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– ¿Y qué pasa si no se puede hablar con el otro? -le pregunté.

Me miró con gesto dubitativo, y yo mismo me di cuenta de que la pregunta estaba fuera de lugar. No había nada más que decir desde el punto de vista moral. Lo único que me quedaba era tomar una decisión.

– No he podido ayudarte.

Mi padre se levantó, y yo también.

– No, no te vayas, es que me duele la espalda -dijo encorvado, apretándose los riñones con las manos-. No puedo decir que lamente no poder ayudarte. Es decir, desde el punto de vista del filósofo, que es lo que has venido a buscar. En cambio, como padre, la experiencia de no poder ayudar a mis hijos me parece francamente insoportable.

Esperé un poco, pero no dijo nada más. Me pareció que adoptaba una postura de autoindulgencia; yo sabía muy bien cuándo debería haberse preocupado más por nosotros y cómo podría habernos ayudado más de lo que lo había hecho. Luego pensé que quizá él mismo también lo sabía y le pesaba de veras. Pero tanto en un caso como en el otro, yo no podía decirle nada. Me sentí cohibido, y tuve la sensación de que él también.

– Bueno, pues…

– Puedes venir a hablar conmigo cuando quieras -dijo mi padre, mirándome.

No le creí, y asentí con la cabeza.

13

En junio, el tribunal se trasladó dos semanas a Israel. La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.

Yo había previsto dedicarme aquellas dos semanas por completo a la carrera. Pero las cosas no salieron como las había planeado. No podía concentrarme en el estudio, ni en los profesores, ni en los libros. Una y otra vez, mis pensamientos emprendían el vuelo y se perdían en imágenes.

Veía a Hanna delante de la iglesia en llamas, con una expresión dura en el rostro, con uniforme negro y una fusta en la mano. Con la fusta dibujaba círculos en la nieve y se daba golpecitos en la caña de las botas. La veía escuchando mientras le leían en voz alta. Escuchaba atentamente, sin hacer preguntas ni comentarios. Cuando se acababa la sesión, le comunicaba a la lectora que al día siguiente saldría con el grupo que volvía a Auschwitz. La lectora, una criatura esmirriada con el pelo negro esquilado casi al cero y ojos miopes, se echaba a llorar. Hanna golpeaba la pared con la mano y entraban dos mujeres, también prisioneras, con uniforme de rayas, y se llevaban a la lectora casi a rastras. Veía a Hanna andar por las calles del campo de concentración, entrar en los barracones de las prisioneras, vigilar la marcha de los trabajos de reconstrucción de la fábrica. Todo eso lo hacía con la misma expresión dura, con ojos fríos y labios apretados, y las prisioneras bajaban la cabeza, se inclinaban sobre el trabajo, se pegaban a la pared, se apretaban contra ella, como si quisieran desaparecer dentro. A veces aparecían montones de prisioneras, corriendo de un lado a otro, o en formación, o marchando, y Hanna estaba entre ellas, gritando órdenes, con la cara convertida en una fea máscara vociferante, y repartiendo golpes con la fusta. Veía el campanario cayendo sobre el tejado de la iglesia en medio de un diluvio de chispas, y oía los gritos de desesperación de las mujeres. Veía la iglesia a la mañana siguiente, totalmente calcinada.

Además de esas imágenes, veía las otras. Hanna poniéndose las medias en la cocina, o sosteniendo la toalla delante de la bañera, o en bicicleta, con la falda aleteando al viento, o de pie en el despacho de mi padre, o bailando delante del espejo, o mirándome en la piscina; Hanna escuchándome, hablándome, sonriéndome, amándome. Lo malo era cuando se mezclaban las dos clases de imágenes. Hanna haciendo el amor conmigo con aquellos ojos fríos y los labios apretados, escuchándome leer sin decir palabra y al final dando un golpe en la pared, hablándome mientras su cara se convierte en una fea máscara. Pero aún peores eran los sueños en los que aquella Hanna dura, autoritaria y cruel me excitaba sexualmente; me despertaba rebosante de deseo, vergüenza e indignación. Y con el miedo de no saber quién era yo mismo.

Sabía que aquellas imágenes de la fantasía no eran más que miserables tópicos. No le hacían justicia a la Hanna que yo había conocido y estaba conociendo. Pero al mismo tiempo eran de una fuerza arrolladura. Destruían las imágenes que guardaba de Hanna en el recuerdo y se entreveraban con las imágenes de campos de exterminio que tenía en la mente.

Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción «El trabajo os hará libres», las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto y películas como La decisión de Sophie y especialmente La lista de Schindler, no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.

14

Decidí irme de viaje. Si hubiera podido hacer las maletas y plantarme en Auschwitz sin más, lo habría hecho. Pero para conseguir un visado había que esperar semanas. Así que me dirigí a Struthof, en Alsacia. Era el campo de concentración más cercano. Nunca había visto uno. Quería deshacerme de los tópicos con ayuda de la realidad.

Hice autoestop, y recuerdo a un camionero que no paraba de vaciar botellas de cerveza una tras otra, y al conductor de un Mercedes que utilizaba guantes blancos. Pasado Estrasburgo, tuve suerte; el conductor que me recogió se dirigía a Schirmeck, un pueblo cercano a Struthof.

Cuando le dije al conductor adonde quería ir exactamente, se quedó callado. Le miré, pero nada en su cara me permitía interpretar por qué había enmudecido de repente en medio de una animada conversación. Era un hombre de mediana edad, de rostro enjuto, con un lunar o una cicatriz de quemadura rojo oscuro en la sien derecha y pelo negro peinado en mechones, con la raya cuidadosamente marcada. Miraba a la carretera con gran concentración.

Ante nosotros, los Vosgos empezaban a disolverse en pequeñas colinas. Nos internamos en un valle muy ancho, que ascendía poco a poco, entre viñedos. A izquierda y a derecha el bosque tapizaba las laderas; a veces aparecía una cantera, una nave industrial rodeada de un muro de ladrillo y con tejado ondulado, un antiguo sanatorio, una gran casa de campo con muchas pequeñas torres, rodeada de árboles altos. Una línea férrea discurría paralela a la carretera, unas veces por la derecha y otras por la izquierda.

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