Siguió escalando y llegó a la cima cuando ya era de noche, pero en el cielo brillaba una luna inmensa, como un gran ojo de plata. Borobá miraba a su alrededor confundido. Saltó fuera de la parka, donde estaba protegido, y se puso a buscar frenéticamente, dando chillidos de angustia. Alexander se dio cuenta de que el mono esperaba encontrar allí a su ama. Loco de esperanza, comenzó a llamar a Nadia con cautela, porque temía que el eco arrastrara su voz montaña abajo y, en aquel silencio absoluto, llegara claramente a oídos de los bandidos. Pronto comprendió la inutilidad de continuar la búsqueda sin más luz que la luna en ese terreno escarpado y concluyó que era mejor esperar hasta el amanecer.
Se acomodó entre dos rocas, usando su mochila como almohada, y compartió su merienda con Borobá. Luego se quedó quieto, con la esperanza de que si «escuchaba con el corazón», Nadia podría decirle dónde estaba, pero ninguna voz interior vino a iluminar su mente.
– Tengo que dormir un poco para recuperar fuerzas -murmuró, extenuado, pero no logró cerrar los ojos.
Cerca de la medianoche, Tensing y Dil Bahadur encontraron a Nadia. Habían seguido al águila blanca durante horas. La poderosa ave volaba silenciosamente sobre sus cabezas a tan baja altura, que aun de noche la sentían. Ninguno de los dos estaba seguro de que pudieran verla realmente, pero su presencia era tan fuerte, que no necesitaban consultarse para saber lo que debían hacer. Si se desviaban o detenían, el ave comenzaba a trazar círculos, indicándoles el camino correcto. Así los condujo directamente al sitio donde estaba Nadia y, una vez allí, desapareció.
Un escalofriante gruñido detuvo en seco al lama y su discípulo. Estaban a pocos metros del precipicio por el que había rodado Nadia, pero no podían avanzar, porque un animal que no habían visto jamás, un gran felino, negro como la noche misma, les cerraba el paso. Estaba listo para saltar, con el lomo erizado y las garras desplegadas. Sus fauces abiertas revelaban enormes colmillos afilados y sus ardientes pupilas amarillas brillaban feroces en la vacilante luz de la lámpara de aceite.
El primer impulso de Tensing y Dil Bahadur fue de defensa y ambos debieron controlarse para no recurrir al arte del tao-shu, en el cual confiaban más que en las flechas de Dil Bahadur. Con un gran esfuerzo de voluntad, se quedaron inmóviles. Respirando calmadamente, para impedir que el pánico los invadiera y que el animal percibiera el olor inconfundible del miedo, se concentraron en enviar energía positiva, tal como habían hecho en otras ocasiones con un tigre blanco y con los feroces yetis. Sabían que el peor enemigo, así como la mayor ayuda, suelen ser los propios pensamientos.
Por un instante muy breve, que sin embargo pareció eterno, los hombres y la bestia se enfrentaron, hasta que la voz serena de Tensing recitó en un susurro el mantra esencial. Y entonces la luz de aceite vaciló como si fuera a apagarse, y ante los ojos del lama y su discípulo, en lugar del felino apareció un muchacho de aspecto muy raro. Nunca habían visto a nadie de ese color tan pálido ni vestido de esa manera.
Por su parte Alexander había visto una tenue luz, que al comienzo parecía una ilusión, pero poco a poco se hizo más real. Detrás de esa claridad vio avanzar dos siluetas humanas. Creyó que eran los hombres de la Secta del Escorpión y saltó, alerta, dispuesto a morir peleando. Sintió que el espíritu del jaguar negro venía en su ayuda, abrió la boca y un rugido escalofriante sacudió el aire quieto de la noche. Sólo cuando los dos desconocidos estuvieron a un par de metros de distancia y pudo distinguir mejor sus contornos, Alex se dio cuenta de que no eran los siniestros bandidos barbudos.
Se miraron con igual curiosidad: por un lado, dos monjes budistas cubiertos con pieles de yak; por otro, un chico americano de pantalones vaqueros y botas, con un mono colgado al cuello. Cuando lograron reaccionar, los tres juntaron las manos y se inclinaron al unísono en el saludo tradicional del Reino Prohibido.
– Tampo kachi, tenga usted felicidad -dijo Tensing.
– Hi -replicó Alexander.
Borobá lanzó un chillido y se tapó los ojos con las manos, como hacía cuando estaba asustado o confundido.
La situación era tan extraña que los tres sonrieron. Alexander buscó desesperado alguna palabra en el idioma de ese país, pero no pudo recordar ninguna. Sin embargo, tuvo la sensación de que su mente era como un libro abierto para esos hombres. Aunque no los oyó decir ni una palabra, las imágenes que se formaban en su cerebro le revelaron las intenciones de ellos y se dio cuenta de que estaban allí por la misma razón que él.
Tensing y Dil Bahadur se enteraron telepáticamente de que ese extranjero buscaba a una muchacha perdida cuyo nombre era Águila. Dedujeron naturalmente que era la misma persona que les había enviado el ave blanca. No les pareció sorprendente que esa chica tuviera la capacidad de transformarse en pájaro, como tampoco les sorprendió que el joven se hubiera presentado ante sus ojos con el aspecto de un gran felino negro. Creían que nada es imposible. En sus trances y viajes astrales ellos mismos habían tomado la forma de diversos animales o seres de otros universos. También leyeron en la mente de Alexander sus sospechas sobre los bandidos de la Secta del Escorpión, de la cual Tensing había oído hablar en sus viajes por el norte de India y Nepal.
En ese instante un grito en el cielo interrumpió la corriente de ideas que fluía entre los tres hombres. Levantaron los ojos y allí, sobre sus cabezas, estaba de nuevo el gran pájaro. Lo vieron trazar un breve círculo y luego descender en dirección a un oscuro precipicio que se abría poco más adelante.
– ¡Águila! ¡Nadia! -exclamó Alexander, primero con loca alegría y enseguida con terrible aprensión.
La situación era desesperada, porque bajar de noche al fondo de esa quebrada era casi imposible. Sin embargo, debía intentarlo, porque el hecho de que Nadia no hubiera contestado a los reiterados llamados de Alexander y los chillidos de Borobá significaba que algo muy grave le ocurría. Sin duda estaba viva, puesto que la proyección mental del águila así lo indicaba, pero podía estar mal herida. No había tiempo que perder.
– Voy a descender -dijo Alexander en inglés.
Tensing y Dil Bahadur no necesitaron traducción para comprender su decisión y se dispusieron a ayudarlo.
El joven se felicitó por haber llevado su equipo de montañismo y su linterna, también agradeció la experiencia adquirida con su padre escalando montañas y haciendo rapel. Se colocó el arnés, encajó un pico metálico entre las rocas, comprobó su firmeza, le amarró la cuerda y, ante los ojos atónitos de Tensing y Dil Bahadur, quienes no habían visto nada parecido, a pesar de haber vivido siempre entre las cimas de esas montañas, descendió como una araña por el precipicio.