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Oculto entre los gigantescos helechos del parque que rodeaba el palacio, Tex Armadillo seguía cada paso del rey en los sótanos del palacio, como si fuera pegado a sus talones. Podía verlo perfectamente en una pequeña pantalla, gracias a la tecnología moderna. El monarca no sospechaba que llevaba una minúscula cámara de gran precisión sobre el pecho, mediante la cual el americano lo vio salvar cada uno de los obstáculos y desarticular los mecanismos de seguridad que protegían al Dragón de Oro. Simultáneamente se grababan las coordenadas de su recorrido, como un mapa exacto, en un Global Positioning System (GPS), lo cual permitiría seguirlo más tarde. Tex no pudo evitar una sonrisa pensando en la genialidad del Especialista, quien nada dejaba al azar. Ese aparato, mucho más sensible, preciso y de largo alcance que los de uso corriente, acababa de ser desarrollado en Estados Unidos para fines militares y no era asequible para el público. Pero el Especialista podía obtener cualquier cosa, para eso contaba con los contactos y el dinero necesario.

Agazapados entre las plantas y las esculturas del jardín se encontraban los doce mejores guerreros azules de la secta, bajo el mando de Tex Armadillo. Los demás llevaban a cabo el resto del plan en las montañas, donde preparaban la huida con la estatua y donde tenían secuestradas a las muchachas. También esa distracción era producto de la mente maquiavélica del Especialista. Gracias a que la policía y los soldados estaban ocupados buscándolas, ellos podían penetrar en el palacio sin encontrar resistencia.

A pesar de que se sentían muy seguros, los malhechores se movían con cautela, porque las instrucciones del Especialista eran muy precisas: no debían llamar la atención. Necesitaban varias horas de ventaja para poner a salvo la estatua y obtener el código de boca del rey. Sabían el número exacto de guardias que quedaban y dónde se ubicaban. Ya habían despachado a los cuatro que cuidaban los jardines y esperaban que sus cadáveres no fueran descubiertos hasta la mañana siguiente. Iban, como siempre, armados con un arsenal de puñales, en los que confiaban más que en las armas de fuego. El americano llevaba una pistola Magnum con silenciador, pero, si todo salía como estaba planeado, no tendría que usarla.

Tex Armadillo no disfrutaba particularmente de la violencia, aunque en su línea de trabajo resultaba inevitable. Consideraba que la violencia era para matones y él se creía un «intelectual», un hombre de ideas. Secretamente albergaba la ambición de reemplazar al Especialista o formar su propia organización. No le gustaba la compañía de esos hombres azules; eran unos mercenarios brutales y traicioneros, con quienes apenas podía comunicarse y no estaba seguro de que, llegado el caso, pudiera controlarlos. Le había asegurado al Especialista que sólo necesitaba un par de sus mejores hombres para llevar a cabo la misión, pero por toda respuesta recibió la orden de ceñirse al plan. Armadillo sabía que la menor indisciplina o desviación podría costarle la vida. A la única persona que temía en este mundo era al Especialista.

Sus instrucciones eran claras: debía vigilar cada movimiento del rey mediante la cámara oculta, esperar que llegara a la sala del Dragón de Oro y activara la estatua, para asegurarse de que funcionaba, luego penetraría en el palacio y, usando el GPS, llegaría hasta la última Puerta. Debía llevar seis hombres, dos para cargar el tesoro, dos para secuestrar al rey y dos para protección. Tendría que penetrar al Recinto Sagrado evitando las trampas, para lo cual contaba con el video en su pantalla.

La idea de secuestrar al jefe de una nación y robar su objeto más precioso habría sido absurda en cualquier parte, menos en el Reino Prohibido, donde el crimen era casi desconocido y por lo tanto no había defensas. Para Tex Armadillo era casi un juego de niños atacar un país cuyos habitantes todavía se alumbraban con velas y creían que el teléfono era un artefacto mágico. El gesto despectivo se le borró de la cara cuando vio en su pantalla las formas ingeniosas en que estaba defendido el Dragón de Oro. La misión no era tan fácil como imaginaba. Las mentes que inventaron esas trampas dieciocho siglos antes no eran en absoluto primitivas. Su ventaja consistía en que la mente del Especialista era superior.

Cuando comprobó que el rey estaba en la última sala, indicó a seis de los guerreros azules que guardaran la retirada, como estaba previsto, y él se dirigió al palacio con los demás. Usaron una entrada de servicio del primer piso y de inmediato se encontraron en una pieza con cuatro puertas. Valiéndose del mapa en el GPS, el americano y sus secuaces pasaron con muy pocas vacilaciones de una habitación a otra, hasta llegar al corazón del edificio. En la sala de la última Puerta encontraron el primer obstáculo: dos soldados montaban guardia. Al ver a los intrusos levantaron sus lanzas, pero antes que alcanzaran a dar un paso, dos certeros puñales, lanzados desde varios metros de distancia, se les clavaron en el pecho. Cayeron de bruces.

Siguiendo paso a paso lo que mostraba el video en su pantalla, Tex Armadillo procedió a girar los mismos jades que había tocado antes el rey. La puerta se abrió pesadamente y los bandidos la atravesaron, encontrándose en una habitación redonda con nueve puertas angostas, todas idénticas. Las lámparas encendidas por el monarca ardían proyectando luces vacilantes en las piedras preciosas que decoraban las puertas.

Allí el rey se había colocado sobre un ojo pintado en el suelo, había abierto los brazos en cruz y enseguida había girado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, de modo que su brazo derecho apuntaba a la puerta que debía abrir. Tex Armadillo lo imitó, seguido por los supersticiosos hombres del Escorpión, que iban con un puñal entre los dientes y otros dos en las manos. El americano suponía que la pantalla no registraba todos los riesgos que enfrentarían; algunos serían puramente psicológicos o trucos de ilusionismo. Había visto al rey pasar sin vacilar por ciertas habitaciones que parecían vacías, pero eso no significaba que lo estuvieran. Debían seguirlo con mucha cautela.

– No toquen nada -advirtió a sus hombres.

– Hemos oído que en este lugar hay demonios, brujos, monstruos… -murmuró uno de ellos en su inglés chapuceado.

– Esas cosas no existen -replicó Armadillo.

– Y también dicen que un terrible maleficio acabará con quien ponga las manos sobre el Dragón de Oro…

– ¡Tonterías! Ésas son supersticiones, pura ignorancia.

El hombre se ofendió y, cuando tradujo el comentario del americano, los demás estuvieron a punto de amotinarse.

– ¡Yo creía que ustedes eran guerreros, pero veo que se asustan como chiquillos! ¡Cobardes! -escupió Armadillo con infinito desprecio.

El primer bandido, indignado levantó su puñal, pero Armadillo ya tenía la pistola en la mano y en sus pálidos ojos había un brillo asesino. Los hombres azules estaban arrepentidos de haber aceptado esa aventura. La banda se ganaba la vida con delitos más simples, éste era un terreno desconocido. El trato era robar una estatua, a cambio de lo cual recibirían un arsenal de armas de fuego modernas y un montón de dinero para comprar caballos y todo lo demás que se les ocurriera; sin embargo, nadie les advirtió que el palacio estaba embrujado. Ya era tarde para echarse atrás, no quedaba más remedio que seguir al americano hasta el final.

Después de vencer uno a uno los obstáculos que protegían el tesoro, Tex Armadillo y cuatro de sus hombres se encontraron en la sala del Dragón de Oro. A pesar de que contaban con moderna tecnología, que les permitía ver lo que hizo el rey para no caer en las trampas, habían perdido dos hombres, que perecieron de una muerte atroz, uno al fondo de un pozo y el otro con un veneno poderoso que le devoró la carne en pocos minutos.

Tal como el americano había imaginado, no enfrentaron sólo celadas mortales, sino también ardides psicológicos. Para él fue como descender a un infierno psicodélico, pero logró mantenerse calmado, repitiéndose que gran parte de las espeluznantes imágenes que los asaltaron estaban sólo en su mente. Era un profesional que ejercía un control total sobre su cuerpo y su mente. Para los primitivos hombres de la Secta del Escorpión, en cambio, el viaje hacia el dragón fue mucho peor, porque no sabían distinguir entre lo real y lo imaginario. Estaban acostumbrados a enfrentar toda suerte de albures sin retroceder, pero les daba terror cualquier cosa que resultara inexplicable. Ese misterioso palacio los tenía con los nervios de punta.

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