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– Me gusta no tener que ocuparme de nada.

La única discusión la tuvimos en Amorbach. Yo me desperté temprano, me vestí sin hacer ruido y salí sigilosamente de la habitación. Pensaba subirle el desayuno a Hanna y también quería ver si encontraba una floristería abierta para comprarle una rosa. Le dejé una nota en la mesilla de noche. «¡Buenos días! Voy a buscar el desayuno, vuelvo enseguida», o algo por el estilo. Cuando volví, estaba de pie en medio de la habitación, medio vestida, temblando de rabia, con la cara blanca como el papel.

– ¡Cómo se te ocurre largarte así, sin decir nada!

Dejé encima de la cama la bandeja con el desayuno y la rosa e intenté abrazar a Hanna.

– Hanna…

– ¡No me toques!

Tenía en la mano el fino cinturón de cuero con el que se sujetaba el vestido. Dio un paso atrás y me cruzó la cara con él. Se me reventó un labio y sentí el sabor de la sangre. No me dolía. Estaba aterrorizado. Ella volvió a levantar la mano.

Pero no volvió a pegarme. Dejó caer la mano y el cinturón y se echó a llorar. Nunca la había visto llorar. Su cara se deformó por completo. Los ojos y la boca abiertos de par en par, los párpados hinchados tras las primeras lágrimas, manchas rojas en las mejillas y en el cuello. De su boca brotaban graznidos guturales, parecidos al grito sordo que emitía cuando hacíamos el amor. Estaba allí de pie, mirándome a través de las lágrimas.

Debería haberla abrazado. Pero no podía. No sabía qué hacer. En mi casa no se lloraba así. Ni se pegaba, ni con la mano ni, por supuesto, con un cinturón. Si había algún problema, se hablaba. Pero ¿qué podía decir yo en aquel momento?

Hanna dio dos pasos hacia mí, se arrojó sobre mi pecho, me pegó con los puños cerrados, me aferró con todas sus fuerzas. Entonces pude contenerla. Sus hombros se contraían, me daba cabezazos en el pecho. Luego dio un profundo suspiro y se acurrucó en mis brazos.

– ¿Desayunamos? -dijo, separándose de mí-. Madre mía, ¡cómo te has puesto, chiquillo!

Cogió una toalla húmeda y me limpió la boca y la barbilla.

– Y la camisa llena de sangre.

Me quitó la camisa y luego los pantalones, y luego se desnudó ella e hicimos el amor.

– ¿Me puedes explicar lo que ha pasado? ¿Por qué te has enfadado tanto?

Yacíamos juntos, tan satisfechos y contentos que pensé que entonces se aclararía todo.

– Me puedes explicar, me puedes explicar… Siempre haces preguntas tontas. ¿Te parece bonito marcharte sin decir nada?

– Pero oye, ¿y la nota que te he dejado?

– ¿Qué nota?

Me incorporé en la cama. La nota no estaba en la mesilla, donde la había dejado. Me levanté, busqué junto a la mesilla, debajo de ella, bajo la cama, en la cama. Pero la nota no aparecía.

– No entiendo nada. Te he dejado una nota diciendo que iba a buscar el desayuno y volvía enseguida.

– ¿Ah, sí? Pues yo no veo ninguna nota.

– ¿No me crees?

– No es que no te crea, pero yo no veo ninguna nota.

Y ahí se acabó la discusión. ¿Quizá una ráfaga de viento se había llevado la nota a ninguna parte? ¿Había sido todo un malentendido: su enfado, mi labio reventado su cara convulsionada, mi desconcierto?

¿Debería haber buscado más, hasta encontrar la nota, hasta encontrar la causa del enfado de Hanna, la causa de mi desconcierto?

– ¡Sigue leyendo, chiquillo! -dijo apretándose contra mí. Cogí la Vida de un vagabundo aventurero de Joseph von Eichendorff y continué donde la había dejado la última vez. El libro era fácil de leer, más fácil que Emilia Galotti y que Intriga y amor. Hanna volvía a poner toda su atención. Le gustaban los poemas intercalados en la narración. Le divertían las aventuras del héroe en Italia, con sus disfraces, confusiones, enredos y persecuciones. Al mismo tiempo le parecía mal que fuera un vagabundo, que no se dedicara a nada de provecho, que no supiera hacer nada ni quisiera aprender nada. Oscilaba entre esos dos sentimientos, y a veces, horas después de la lectura, todavía salía con preguntas como: «¿Y qué tiene de malo el oficio de aduanero?»

He vuelto a explayarme relatando nuestras disensiones, así que ahora debo hablar también de nuestras horas de felicidad. Aquella discusión hizo más íntima nuestra relación. Ahora ya la había visto llorar; una Hanna capaz de llorar me resultaba más cercana que una Hanna que era sólo fuerte. Empezó a mostrar una faceta más afable, que yo desconocía. No paró de observar y acariciarme suavemente el labio reventado hasta que se curó del todo.

Empezamos a hacer el amor de otra manera. Durante mucho tiempo yo me había dejado llevar por ella, por su manera de tomar posesión de mí. Luego yo había aprendido también a tomar posesión de ella. De entonces en adelante, empezamos a amarnos de un modo que iba más allá de la simple posesión.

Todavía conservo un poema que escribí por entonces. Como poema no vale nada. Por aquella época me entusiasmaban Rilke y Benn, y ahora veo que estaba empeñado en seguir la estela de los dos al mismo tiempo. Pero también veo lo cercanos que estábamos el uno del otro. He aquí el poema:

Cuando nos abrimos,
tú a mí y yo a ti,
cuando nos sumergimos,
tú en mí y yo en ti,
cuando nos olvidamos,
tú en mí y yo en ti.
Sólo entonces
yo soy yo y tú eres tú.

12

No recuerdo las mentiras que les conté a mis padres después de la excursión con Hanna, pero en cambio me acuerdo muy bien del precio que tuve que pagar para poder quedarme solo en casa durante la última semana de vacaciones. He olvidado adonde se fueron mis padres, mi hermano y mi hermana mayor. El problema era mi hermana pequeña. Mis padres querían que se fuera a casa de la familia de una amiga. Pero si yo me quedaba en casa, ella también quería quedarse. A mis padres no les parecía buena idea, así que yo también tendría que ir a casa de un amigo.

Hoy en día me parece realmente sorprendente que mis padres consintieran en dejarme solo en casa una semana entera, a mis quince años. ¿Quizá se habían percatado de la nueva autosuficiencia que se había desarrollado en mí desde que estaba con Hanna? ¿O quizá simplemente habían tomado nota de que, pese a estar enfermo varios meses, había sacado el curso, y deducían de ello que yo era más responsable y digno de confianza de lo que había demostrado hasta entonces? Tampoco recuerdo que me hicieran rendir cuentas por las muchas horas que pasaba con Hanna por entonces. Por lo visto, mis padres se creían de verdad que, recuperada la salud, yo tenía ganas de estar con mis amigos, para estudiar y pasar los ratos libres juntos. Además, unos padres que tienen cuatro hijos no pueden estar pendientes todo el tiempo de cada uno de ellos, sino que por fuerza han de prestar más atención al que está creando problemas en un momento determinado. Yo ya les había ocasionado suficientes problemas, y se daban por satisfechos con verme sano y con el curso aprobado.

Cuando le pregunté a mi hermana pequeña qué quería a cambio de irse a casa de su amiga y dejarme solo en la casa, me pidió unos tejanos o, como decíamos por entonces, unos pantalones vaqueros, y un niqui de terciopelo, una especie de jersey. Me pareció muy comprensible. En aquella época, los téjanos todavía eran algo especial, muy de moda, y se perfilaban como la alternativa perfecta a los trajes de ojo de perdiz y los vestidos floreados. Yo me veía obligado a aprovechar la ropa de mi tío, y mi hermana pequeña la de la mayor. Pero no tenía dinero.

– ¡Pues róbalos! -exclamó mi hermana sin alterarse.

Fue increíblemente fácil. Me probé varios tejanos, me llevé al probador también unos de su talla y salí de la tienda llevándolos escondidos en torno a la cintura, por debajo de los anchos pantalones de mi traje. El niqui lo robé en unos grandes almacenes. Un día, mi hermana y yo nos dedicamos a recorrer la sección de moda femenina de mostrador en mostrador, hasta encontrar el mostrador adecuado y el niqui adecuado. Al día siguiente atravesé la sección con paso rápido y decidido, eché mano al niqui, lo escondí debajo de la americana y en un abrir y cerrar de ojos me encontré en la calle. Un día más tarde robé un camisón de seda para Hanna, pero el detective de los almacenes me vio, así que eché a correr como un endemoniado y escapé por los pelos. Estuve años sin poner los pies en aquellos grandes almacenes.

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