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Cuando la montaña quedó en reposo, salí de entre el carbón, llené el segundo canasto, busqué y encontré una escoba, barrí hacia el interior de la carbonera los pedazos de carbón que habían rodado por el suelo del sótano, cerré la puerta y subí los dos canastos.

Ella se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y se había abierto el botón de arriba, y estaba sentada a la mesa de la cocina, con un vaso de leche en la mano. Al verme se echó a reír, primero conteniéndose, ahogadamente, y luego a carcajadas. Mientras me señalaba con el dedo, dio una palmada con la otra mano en la mesa.

– Pero, chiquillo, ¿tú has visto qué pinta traes?

Entonces me vi la cara en el espejo de encima del fregadero y me eché a reír también.

– Así no puedes presentarte en tu casa. Te vas a dar un baño y mientras tanto te sacudo la ropa.

Se acercó a la bañera y abrió el grifo. El agua empezó a caer humeante en la bañera.

– Ten cuidado al desnudarte, no quiero que se me llene la cocina de carbonilla.

Tras vacilar unos instantes, me quité el jersey y la camisa. Y volví a vacilar. El nivel del agua subía rápidamente, y la bañera ya estaba casi llena.

– ¿Te vas a bañar con los pantalones y los zapatos puestos? Que no miro, chiquillo.

Pero cuando cerré el grifo y me quité los calzoncillos, ella se me quedó mirando sin alterarse en absoluto. Enrojecí, me metí en la bañera y me sumergí por completo en el agua. Cuando saqué la cabeza, ella estaba en el balcón trajinando con mi ropa. La oí sacudir los zapatos uno contra otro y zarandear los pantalones y el jersey. Le dijo algo en voz alta a alguien que estaba abajo, algo sobre el polvo de carbón y el serrín; le contestaron desde abajo y se rió. Volvió a la cocina y dejó mi ropa en la silla. Me lanzó una mirada fugaz.

– Ahí tienes champú; lávate la cabeza. Ahora te traigo una toalla.

Sacó algo del ropero y salió de la cocina.

Me lavé. El agua de la bañera ya estaba sucia, y abrí el grifo para echar más y enjuagarme la cabeza y la cara bajo el chorro. Luego me quedé allí tumbado, mientras el calentador gorgoteaba, sintiendo en la cara el aire fresco que entraba por la rendija de la puerta de la cocina y en el cuerpo el agua caliente. Tuve una sensación de bienestar. Era un bienestar excitante, y mi miembro se puso tieso.

Cuando ella entró en la cocina, no levanté la cabeza; esperé a que estuviera junto a la bañera. Con los brazos abiertos de par en par, sostenía una gran toalla desplegada.

– ¡Vamos!

Me levanté y salí de la bañera dándole la espalda. Ella, detrás de mí, me envolvió en la toalla de la cabeza a los pies, y me frotó hasta que estuve seco. Luego dejó caer la toalla al suelo. No me atreví a moverme. Se me acercó tanto que sentí sus pechos en mi espalda y su vientre en mis nalgas. Ella también estaba desnuda. Me rodeó con sus brazos y me puso una mano en el pecho y la otra en el miembro tieso.

– Has venido para esto, ¿no?

– Pues…

No supe qué decir. Ni que sí ni que no. Me di la vuelta. No vi gran cosa de su cuerpo. Estábamos demasiado juntos. Pero quedé abrumado por la proximidad de su cuerpo desnudo.

– ¡Qué guapa eres!

– Qué cosas dices, chiquillo…

Se rió y me echó los brazos al cuello. También yo la abracé.

Tenía miedo: del contacto, de los besos, de no gustarle, de no ser bastante para ella. Pero cuando ya llevábamos un rato abrazados, cuando me empapé de su olor y sentí plenamente su calidez y su fuerza, todo cobró sentido: me puse a explorar su cuerpo con las manos y la boca, nuestras bocas se encontraron, y por fin la tuve encima de mí, mirándome a los ojos, hasta que llegué al climax y cerré los ojos con fuerza, y al principio intenté contenerme, pero luego grité tan fuerte que ella tuvo que taparme la boca con la mano.

7

En la noche siguiente me enamoré de ella. Me pasé la noche en duermevela, añorándola, soñando con ella, creyendo sentirla a mi lado, hasta que me daba cuenta de que estaba agarrando la almohada o la manta. Tenía los labios irritados de tanto besarnos. Mi miembro se ponía tieso una y otra vez, pero no quería masturbarme. No quería volver a hacerlo nunca más. Quería estar con ella.

¿Me enamoré de ella como premio por haber accedido a acostarse conmigo? Todavía hoy, cuando he pasado la noche con una mujer, tengo siempre la sensación de haber recibido un regalo excepcional y me siento obligado a corresponder a tanto mimo haciendo un esfuerzo por querer a la mujer y por plantarle cara al mundo.

Uno de mis pocos recuerdos diáfanos de la primera infancia es de una mañana de invierno, cuando tenía cuatro años. La habitación en la que dormía por entonces no tenía calefacción, y solía hacer mucho frío por la noche y a primera hora de la mañana. Me acuerdo de la calidez de la cocina y de la ardiente cocina de carbón, un macizo armatoste metálico con una pileta siempre llena de agua caliente, y en cuyo interior veía quemarse el carbón cuando mi madre, con ayuda de un garfio, levantaba las placas y los aros de los fogones. Mi madre acercó una silla a la cocina de carbón, me puso de pie sobre ella y empezó a lavarme y a vestirme. Me acuerdo de la deliciosa sensación de calidez y del placer que me producía que mi madre me lavara y me vistiera en medio de aquella calidez. Cada vez que me acordaba de aquella escena, me preguntaba por qué mi madre me había mimado de tal modo aquel día. ¿Quizá estaba enfermo? ¿Les habían dado a mis hermanos algo que no me habían dado a mí? ¿Me esperaba aquel día algún trance desagradable o difícil?

Y como la mujer que en mis pensamientos no tenía nombre me había mimado tanto aquella tarde, sentí que tenía que pagar por ello y decidí volver al colegio al día siguiente. Había otra razón: tenía ganas de exhibir la patente de virilidad que acababa de adquirir. No era que quisiera fanfarronear. Pero me sentía superior y sobrado de fuerzas, y tenía ganas de enfrentarme a mis compañeros y profesores con aquella fuerza y aquella superioridad. Además, aunque no habíamos hablado de ello, sabía que ella era revisora del tranvía, y por lo tanto debía de trabajar muchas veces hasta bien entrada la tarde o quizá la noche. ¿Y cómo iba a poder verla cada día si me quedaba en casa y sólo salía para dar mis paseos de convaleciente?

Cuando volví a casa después de estar con ella, mis padres y hermanos ya estaban cenando.

– ¿Éstas son horas de llegar? Tu madre estaba ya inquieta.

Mi padre parecía más enfadado que preocupado.

Dije que me había perdido, que había salido con la intención de dar un paseo hasta Molkenkur, pasando por el cementerio, pero que luego había estado extraviado durante un buen rato, hasta llegar finalmente a Nussloch.

– Como no tenía dinero, he tenido que volver de Nussloch andando.

– Podías haber hecho autoestop.

Mi hermana pequeña hacía autoestop de vez en cuando, algo que mis padres no aprobaban. Mi hermano mayor resopló con menosprecio.

– Molkenkur y Nussloch están en direcciones opuestas.

Mi hermana mayor me miró inquisitiva.

– Mañana vuelvo al colegio.

– Pues a ver si pones atención en la clase de geografía. Hay una cosa que se llama sur y otra que se llama norte, y el sol sale por…

Mi madre interrumpió a mi hermano.

– El médico dijo que tres semanas más.

– Si es capaz de ir a pie hasta Nussloch pasando por el cementerio y volver a casa, también puede ir al colegio. Lo que le falta no son fuerzas, sino inteligencia.

De pequeños, mi hermano y yo siempre estábamos pegándonos, y luego empezamos a hacernos la guerra verbalmente. Él tenía tres años más que yo y me superaba en los dos terrenos. En algún momento dejé de replicarle y empecé a hacer oídos sordos a sus pullas. Desde entonces se limitaba a refunfuñar.

– ¿Y tú qué dices?

Mi madre se dirigía a mi padre. Él dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, se recostó hacia atrás y juntó las manos entre los muslos. Se quedó callado y pensativo, como siempre que mi madre le preguntaba algo que tuviera que ver con los niños o con la casa. Y, como siempre, yo me pregunté si de verdad estaba pensando en la pregunta de mi madre o sólo pensaba en su trabajo. Quizá intentara honestamente reflexionar sobre lo que le había dicho mi madre, pero, una vez puesto a pensar, se le iba la mente al trabajo. Era catedrático de filosofía, y pensar era su vida: pensar, leer, escribir y enseñar.

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