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– Te quiero ver cada día.

El reloj del recibidor tocó la una y media.

– Tienes que irte.

Se quedó callada un momento.

– Mañana empiezo el turno de día. Salgo a las cinco y media. Si quieres, puedes venir a casa. Pero sólo si te pones a estudiar.

Estábamos de pie el uno frente al otro, desnudos, pero ella me parecía todavía más dura que si llevase uniforme. Yo no comprendía la situación. ¿Lo hace por mí?, me pregunté, ¿o por ella? ¿Se ha ofendido porque he dicho que lo que hago es para imbéciles, y entonces lo suyo es más imbécil todavía? Pero yo no había dicho que ninguna de las dos cosas fuera para imbéciles. ¿O quizá no quería tener como amante a un inútil? Pero ¿acaso yo era su amante? ¿Qué era yo para ella? Me vestí lo más despacio que pude, esperando que dijera algo. Pero no dijo nada. Cuando acabé de vestirme, ella estaba todavía allí de pie, desnuda, y cuando la abracé para despedirme, ni se inmutó.

9

¿Por qué me pongo tan triste cuando pienso en aquellos días? ¿Será que añoro la felicidad pasada? Lo cierto es que en las siguientes semanas fui feliz. Me las pasé estudiando como un imbécil, hasta sacar el curso, mientras nos amábamos como si nada más importara en el mundo. ¿O será por lo que descubrí más tarde, por la sombra que ese descubrimiento tardío arroja sobre aquellos días del pasado?

¿Por qué? ¿Por qué lo que fue hermoso, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo al saber que ocultaba verdades amargas? ¿Por qué se oscurece el recuerdo de unos años felices de matrimonio cuando nos enteramos de que el otro tuvo un amante durante todo ese tiempo? ¿Acaso porque en semejante situación no se puede ser feliz? Y, sin embargo, ¡éramos felices! A veces un final doloroso hace que el recuerdo traicione la felicidad pasada. A lo mejor es que la única felicidad verdadera es la que dura siempre. Porque sólo puede tener un final doloroso lo que ya era doloroso de por sí, aunque no fuéramos conscientes de ello, aunque lo ignorásemos. Pero un dolor inconsciente e ignorado ¿es dolor?

Recuerdo aquellos días y me veo a mí mismo. Llevaba los elegantes trajes que me habían tocado en suerte a la muerte de un tío rico, junto con varios pares de zapatos de dos colores, negro y marrón, negro y blanco, charol y ante. Tenía los brazos y las piernas demasiado largos, no para los trajes, que mi madre se había encargado de arreglar, sino para coordinar mis propios movimientos. Mis gafas eran de un modelo barato, de la seguridad social, y mi pelo una especie de escoba desgreñada, a pesar de mi empeño en dominarlo. En el colegio no era de los mejores ni de los peores; creo que muchos profesores no llegaron ni a advertir mi presencia, ni tampoco los compañeros que llevaban la voz cantante en la clase. No me gustaba mi aspecto, mi ropa ni mi forma de moverme, m siquiera mis logros ni mis cualidades. Pero estaba rebosante de energía, de confianza en ser un día guapo e inteligente, superior y admirado, de ansiedad por enfrentarme a nuevas personas y situaciones.

¿Será eso lo que me entristece? ¿El celo y la fe que me colmaban en aquella época, mi empeño en arrancarle a la vida una promesa que de ningún modo podía cumplir? A veces veo en las caras de los niños y los adolescentes el mismo celo y la misma fe, y los veo con la misma tristeza con que recuerdo los míos. Esa tristeza, ¿no será la tristeza pura? ¿Es eso lo que nos sobreviene cuando, al mirar atrás, los recuerdos hermosos se nos vuelven quebradizos, al ver que aquella felicidad no se alimentaba sólo de la situación del momento, sino de una promesa que no se cumplió?

Ella -debería empezar a llamarla Hanna, igual que empecé a hacerlo en aquella época-, ella, desde luego, no vivía de ninguna promesa, sino de la situación del momento, única y exclusivamente.

Le pregunté por su pasado, y lo que me respondió parecía sacado de un arcón polvoriento. Se crió en la parte alemana de Rumania, a los diecisiete años emigró a Berlín y encontró trabajo en la Siemens, y a los veintiuno fue a parar al ejército. Desde el final de la guerra había ido saliendo adelante con diferentes trabajos de poca monta. De su trabajo de revisora, al que se dedicaba desde hacía unos cuantos años, le gustaba el uniforme y el hecho de que el paisaje fuera cambiando todo el rato y el suelo se moviera debajo de sus pies. Pero lo demás no le gustaba. No tenía familia. Tenía treinta y seis años. Todo eso me lo contó como si no fuera su vida, sino la de otra persona a la que no conocía mucho y tampoco le importaba demasiado. Muchas veces, cuando le pedía más detalles, decía que no se acordaba, y tampoco entendía que me interesase lo que había sido de sus padres, si había tenido hermanos, cómo había vivido en Berlín y lo que había hecho en el ejército.

– Preguntas mucho, chiquillo.

Lo mismo pasaba con el futuro. Por supuesto, no se me pasaba por la cabeza la idea de casarme y tener hijos. Pero me identificaba más con el Julien Sorel de Madame de Rénal que con el de Mathilde de la Môle. Me encantaba que Félix Krull acabara entregándose al final a la madre en vez de a la hija. Mí hermana, que estudiaba filología alemana, habló una vez durante la comida de la polémica en torno a si Goethe y Frau von Stein habían tenido una relación amorosa, y, para asombro de toda la familia, yo me volqué con énfasis en favor del sí. Me imaginaba cómo podía ser nuestra relación al cabo de cinco o diez años. Y una vez le pregunté a Hanna qué pensaba ella al respecto. Pero ella no quería pensar ni siquiera en la excursión en bicicleta que le propuse para las vacaciones de Pascua. Podíamos hacernos pasar por madre e hijo para coger una habitación doble y pasar la noche juntos.

Es curioso que semejante idea y semejante propuesta no me parecieran ridículos. De haber ido de viaje con mi madre, me habría empeñado en tener una habitación para mí solo. Ir con mi madre al médico o a comprarme un abrigo, o que ella me fuera a buscar al regreso de un viaje, ya no me parecía apropiado para mi edad. Cuando iba con ella por la calle y nos cruzábamos con compañeros míos del colegio, temía que me tomaran por un perrito faldero. Pero que me vieran con Hanna, que podría haber sido perfectamente mi madre aun siendo diez años más joven que la verdadera, no me importaba en absoluto. Es más, me enorgullecía.

Hoy en día, cuando veo a una mujer de treinta y seis años, la encuentro joven. Pero cuando veo a un muchacho de quince años, veo a un niño. Hanna me daba una seguridad que ahora me parece asombrosa. Mi éxito en el colegio atrajo sobre mí la atención de los profesores y me garantizó su respeto. Las chicas con las que trataba se daban cuenta de que no las temía, y eso les gustaba. Me sentía bien dentro de mi cuerpo.

El recuerdo, que ilumina con claridad y retiene firmemente mis primeros encuentros con Hanna, ha hecho borrosos los contornos de las semanas que pasaron entre aquella primera conversación y el final del curso escolar. Una explicación puede ser la regularidad con que nos encontrábamos y con que discurrían nuestras citas. Otro motivo radica en el hecho de que hasta entonces nunca había vivido días tan intensos, de que mi vida nunca había transcurrido tan rápida y tan densa. Cuando pienso en mí estudiando en aquellas semanas, me parece como si me hubiera sentado al escritorio y no me hubiera levantado hasta recuperar todo lo que había perdido durante la hepatitis, aprendido todas las palabras, leído todos los textos, demostrado todos los teoremas matemáticos y combinado todas las fórmulas químicas. Sobre el Tercer Reich y la Alemania de la época inmediatamente anterior ya había leído mucho mientras estuve en cama.

También nuestros encuentros se han convertido en mi recuerdo en un único y largo encuentro. A partir de la conversación, siempre nos veíamos por la tarde: cuando ella tenía turno de noche, estábamos juntos de tres a cuatro y media, y en caso contrario quedábamos a las cinco y media. En casa se cenaba a las siete, y al principio Hanna insistía en que fuera puntual. Pero al cabo de un tiempo la hora y media empezó a hacérsenos corta, y solía inventarme excusas para saltarme la cena.

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