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Fue entonces cuando empecé a traicionarla.

No es que fuera por ahí contando sus secretos o poniéndola en evidencia. No revelé nada que hubiera que mantener oculto. Al contrario: mantuve oculto lo que debería haber revelado. Me negué a admitir su existencia. Sé que negar a alguien es un tipo más bien inofensivo de traición. Desde fuera no se aprecia si uno está negando a alguien o simplemente pretende ser discreto o considerado o sólo intenta evitar situaciones delicadas o molestas. Pero el que niega a otro sabe muy bien lo que hace. Y negar una relación es una manera de socavarla tan grave como otras formas de traición más espectaculares.

Ya no recuerdo cuándo negué a Hanna por primera vez. Del contacto con los compañeros de clase en aquellas tardes de verano en la piscina fueron naciendo amistades. Además de mi vecino de pupitre, al que ya conocía del curso anterior, entre los nuevos apreciaba especialmente a Holger Schlüter, que compartía conmigo el gusto por la historia y la literatura, y no tardé en tener un trato íntimo con él. También intimé pronto con Sophie, que vivía unas pocas calles más allá de mi casa, por lo que recorríamos juntos una parte del camino a la piscina. Al principio no tenía todavía suficiente confianza con mis amigos para hablarles de Hanna. Pero luego, superado ya ese obstáculo, no encontré la ocasión adecuada, el momento adecuado, la palabra adecuada. Al final acabó siendo demasiado tarde para hablar de Hanna, para presentarla como si fuera otro secreto de adolescencia más. Pensé que si empezaba a hablar de ella entonces, después de haber callado tanto tiempo, todos pensarían, erróneamente, que yo me avergonzaba de mi relación con Hanna y tenía mala conciencia. Pero por más que intentara disfrazarlo, sabía muy bien que estaba traicionando a Hanna al fingir que contaba a mis amigos todo lo que era importante para mí, pero sin mencionarla a ella.

Ellos notaban que yo no era del todo sincero, y eso no mejoraba las cosas. Una tarde, mientras volvía a casa con Sophie, nos sorprendió una tormenta y nos refugiamos bajo el zaguán de una casa de campo del Neuenheimer Feld; por entonces todavía no se había instalado allí la universidad, y sólo había huertos y jardines. Tronaba y relampagueaba, el viento soplaba fuerte y caía una lluvia cerrada, con gruesas gotas. La temperatura bajó enseguida unos cinco grados. De repente tuvimos frío, y la rodeé con el brazo.

– Oye -dijo ella, sin mirarme; miraba a la lluvia.

– ¿Sí?

– Has estado mucho tiempo enfermo, hepatitis, ¿verdad? ¿Es eso lo que te da tantos problemas? ¿Tienes miedo de no volver a ponerte bueno? ¿Qué te han dicho los médicos? ¿Tienes que ir cada día a la clínica, a que te hagan transfusiones, o algo así?

Hanna como enfermedad. Me avergoncé. Pero ahora sí que no podía hablar de ella.

– No, Sophie. Ya no estoy enfermo. Los análisis del hígado me salen bien. Me han dicho que dentro de un año ya podré beber alcohol si quiero, pero no quiero. Lo que me…

Tratándose de Hanna, no quería decir «me da problemas».

– No es por eso por lo que siempre llego tarde o me voy pronto; es por otra cosa.

– ¿No tienes ganas de hablar de eso otro? ¿O a lo mejor sí quieres, pero no sabes cómo?

¿No tenía ganas, o no sabía cómo? Ni yo mismo lo sabía. Pero viéndonos allí, bajo los relámpagos, los truenos, que resonaban cercanos, y la lluvia, que caía ruidosamente, al vernos allí, pasando frío juntos, calentándonos un poco el uno al otro, tuve la sensación de que a Sophie, precisamente a ella, tenía que hablarle de Hanna.

– A lo mejor te lo cuento otro día.

Pero ese día no llegó nunca.

16

Nunca supe lo que hacía Hanna cuando no estaba ni trabajando ni conmigo. Se lo pregunté más de una vez, pero nunca me contestó. No teníamos un mundo común; ella se limitaba a concederme en su vida el espacio que le convenía. Y yo tenía que conformarme. Querer más, incluso querer saber más, constituía una insolencia por mi parte. A veces, cuando nos sentíamos felices juntos, me parecía que todo era posible, que todo estaba permitido, y entonces le preguntaba, y podía ser que ella, en vez de rechazar la pregunta, se limitara a esquivarla. «Preguntas mucho, chiquillo.» O me decía: «Siempre estás igual: Hanna esto, Hanna lo otro. Me vas a gastar el nombre.»

0 me recitaba: «Pues mira, tengo que barrer, tengo que fregar, tengo que lavar, tengo que planchar, tengo que comprar, tengo que hacer el desayuno, la comida y la cena y beberme un vaso de leche y meterme en la cama.»

Tampoco me la encontré nunca casualmente en la calle, o en una tienda, o en el cine. Decía que le gustaba mucho ir al cine, y durante los primeros meses insistí en que fuéramos juntos, pero ella no quería. A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase de películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar a la mañana siguiente un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?» A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?»

Sólo una vez vi a Hanna sin que hubiéramos quedado previamente. Fue a finales de julio o principios de agosto; en cualquier caso, pocos días antes de las vacaciones de verano.

Hacía días que Hanna estaba de un humor bastante raro, variable y despótico; era evidente que estaba sometida a una presión, que algo la torturaba terriblemente y la hacía más sensible y susceptible de lo habitual. Se la veía concentrada, ensimismada, como luchando para que la presión no la hiciera saltar por los aires. Le pregunté qué era lo que la atormentaba, pero me rechazó ásperamente. Yo no sabía qué hacer. No sólo me sentía rechazado, sino que también la veía a ella desamparada, e intenté ayudarla y al mismo tiempo dejarla en paz. Un día desapareció la tensión. Al principio pensé que Hanna volvía a ser la de siempre. Una vez acabado Guerra y paz, nos tomamos un tiempo antes de empezar con otro libro. Yo había prometido encargarme de buscar una nueva lectura, y aquel día le llevé varios libros para que escogiéramos uno.

Pero ella no quiso.

Prefiero bañarte, chiquillo.

No fue el bochorno veraniego lo que se posó sobre mí como una pesada tela cuando entré en la cocina. Era el calentador, que estaba encendido. Hanna abrió el grifo, echó unas cuantas gotas de agua de lavanda y me lavó. No llevaba ropa interior, sólo un delantal azul claro con flores, que con aquel aire caliente y húmedo se le pegaba al cuerpo sudoroso. Me excitaba mucho. Cuando hicimos el amor, sentí como si Hanna quisiera arrastrarme a una esfera de sensaciones que iban más allá de todo lo que habíamos experimentado hasta entonces; como si quisiera llevarme hasta el límite de mi capacidad de aguante, también ella se entregó como nunca. No sin reservas; jamás dejó de tener reservas. Pero fue como si quisiera ahogarse conmigo.

– Y ahora vete con tus amigos.

Me despidió, y yo me fui. El calor envolvía las casas, yacía sobre los huertos y jardines y reverberaba sobre el asfalto. Me sentía aturdido. En la piscina, el griterío de los niños que jugaban y chapoteaban llegaba a mis oídos como desde muy lejos. Me encontraba en el mundo como si no formara parte de él ni él de mí. Me sumergí en el agua clorada y turbia y no sentí la necesidad de volver a asomar afuera. Me eché junto a los otros, les escuché y lo que decían me pareció ridículo y trivial.

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