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En algún momento ese estado de ánimo se disipó. En algún momento, aquello se convirtió en una tarde normal en la piscina, con deberes por hacer, partido de voleibol, chismes y coqueteo. No me acuerdo en absoluto de lo que estaba haciendo cuando levanté la vista y la vi.

Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y echar a correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse en pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.

Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me ha quedado de ella.

17

Al día siguiente Hanna no estaba. Llegué a la hora habitual y llamé al timbre. Miré a través del cristal de la puerta; todo estaba como de costumbre y se oía el tictac del reloj.

Una vez más me senté en los escalones. Al principio siempre estaba informado de los recorridos que le tocaban, aunque nunca volví a subirme al tranvía, ni intenté siquiera ir a buscarla a la salida del trabajo. Al cabo de un tiempo dejé de preguntarle, ya no me interesaba. Y hasta entonces no me había dado cuenta de ello.

Llamé a la compañía de tranvías desde la cabina telefónica de la Wilhelmsplatz, y tras hablar con varias personas supe que Hanna Schmitz no había ido a trabajar aquel día. Volví a la Bahnhofstrasse, pregunté en la carpintería del patio por el propietario de la casa y me dieron un nombre y una dirección de Kírchheim. Me fui para allá.

– ¿Frau Schmitz? Se ha ido esta mañana.

– ¿Y los muebles?

– Los muebles no son suyos.

– ¿Cuánto tiempo hacía que vivía en el piso?

– ¿Y a usted qué le importa?

La mujer cerró la abertura de la puerta por la que habíamos hablado.

En las oficinas de la compañía de tranvías pregunté por el departamento de personal y al fin conseguí hablar con el responsable, un hombre muy atento, preocupado por el asunto.

– Ha llamado esta mañana, con suficiente antelación para que pudiéramos buscar una sustituta, y ha dicho que no vendría más. Nunca más -dijo meneando la cabeza-. Hace quince días la tenía aquí sentada donde está usted, y le ofrecí hacer un cursillo para conductora. Y ahora lo echa todo por tierra.

Hasta al cabo de unos días no se me ocurrió ir al registro civil. Se había dado de baja para trasladarse a Hamburgo, sin dejar dirección de contacto.

Estuve enfermo varios días. Hice todo lo posible para disimular delante de mis padres y mis hermanos. En la mesa hablaba un poco y comía otro poco, y cuando me daban náuseas conseguía llegar al lavabo sin que se notase nada. Seguí yendo al instituto y a la piscina. Allí pasaba las tardes en un rincón apartado, donde nadie me buscaba. Mi cuerpo echaba en falta a Hanna. Pero el sentimiento de culpa era aún peor que el síndrome de abstinencia físico. ¿Por qué cuando la vi allí mirándome no me levanté enseguida y eché a correr hacia ella? Aquella brevísima escena se convirtió para mí en el símbolo de mi desinterés de los últimos meses, que me había hecho negarla y traicionarla. Y ella, para castigarme, se había ido.

A veces intentaba convencerme de que aquella mujer a la que había visto en la piscina no era ella. ¿Cómo podía estar seguro de que era Hanna, si no se le distinguía bien la cara? Si hubiera sido ella, por fuerza la habría reconocido, ¿no? Así pues, estaba claro que no podía ser ella.

Pero sabía muy bien que sí era Hanna. Ella, de pie, mirándome. Y ahora era demasiado tarde.

Segunda parte

1

Después de marcharse Hanna de la ciudad, estuve un tiempo buscándola por todas partes, hasta que me acostumbré a que las tardes carecieran de forma, y hasta que pude ver un libro y abrirlo sin preguntarme si sería una buena lectura para Hanna. Pasó un tiempo hasta que mi cuerpo dejó de añorarla; a veces yo mismo me daba cuenta de que mis brazos y mis piernas la buscaban mientras dormía, y mi hermano contó más de una vez en la mesa que yo había llamado en sueños a una tal Hanna. También recuerdo haberme pasado clases enteras soñando con ella, pensando sólo en ella. Pero luego el sentimiento de culpa que me había atormentado en las primeras semanas se disipó. Empecé a evitar su casa, a tomar otros caminos, y al cabo de medio año mi familia se mudó a otro barrio. No olvidé a Hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. Quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. Está allí, en algún lugar a nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. Pero ¿para qué hacer tal cosa?

Mis últimos años en el instituto y los primeros en la universidad los recuerdo como una época feliz. Pero al mismo tiempo no tengo gran cosa que contar sobre ellos. Fueron años de pocas fatigas; la selectividad no fue un gran obstáculo para mí, y la carrera de Derecho, que había escogido por no saber qué otra escoger, tampoco era demasiado difícil; ni me costaba hacer amigos, relacionarme con mujeres o separarme de ellas; nada me parecía difícil. Todo era fácil, ligero.

Quizá por eso es tan pequeño el bagaje de recuerdos que guardo de aquella época. ¿O quizás es que lo quiero ver pequeño? También me pregunto si todos esos recuerdos felices son de verdad. Cuando profundizo un poco más con el pensamiento, empiezo a recordar bastantes episodios teñidos de vergüenza y dolor. Y también es cierto que había conseguido desterrar el recuerdo de Hanna, pero no borrarlo. Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla: todas esas cosas no las pensaba claramente por entonces, pero las sentía con toda certeza.

Adopté una actitud de fanfarronería y superioridad; me esforzaba por mostrarme como alguien que no se dejaba afectar, conmover ni confundir por nada. No estaba dispuesto a hacer ninguna concesión, y recuerdo que despaché con arrogancia a un profesor que se había dado cuenta de mi actitud y me lo comentó.

También me acuerdo de Sophie. Poco después de marcharse Hanna, a Sophie le diagnosticaron tuberculosis. Se pasó tres años en el sanatorio y volvió justo cuando yo empezaba a ir a la universidad. Se sentía sola y buscaba la compañía de los amigos de antes, y no me resultó difícil metérmela en el bolsillo. Después de dormir juntos, se dio cuenta de que en realidad yo no estaba interesado en ella, y se echó a llorar y me dijo: «¿Qué te ha pasado, qué te ha pasado?» Y me acuerdo de mi abuelo, que en una de mis últimas visitas antes de su muerte quiso darme su bendición, y le expliqué que yo no creía en esas cosas, que para mí todo eso no tenía ningún valor Se me hace difícil creer que después de comportarme de tal modo pudiera sentirme bien, pero es así. También recuerdo que ante cualquier pequeño gesto de cariño, fuera dirigido a mí o a otra persona, se me hacía un nudo en la garganta. A veces me bastaba con una escena de película. Aquella combinación de cinismo y sensibilidad me parecía sospechosa incluso a mí mismo.

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