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Nadia dio un suspiro. No entendía de armas, pero conocía a los miembros de la Secta del Escorpión, famosos por su brutalidad y por la pericia con los puñales. Esos hombres se criaban en la violencia, vivían para el crimen y la guerra, estaban entrenados para matar. ¿Qué podían hacer un par de pacíficos monjes budistas y un joven turista americano contra semejante banda de forajidos? Angustiada, les dijo adiós y los vio alejarse. Su amigo Jaguar iba delante con Borobá sentado a caballo en su nuca, bien sujeto de las orejas del joven; el príncipe lo seguía, y cerraba la marcha el colosal lama.

– Espero volver a verlos vivos -murmuró Nadia cuando se perdieron tras las altas rocas que protegían la pequeña gruta.

Una vez que los tres hombres empezaron a descender hacia la cueva de los guerreros azules, pudieron avanzar más rápido. Iban casi corriendo. A pesar de que brillaba el sol, hacía frío. La atmósfera era tan clara, que la vista alcanzaba hasta los valles y desde esas cimas el paisaje era de una belleza sobrecogedora. Estaban rodeados por los altos picos nevados de las montañas y hacia abajo se extendían montes cubiertos de gloriosa vegetación y verdes plantaciones de arroz en terrazas cortadas en los cerros. Salpicados en la lejanía se divisaban las blancas stupas de los monasterios, las pequeñas aldeas con sus casas de barro, madera, piedra y paja, con sus techos en forma de pagoda y sus calles torcidas, todo integrado a la naturaleza, como una prolongación del terreno. Allí el tiempo se medía por las estaciones y el ritmo de la vida era lento, inmutable.

Con binoculares habrían visto las banderas de oración flameando por todas partes, las grandes imágenes de Buda pintadas en las rocas, las filas de monjes trotando en dirección a los templos, los búfalos arrastrando los arados, las mujeres camino del mercado con sus collares de turquesa y plata, los niños jugando con pelotas de trapo. Era casi imposible imaginar que esa pequeña nación, tan apacible y hermosa, que se había preservado intacta por siglos, ahora estuviera a merced de una banda de asesinos.

Alexander y Dil Bahadur apuraban el paso, pensando en las muchachas a quienes debían salvar antes que las marcaran con un hierro al rojo en la frente o algo peor.

No sabían qué peligros los aguardaban en la proeza de rescatarlas, pero estaban seguros de que no serían pocos. A Tensing, en cambio, esas dudas no lo atormentaban demasiado. Las cautivas eran sólo la primera parte de su misión; la segunda le preocupaba mucho más: salvar al rey.

Entretanto en Tunkhala se había propagado la noticia de que el rey se había esfumado. Lo esperaban en la televisión, porque iba a dirigirse al país, pero no se presentó. Nadie sabía dónde se encontraba, a pesar de que el general Myar Kunglung trató por todos los medios de mantener su desaparición en secreto. Era la primera vez en la historia de la nación que ocurría algo así. El hijo mayor, el mismo que había ganado los torneos de arco y flecha durante el festival, ocupó temporalmente el lugar de su padre. Si el rey no aparecía dentro de los próximos días, el general y los lamas superiores debían ir a buscar a Dil Bahadur, para que cumpliera el destino para el cual había sido entrenado durante más de doce años. Todos esperaban, sin embargo, que eso no fuera necesario.

Corrían rumores de que el rey estaba en un monasterio en las montañas, donde se había retirado a meditar; que había viajado a Europa con la mujer extranjera, Judit Kinski; que estaba en Nepal con el Dala¡ Lama, y mil suposiciones más. Pero nada de eso correspondía al carácter pragmático y sereno del soberano. Tampoco era posible que viajara de incógnito y, de todos modos, el avión semanal no salía hasta el viernes. El monarca jamás abandonaría sus responsabilidades y mucho menos cuando el país se encontraba en crisis por las chicas secuestradas. La conclusión del general, y del resto de los habitantes del Reino Prohibido, era que algo muy grave debía haberle ocurrido.

Myar Kunglung abandonó la búsqueda de las muchachas y volvió a la capital. Kate Cold no se despegó de él, y así se enteró personalmente de algunos detalles confidenciales. En la puerta del palacio encontró a Wandgi, el guía, acurrucado junto a una columna de la entrada, esperando noticias de su hija Pema. El hombre se abrazó a ella llorando. Parecía otra persona, como si hubiera envejecido veinte años en ese par de días. Kate se desprendió bruscamente, porque no le gustaban las demostraciones sentimentales, y a modo de consuelo le ofreció un trago de té con vodka de su inseparable cantimplora. Wandgi se lo echó a la boca por cortesía y luego debió escupir lejos aquel brebaje asqueroso. Kate lo cogió de un brazo y lo obligó a seguir al general, porque lo necesitaba para que tradujera. El inglés de Myar Kunglung era como el de Tarzán.

Se enteraron que el rey había pasado la tarde y parte de la noche en la sala del Gran Buda, al centro del palacio, acompañado solamente por Tschewang, su leopardo. Sólo una vez interrumpió su meditación para dar unos pasos por el jardín y beber una taza de té de jazmín que le había llevado un monje. Éste informó al general que Su Majestad siempre oraba durante varias horas antes de consultar al Dragón de Oro. A medianoche le llevó otra taza de té. Para entonces la mayoría de las velas se habían apagado y en la penumbra de la sala vio que el rey ya no se hallaba allí.

– ¿No averiguó dónde se encontraba? -preguntó Kate, valiéndose de Wandgi.

– Supuse que había ido a consultar al Dragón de Oro -replicó el monje.

– ¿Y el leopardo?

– Estaba atado con una cadena en un rincón. Su Majestad no puede llevarlo donde el Dragón de Oro. A veces lo deja en la sala del Buda y otras veces se lo entrega a los guardias que cuidan la última Puerta.

– ¿Dónde es eso? -quiso saber Kate, pero por toda respuesta recibió una mirada escandalizada del monje y otra furiosa del general: era evidente que esa información no estaba disponible, pero Kate no se daba por vencida fácilmente.

El general explicó que muy pocos sabían la ubicación de la última Puerta. Los guardias que la cuidaban eran conducidos hasta ella, con los ojos vendados, por una de las viejas monjas que servían en el palacio y que conocían el secreto. Esa puerta era el límite que conducía a la parte sagrada del palacio, que nadie, salvo el monarca, podía cruzar. Pasado el umbral comenzaban los obstáculos y trampas mortales que protegían el Recinto Sagrado. Cualquiera que no supiera dónde debía poner los pies, moría de una manera horrible.

– ¿Podríamos hablar con Judit Kinski, la europea que está en el palacio como huésped? -insistió la escritora.

Fueron a buscarla y se dieron cuenta de que la mujer también había desaparecido. Su cama estaba deshecha, su ropa y efectos personales se encontraban en la habitación, menos la bolsa de cuero que siempre llevaba al hombro. Por la mente de Kate pasó fugazmente la idea de que el rey y la experta en tulipanes se habían escapado a una cita amorosa, pero al punto la descartó por absurda. Decidió que algo así no calzaba con el carácter de ninguno de los dos y, además, ¿qué necesidad tenían de esconderse?

– Debemos buscar al rey -dijo Kate.

– Posiblemente esa idea ya se nos había ocurrido, abuelita -replicó el general Kunglung entre dientes.

El general dio orden de llamar a una monja para que los guiara al piso inferior del palacio y tuvo que aguantar que Kate y Wandgi lo acompañaran, porque la escritora se le prendió del brazo como una sabandija y no lo soltó. Definitivamente, esa mujer era de una descortesía jamás vista, pensó el militar.

Siguieron a la monja dos pisos bajo tierra, pasando por un centenar de habitaciones comunicadas entre sí, y por fin llegaron a la sala donde se encontraba la grandiosa última Puerta. No se dieron tiempo de admirarla, porque vieron con horror a dos guardias, con el uniforme de la casa real, tirados boca abajo en el suelo en sendos charcos de sangre. Uno estaba muerto, pero el otro aún vivía y pudo advertirles con sus últimas fuerzas que unos hombres azules, dirigidos por un blanco, habían penetrado en el Recinto Sagrado y no sólo habían sobrevivido y vuelto a salir, sino que además habían raptado al rey y habían robado el Dragón de Oro.

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