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El público empezó a cuchichear otra vez. Muchos parecían indignados. Les daba la impresión de que Hanna se estaba burlando del proceso, de la sentencia y de ellos mismos, que habían acudido a oír la sentencia. Empezaron a hablar más alto, y algunos increparon a Hanna. Hasta que el tribunal entró en la sala, y el juez, tras mirar a Hanna con el habitual gesto de desconcierto, pronunció la sentencia. Hanna le escuchó de pie, erguida y sin moverse. Durante la lectura de los considerandos, se sentó. Yo no apartaba la mirada de su cabeza y su nuca.

La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni a nadie.

Tercera parte

1

El verano que siguió al juicio me lo pasé en la sala de lectura de la biblioteca universitaria. Entraba cuando la abrían y me iba cuando la cerraban. Los fines de semana me quedaba estudiando en casa. Estudiaba de una forma tan exclusiva y obsesiva, que los sentimientos y pensamientos que el juicio había dejado aturdidos siguieron igual de aturdidos. Evitaba todo contacto con la gente. Me fui de casa y alquilé una habitación. Rehuía a los pocos conocidos que se dirigían a mí en la biblioteca o alguna vez en el cine.

El invierno lo pasé casi de la misma manera. Pese a ello, me preguntaron si quería pasar las vacaciones de Navidad con un grupo de estudiantes en una estación de esquí. Para mi propia sorpresa, acepté.

No era un buen esquiador. Pero me gustaba esquiar y era rápido, y conseguía no quedarme atrás. A veces, en descensos para los que no estaba preparado, me arriesgaba a caerme y romperme algo. Lo hacía a sabiendas. Pero también estaba corriendo otro riesgo, éste inconsciente, que acabó materializándose.

Nunca tenía frío. Los otros esquiaban con jersey y abrigo y yo iba en mangas de camisa. Los compañeros, preocupados, me reñían. Pero yo no les hacía caso. Simplemente, no tenía frío. Cuando empecé a toser, lo atribuí al tabaco austríaco. Cuando me asaltó la fiebre, disfruté de aquel estado. Estaba débil y al mismo tiempo ligero, y las impresiones sensoriales me llegaban agradablemente amortiguadas, algodonosas, voluptuosas. Flotaba.

Luego subió la fiebre y me llevaron al hospital. Cuando salí de allí, la anestesia había desaparecido. Estaban de nuevo allí, y para siempre, todas las preguntas, miedos, acusaciones y reproches a mí mismo que habían brotado durante el juicio y que tan pronto habían quedado anestesiadas. No sé si los médicos tienen un nombre para ese síntoma que consiste en no tener frío aunque evidentemente lo haga. Tengo mi propio diagnóstico: antes de soltarme, antes de que pudiera librarme de ella, la anestesia necesitaba apoderarse de mí también físicamente.

Cuando acabé la carrera y empecé las prácticas, llegó el verano del movimiento estudiantil. La historia y la sociología me interesaban mucho, y las prácticas todavía me retenían bastante tiempo en la universidad, así que me enteraba de todo lo que estaba sucediendo. Que me enterara no quiere decir que participara; al fin y al cabo, la calidad de la enseñanza y la reforma universitaria me eran tan indiferentes como el Vietcong y los americanos. En lo que respectaba al tercero y más importante tema del movimiento estudiantil, es decir, el pasado nacional-socialista, me sentía tan distante de los demás estudiantes que no me apetecía protestar y manifestarme junto a ellos.

A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional, y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adoptaba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.

La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.

Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie.

Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido del celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.

O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.

Pero ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?

Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurlar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación.

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