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– Hay que salvar a esas pobres muchachas antes de que les suceda una desgracia irreparable -dijo Dil Bahadur, después de escuchar el relato de Nadia.

Pero Tensing no manifestó la misma prisa del príncipe. Interrogó a la joven para saber exactamente qué había oído en la cueva y ella le repitió las pocas palabras que había entendido Perna. Tensing preguntó si estaba segura de que habían mencionado al Dragón de Oro y al rey.

– ¡Mi padre puede estar en peligro! -exclamó el príncipe.

– ¿Tu padre? -preguntó Alexander, extrañado.

– El rey es mi padre -explicó Dil Bahadur.

– He estado pensando en todo esto y estoy seguro de que esos criminales no llegaron hasta el Reino Prohibido sólo para robar unas cuantas chicas. Eso podrían haberlo hecho más fácilmente en India… -sugirió Alexander.

– ¿Quieres decir que vinieron por otra razón? -preguntó Nadia.

– Creo que raptaron a las muchachas como distracción, pero su verdadero propósito tiene que ver con el rey y con el Dragón de Oro.

– ¿Robar la estatua, por ejemplo? -insinuó Nadia.

– Entiendo que es muy valiosa. No me explico por qué mencionaron al rey, pero no puede ser para nada bueno -concluyó Alex.

Tensing y Dil Bahadur, habitualmente impasibles, no pudieron evitar una exclamación. Discutieron en su idioma por unos minutos y enseguida el lama anunció que debían descansar por tres o cuatro horas antes de ponerse en acción.

La ubicación del sol indicaba alrededor de las nueve de la mañana cuando los amigos despertaron. Alexander echó una mirada a su alrededor y sólo vio montañas y más montañas, como si estuvieran en el fin del mundo, pero comprendió que no se encontraban lejos de la civilización, sino muy bien escondidos. El lugar escogido por el lama y su discípulo estaba protegido por grandes rocas y era difícil llegar a él a menos que se conociera su ubicación. Era evidente que ellos lo habían usado antes, porque había restos de velas en un rincón. Tensing explicó que para bajar al valle se debía dar un largo rodeo, a pesar de que no estaban lejos, porque los aislaba un alto acantilado y los guerreros azules bloqueaban el único sendero transitable que conducía a la capital.

La temperatura de Nadia era normal, no sentía dolor y su brazo se había deshinchado. De nuevo estaba muerta de hambre y comió todo lo que le ofrecieron, incluso un bocado de un queso verde con un olor muy poco apetecible que Tensing extrajo de su bolsa. El lama renovó la pasta que cubría el hombro de la muchacha, se lo envolvió con los mismos trapos, puesto que no disponía de otros, y enseguida la ayudó a dar unos pasos.

– ¡Mira, Jaguar, estoy completamente bien! Podré conducirlos a la cueva donde tienen a Peina y las otras chicas -exclamó Nadia, dando unos brincos para probar lo que decía.

Pero Tensing le ordenó que volviera a tenderse sobre su improvisado lecho, porque no estaba del todo sana todavía, necesitaba descanso; su cuerpo era el templo de su espíritu y debía tratarlo con respeto y cuidado, dijo. Le dio como tarea visualizar los huesos en su sitio, el hombro desinflamado y su piel libre de los machucones y arañazos que había sufrido en los últimos días.

– Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge de nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos construyen el mundo -dijo el monje telepáticamente.

Nadia captó a grandes rasgos la idea: con su mente podía curarse. Eso es lo que habían hecho por ella Tensing y Dil Bahadur durante la noche.

– Peina y las otras chicas corren grave peligro. Pueden estar todavía en la cueva de donde yo escapé, pero también puede ser que ya se las hayan llevado… -explicó Nadia a Alexander.

– Dijiste que allí tenían un campamento con armas, arreos y provisiones. No creo que sea fácil movilizar todo eso en pocas horas -anotó él.

– En todo caso, hay que apurarse, Jaguar.

Tensing le indicó que ella se quedaría reposando, mientras él y los dos jóvenes irían al rescate de las cautivas. No estaban lejos y Borobá podría guiarlos. Nadia trató de explicarle que se enfrentarían a los feroces hombres de la Secta del Escorpión, pero le pareció que el lama no entendió bien, porque por toda respuesta obtuvo una plácida sonrisa.

Tensing y Dil Bahadur no disponían de sus armas, excepto el arco y el carcaj con flechas del príncipe y los dos largos bastones de madera que llevaban siempre; lo demás había quedado en su ermita. Como único escudo, el príncipe llevaba colgado al pecho el mágico trozo de excremento petrificado de dragón que habían encontrado en el Valle de los Yetis. Cuando competían en serio, como hacían en ciertas ocasiones en los monasterios donde el príncipe recibía instrucción, usaban una variedad de armas. Eran competencias amistosas y rara vez alguien salía aporreado, porque los monjes guerreros tenían experiencia y eran muy cuidadosos. El gentil Tensing se colocaba una dura coraza de cuero acolchado que le cubría el pecho y la espalda, además de protecciones metálicas en las piernas y en los antebrazos. Su tamaño, de por sí enorme, se duplicaba, convirtiéndolo en un verdadero gigante. Encima de esa mole humana, su cabeza se veía demasiado pequeña y la dulzura de su expresión parecía completamente fuera de lugar. Sus armas preferidas eran discos metálicos con puntas afiladas como navajas, que lanzaba con increíble precisión y velocidad, y su pesada espada, que ningún otro hombre podría levantar con ambos brazos y él blandía en el aire con una sola y sin esfuerzo. Era capaz de desarmar a otro con un solo movimiento de los brazos, partir en dos una coraza con la espada o lanzar los discos rozando las mejillas de sus contrincantes sin herirlos.

Dil Bahadur no poseía la fuerza o la destreza de su maestro, pero era ágil como un gato. No usaba coraza ni otras protecciones, porque entorpecían sus movimientos y la velocidad era su mejor defensa. En una competencia podía eludir cuchillos, flechas y lanzas, escamoteando el cuerpo como una comadreja. Verlo en acción era un espectáculo prodigioso, parecía estar danzando. Su arma predilecta era el arco, porque tenía una puntería impecable: donde ponía el ojo, ponía la flecha. Su maestro le había enseñado que el arco es parte de su cuerpo y la flecha una prolongación de su brazo; debía disparar por instinto, apuntando con el tercer ojo. Tensing había insistido en convertirlo en un arquero perfecto, porque sostenía que limpia el corazón. Según él, sólo un corazón puro puede dominar completamente esa arma. El príncipe, quien jamás fallaba un tiro, lo contradecía bromeando con el argumento de que su brazo nada sabía de las impurezas de su corazón.

Como todos los expertos en tao-shu, usaban su poder físico como una forma de ejercicio para templar el carácter y el alma, jamás para dañar a otro ser viviente. El respeto por toda forma de vida, fundamento del budismo, era el lema de ambos. Creían que cualquier criatura podría haber sido su madre en una vida anterior; por eso debían tratarlas a todas con bondad. De cualquier modo, como decía el lama, no importa lo que uno crea o no crea, sino lo que uno hace. No podían cazar un pájaro para comerlo, y menos podían matar a un hombre. Debían ver al enemigo como un maestro que les daba la oportunidad de controlar sus pasiones y aprender algo sobre sí mismos. La perspectiva de agredir nunca se les había presentado antes.

– ¿Cómo puedo disparar contra otros hombres con el corazón puro, maestro?

– Sólo está permitido si no hay alternativa y cuando se tiene la certeza de que la causa es justa, Dil Bahadur.

– Me parece que en este caso existe esa certeza, maestro.

– Que todos los seres vivientes tengan buena fortuna, que ninguno experimente sufrimiento -recitaron juntos el maestro y el discípulo, deseando con toda su alma no verse en la obligación de usar ninguno de sus mortíferos conocimientos marciales.

Por su parte Alexander era de temperamento conciliador. En sus dieciséis años de existencia nunca se había visto obligado a pelear y en realidad no sabía cómo hacerlo. Además, de nada disponía para defenderse o atacar, excepto un cortaplumas que le había regalado su abuela, para reemplazar otro que él le dio al brujo Walimai en el Amazonas. Era una buena herramienta, pero como arma era ridícula.

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