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Empezó a hablar de otro compañero del seminario, que tartamudeaba o ceceaba y no paraba de decir tonterías, y al que escuchábamos como si fuese un oráculo. Y luego pasó a hablar de otros compañeros, de cómo eran entonces y lo que hacían ahora. Hablaba y hablaba. Pero yo sabía que al final me volvería a preguntar: «Bueno, y dime, ¿qué os traíais entre manos tú y la acusada aquella?» Y no sabía qué responderle, cómo mentir, cómo decir la verdad, cómo esquivarlo.

Llegamos a la puerta del cementerio y me hizo la pregunta. Miré hacia la parada y vi que en aquel momento estaba llegando el tranvía, y grité: «Hasta luego», y eché a correr, como si pudiera encaramarme de un salto a la plataforma, y perseguí al tranvía y golpeé la puerta con la palma de la mano. Y entonces sucedió lo que ya no creía posible, lo que no me atrevía a esperar. El tranvía volvió a parar, se abrió la puerta y entré.

4

Acabadas las prácticas, me llegó el momento de decidirme por una profesión. Me tomé un poco de tiempo, no como Gertrud, que empezó enseguida a ejercer como jueza. Como mi mujer no tenía mucho tiempo libre, fue una suerte que yo pudiera quedarme en casa y encargarme de Julia. Pero cuando Gertrud superó las dificultades del primer momento y Julia empezó a ir a la guardería, la decisión se hizo inaplazable.

No resultaba fácil. No me imaginaba en ninguno de los papeles de jurista que había visto en el juicio de Hanna. Acusar me parecía una simplificación tan grotesca como defender, y el papel de juez era la peor de todas las simplificaciones. Tampoco me veía como funcionario de la Administración; durante las prácticas había trabajado en el Gobierno Civil, y sus despachos, pasillos, olor y personal me habían parecido grises, estériles y deprimentes. No quedaban muchas más opciones profesionales para un licenciado en Derecho, y no sé dónde habría acabado de no haber sido por el catedrático de historia del Derecho que me ofreció una plaza de interino en su departamento. Gertrud decía que eso no era más que una huida, una forma de huir del desafío y la responsabilidad de la vida, y tenía razón. Sí, huí, y al hacerlo me sentí aliviado. Al fin y al cabo, no era para siempre, le decía y me decía; todavía era lo bastante joven para buscarme una profesión de verdadero jurista, incluso después de unos cuantos años de historia del Derecho. Pero sí fue para siempre; la primera huida siguió la segunda, cuando me pasé de la universidad a un centro de investigación y me busqué en él un rincón en el que podía dedicarme a la historia del Derecho, que era lo que me interesaba, sin necesitar ni molestar a nadie.

Pero el que huye no sólo se marcha de un lugar, sino que llega a otro. Y el pasado al que llegué a través de mis estudios era tan vivido como el presente. No es cierto, como pueden pensar quizá los que ven el asunto desde fuera, que ante el pasado tengamos que limitarnos a observar, sin participar, como hacemos en el presente. Ser historiador significa tender puentes entre el pasado y el presente, observar ambas orillas y tomar parte activa en ambas. Una de mis áreas de investigación era el Derecho en la época del Tercer Reich, y ahí se aprecia con especial claridad cómo el pasado y el presente se funden en una: sola realidad vital. Ahí, la manera de huir no consiste en buscarle las vueltas al pasado, sino justamente en concentrarse sólo en un presente y un futuro ciegos a la herencia del pasado, de la que estamos empapados y con la que tenemos que vivir.

Pero no ocultaré que disfruto sumergiéndome en otras épocas no tan importantes para entender el presente. La primera vez que disfruté de veras fue cuando empecé a estudiar legislaciones y proyectos de ley de la época de la Ilustración. Eran textos animados por la fe en la bondad innata del mundo, y por lo tanto en la posibilidad de regular formalmente esa bondad. Me llenaba de gozo ver cómo de esa fe surgían postulados del buen ordenamiento social, que después se reunían en leyes que tienen belleza, una belleza que es la única prueba de su verdad. Durante mucho tiempo creí que existía el progreso en la historia del Derecho, y que a pesar de los terribles encontronazos y retrocesos, podía apreciarse un avance hacia una mayor belleza y verdad, racionalidad y humanidad. Desde que sé que esa creencia era quimérica, manejo otro concepto de la andadura de la historia del Derecho. La veo encarada hacia un objetivo, pero ese objetivo, al que llega por un camino sembrado de obstáculos, malentendidos y deslumbramientos, es el mismo principio del que ha partido, y del que, apenas ha llegado, debe volver a partir.

Por entonces releí la Odisea, que había leído por primera vez en bachillerato, y que recordaba como la historia de un regreso. Pero no es la historia de un regreso. Los griegos, que sabían que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, no creían en el regreso, por supuesto. Ulises no regresa para quedarse, sino para volver a zarpar. La Odisea es la historia de un movimiento, con objetivo y sin él al mismo tiempo, provechoso e inútil. ¿Y qué otra cosa se puede decir de la historia del Derecho?

5

Con la Odisea empezó todo. La leí después de separarme de Gertrud. Pasaba muchas noches sin dormir más que unas pocas horas y dando vueltas en la cama. Cuando encendía la luz y le echaba mano a un libio se me cerraban los ojos, y cuando dejaba el libro y apagaba la luz, se me abrían otra vez de par en par. Así que decidí leer en voz alta. De ese modo no se me cerraban los ojos. Pero en mis confusas divagaciones de duermevela, llenas de recuerdos y sueños y de atormentadores círculos viciosos, que giraban en torno a mi matrimonio, mi hija y mi vida, se imponía una y otra vez la figura de Hanna. Así que decidí leer para Hanna. Y empecé a grabarle cintas.

Pasaron unos meses hasta que le mandé las cintas. Al principio no quería enviarle nada fragmentario, y esperé hasta haber grabado toda la Odisea. Pero luego empecé a dudar de que la Odisea pudiera interesarle tanto a Hanna, y grabé lo que leí después de la Odisea, varios cuentos de Schnitzler y Chéjov. Luego estuve un tiempo aplazando el momento de llamar al juzgado en el que habían condenado a Hanna para preguntar dónde cumplía la pena. Al final reuní todo lo necesario: la dirección de Hanna, que estaba en una cárcel cercana a la ciudad en la que le habían juzgado y condenado, un aparato de casete, y las cintas, numeradas, de Chéjov a Homero, pasando por Schnitzler. Y por fin acabé enviándole el paquete con el aparato y las cintas.

No hace mucho encontré la libreta en que fui apuntando a lo largo de los años lo que grababa para Hanna. Se ve claramente que los primeros doce títulos están apuntados de una sola vez; seguramente empecé a leer sin orden ni concierto hasta que me di cuenta de que si no tomaba nota no me acordaría de lo que ya había leído. Algunos de los títulos siguientes llevan fecha, y otros no, pero aun sin fechas sé que el primer envío a Hanna lo hice en el octavo año de su condena, y el último en el decimoctavo. Fue cuando le concedieron el indulto que había pedido tiempo atrás.

Seguí leyendo para Hanna todo lo que me apetecía leer. En el caso de la Odisea, al principio se me hizo difícil concentrarme tanto como lo hacía cuando leía sólo para mí. Pero con el tiempo me fui acostumbrando. El otro inconveniente de la lectura en voz alta es que requiere más tiempo. Pero, a cambio de eso, lo que leía se me quedaba más grabado en la memoria. Aún hoy me acuerdo muy claramente de bastantes cosas.

Pero también grabé cosas que ya conocía y me gustaban. Así que Hanna recibió una buena dosis de Keller, Fontane, Heine y Mörike. Tardé mucho en atreverme a leer poemas, pero luego acabó encantándome y me aprendí de memoria una buena parte de los poemas que grabé. Hoy todavía puedo recitarlos.

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