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Sí, luchaba por eso, pero no estaba dispuesta a pagar el precio de ser desenmascarada como analfabeta. Y tampoco le parecería bien que yo traicionase, a cambio de unos cuantos años de cárcel, la imagen que había querido dar de sí misma. Ese trueque sólo podía hacerlo ella, pero no lo hacía, así que estaba claro que no quería hacerlo. Para ella, su imagen valía esos años de cárcel.

Pero ¿de verdad los valía? ¿De qué le servía esa imagen falsa, que la amordazaba, la paralizaba, le impedía desarrollarse como persona? Con la energía que invertía en sostener la mentira de su vida, podría perfectamente haber aprendido a leer y a escribir.

Intenté hablar del problema con mis amigos. Imagínate que alguien se dirige a sabiendas hacia su perdición, y tú puedes salvarlo. ¿Lo salvarías? Imagínate una operación con un paciente que toma drogas que son incompatibles con la anestesia, pero se avergüenza de ser droga-dicto y no quiere decírselo al anestesista. ¿Hablarías con el anestesista? Imagínate que en un juicio se ha demostrado que el criminal era diestro, pero el acusado no se atreve a revelar que es zurdo porque le da vergüenza, y lo van a condenar. ¿Se lo contarías al juez? O imagínate que un crimen sólo pudo cometerlo, con toda certeza, un heterosexual, y el acusado es homosexual, pero se avergüenza de serlo y se calla. No te pregunto si tiene sentido avergonzarse de ser zurdo u homosexual. Sólo te pido que te imagines que el acusado no se atreve a confesarlo por vergüenza.

12

Decidí hablar con mi padre. No porque tuviéramos mucha confianza, desde luego. Mi padre era un hombre reservado, tan incapaz de mostrarles sus sentimientos a sus hijos como de aceptar los que ellos tenían hacia él. Durante muchos años sospeché que detrás de tanto hermetismo debía de haber un tesoro escondido. Pero con el tiempo empecé a preguntarme si de verdad había algo allí detrás. Quizá había tenido sentimientos en su niñez y su juventud, y a lo largo de los años, al no expresarlos, los había dejado agostarse y morir.

Pero fue precisamente esa distancia lo que me hizo buscar el diálogo con él. No fui a hablar con mi padre, sino con el filósofo que había escrito libros sobre Kant y Hegel, autores que, por lo que yo sabía, habían reflexionado sobre asuntos morales. Creía que mi padre sería capaz de contemplar abstractamente el problema, en lugar de dejarse distraer, como mis amigos, por las deficiencias de mis ejemplos.

Cuando, de pequeños, queríamos hablar con él, nos citaba a una hora determinada, como a sus alumnos. Trabajaba en casa y sólo iba a la universidad para dar sus clases. Los alumnos que querían hablar con él venían a verlo a casa. Me acuerdo de aquellas filas de estudiantes apoyados en la pared del pasillo, esperando que les tocara el turno, algunos leyendo, otros contemplando las vistas de la ciudad que colgaban de la pared, otros con la mirada perdida en el vacío, todos mudos, a excepción de los tímidos saludos con que replicaban a los nuestros cuando pasábamos por el pasillo. Nosotros, cuando habíamos quedado para hablar con mi padre, no teníamos que hacer cola en el pasillo, pero, igual que los estudiantes, no llamábamos a la puerta de su despacho hasta la hora acordada, y no entrábamos hasta que él nos daba permiso.

Conocí dos despachos de mi padre. El primero, en el que vi a Hanna pasando el dedo por los lomos de los libros, tenía ventanas que daban a la calle y desde las que se veían las casas de la otra acera. Las del segundo daban a la llanura del Rin. La casa a la que nos mudamos a principios de los años sesenta, y en la que se quedaron a vivir mis padres cuando los hijos nos hicimos mayores, estaba situada en una ladera, por encima de la ciudad. Tanto en un despacho como en el otro, las ventanas no expandían el espacio hacia el exterior, hacia el mundo, sino que lo capturaban, lo reducían a un cuadro colgado en la pared. El despacho de mi padre era como un cascarón dentro del cual los libros, los papeles, los pensamientos y el humo de la pipa y los puros creaban una atmósfera propia, distinta de la del mundo exterior, que me resultaba familiar y ajena al mismo tiempo.

Mi padre me hizo exponer el problema, primero en abstracto y luego con ejemplos.

– Tiene algo que ver con el juicio, ¿verdad? -dijo enseguida. Pero meneó la cabeza para indicarme que no esperaba respuesta, que no quería penetrar en mi mente ni saber nada que yo no le contara por propia iniciativa. Y luego, con la cabeza echada a un lado y las manos sujetas a los brazos del sillón, se puso a pensar. No me miraba. No lo observaba a él: sus canas, sus mejillas como siempre mal afeitadas, las arrugas que se le marcaban entre los ojos y discurrían de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios. Y esperé.

Para empezar se remontó a conceptos como la persona, la libertad y la dignidad, y recalcó la idea del ser humano como sujeto al que nadie tiene derecho a convertir en objeto.

– ¿No te acuerdas de cómo te enfadabas de pequeño cuando mamá, por tu bien, te obligaba a hacer algo que no querías? ¿Tenía derecho a hacerlo, aunque fueras un niño? Es todo un problema. Un problema filosófico. Pero la filosofía no se preocupa de los niños. Los ha dejado en manos de la pedagogía, lo cual es un error. La filosofía se ha olvidado de los niños -añadió con una sonrisa-, y no sólo de vez en cuando, como me pasaba a mí con vosotros, sino para siempre.

– Pero…

– Pero en el caso de los adultos, desde luego, tengo muy claro que no hay justificación alguna para anteponer lo que un sujeto considera conveniente para otro a lo que éste considera conveniente para sí mismo.

– ¿Incluso al precio de renunciar a la felicidad?

Negó con la cabeza.

– No estamos hablando de la felicidad, sino de la dignidad y la libertad. Tú, de pequeño, ya conocías esa diferencia. El hecho de que mamá siempre acabara teniendo razón no te servía de consuelo.

Hoy en día me gusta recordar aquella conversación con mi padre. La había olvidado, hasta que, tras su muerte, empecé a hurgar en el desván de mi memoria en busca de los buenos momentos, vivencias y experiencias que había tenido con él. Cuando la encontré, la contemplé con sorpresa y gozo. En aquella época, la mezcla del abstracción y diáfana claridad de las palabras de mi padre me confundió al principio. Pero deduje que no debía hablar con el juez, es más, que no tenía derecho a hacerlo, y me sentí aliviado.

Mi padre se dio cuenta.

– ¿Así que te gusta la filosofía?

– Bueno… Lo que pasa es que no sabía si debía tomar alguna medida ante la situación que te he descrito, y no me convencía mucho la idea de hacerlo, así que esto de pensar que no tengo derecho me parece…

No sabía qué decir. ¿Un alivio? ¿Tranquilizador?! ¿Agradable? Todo eso no tenía nada que ver con la moral y la responsabilidad. Podía decir simplemente que me parecía bien, y eso sí sonaría a moral y responsabilidad. Pero no era cierto; aquello me producía una simple sensación de alivio y nada más.

– ¿Agradable? -propuso mi padre.

Asentí con la cabeza al tiempo que me encogía del hombros.

– No, tu problema no tiene ninguna solución agradable. Vamos a ver: esa persona que conoce un secreto y no sabe si debe revelarlo, ¿se limita a observar o tiene algún. tipo de responsabilidad en el asunto, aunque sea involuntariamente? Si es así, esa persona debe actuar. Si sabe lo que le conviene al otro, y éste se niega a verlo, debe intentar abrirle los ojos. El otro siempre tendrá la última palabra, pero hay que hablar con él. Insisto, con él, no con otra persona a sus espaldas.

¿Hablar con Hanna? ¿Y qué podía decirle? ¿Que había descubierto la mentira de su vida? ¿Que ella estaba a punto de sacrificar el resto de su vida en aras de esa estúpida mentira? ¿Que la mentira no merecía semejante sacrificio? ¿Que tenía que luchar por no pasarse en la cárcel más tiempo del imprescindible, para poder hacer luego algo nuevo con su vida? ¿Pero qué quería decir «algo nuevo»? ¿Qué iba a hacer ella con su vida después de la cárcel? ¿Tenía derecho a privarla de la mentira de su vida sin ofrecerle a cambio una alternativa de futuro? No se me ocurría ninguna a largo plazo, y tampoco me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle que, después de lo que había hecho durante la guerra, era justo que, de momento, y por unos cuantos años más, se pudriera en la cárcel. No me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle nada. No me veía capaz siquiera de acudir a ella.

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