, el propósito de los criminales al atacar el Reino Prohibido no era raptar media docena de chicas, sino robar el Dragón de Oro.

Se arrastraron hasta la proximidad de la cueva, donde había un hombre en cuclillas, apoyado en un rifle. La luz le daba de frente y a esa distancia era un blanco fácil para Dil Bahadur, pero para usar su arco debía ponerse de pie. Tensing le hizo señas de mantenerse aplastado contra el suelo y sacó una de las piedras que había juntado. Pidió perdón mentalmente por la agresión que iba a cometer y luego lanzó el proyectil sin vacilar, con toda la fuerza de su poderoso brazo. A Alexander le pareció que ni si quiera había apuntado, y por esa razón su sorpresa fue enorme cuando el guardia cayó hacia delante sin un solo gemido, noqueado por la piedra que le dio medio a medio entre los ojos. El lama les indicó que lo siguieran.

Alexander cogió el arma del guardia, aunque jamás había usado nada parecido y ni siquiera sabía si estaba cargada. El peso del fusil en las manos le dio confianza y despertó en él una agresividad desconocida. Sintió por dentro una tremenda energía, en un segundo desaparecieron sus dudas y se dispuso a pelear como una fiera.

Los tres entraron juntos a la cueva. Tensing y Dil Bahadur emitían gritos escalofriantes y sin pensar lo que hacía, Alexander los imitó. Normalmente era una persona más bien tímida y nunca había chillado de esa manera. Toda su rabia, miedo y fuerza se concentraron en esos gritos que, junto a la descarga de adrenalina que corría por sus venas, lo hizo sentirse invencible, como el jaguar.

Dentro de la caverna había otros cuatro bandidos, la mujer de la cicatriz y, al fondo, las cautivas, que estaban amarradas de los tobillos. Tomados por sorpresa por aquel trío de atacantes que rugían como dementes, los guerreros azules vacilaron apenas un instante y enseguida echaron mano de sus puñales, pero bastó ese momento para que la primera flecha de Dil Bahadur diera en el blanco, atravesando el brazo derecho de uno de ellos.

La flecha no detuvo al bandido. Con un alarido de dolor, lanzó el puñal usando la mano izquierda y de inmediato sacó otro de la faja de su cintura. El puñal cruzó la estancia con un silbido, directo al corazón del príncipe. Dil Bahadur no lo esquivó. El arma pasó rozando su axila, sin herirlo, mientras él levantaba el brazo para disparar su segunda flecha y avanzaba con calma, convencido de que iba protegido por el escudo mágico del excremento de dragón.

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