Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Dirk tenía el pelo cano, cara de niño y mucha alegría bailándole en los ojos amarillo verdosos. Hablaba algo de ruso y, aunque a duras penas, sabía hacerse entender en sueco, por lo que la conversación de los tres fue una divertida mezcolanza lingüística.

Aquella primera noche estuvieron hasta las tantas en un restaurante elegido por el simpatiquísimo profesor, que conocía Roma hasta el último rincón. Nastia ya no recordaba la última vez que se había reído tanto. Se sentía a gusto en compañía de su madre y del amigo de ésta, sus temores habían resultado vanos. Tras superar la barrera de turbación durante su encuentro con el padrastro y su nueva pareja, afrontar la situación similar protagonizada por su madre no le supuso a Nastia alteraciones emocionales de ningún tipo. La madre estaba feliz, Dirk la miraba con exultante adoración… ¿qué tenía esto de malo mientras todos estuvieran contentos?

– Mañana vamos a la ópera, he comprado las entradas -dijo al despedirse Nadezhda Rostislávovna-; y el sábado, a la capilla Sixtina. No se te ocurra quedarte dormida, sólo abre para los visitantes hasta las dos.

– Me alegra saber que Nadine tiene una hija tan estupenda -observó con una sonrisa encantadora Dirk Kuhn.

Nastia regresó al hotel satisfecha y en paz consigo misma. Los temores, que llevaban meses corroyéndola, a que su familia se desmoronara ahora le parecían vacíos y carentes de fundamento. La gente tenía todo el derecho a ser feliz, siempre que no fuera a costa del sufrimiento ajeno.

Si Nastia Kaménskaya hubiera sabido qué cambio tan brusco se iba a producir en su vida sólo tres días más tarde, si hubiera podido vislumbrar lo inverosímilmente lejanas y fantasmagóricas que iban a parecerle esas «vacaciones en Roma» desde las profundidades del terror y la tensión nerviosa que la atraparían nada más que tres días más tarde, probablemente se habría preocupado por recordar mejor y por retener aquella sensación de entusiasmo y paz anímica que la había invadido aquella noche en la Ciudad Eterna. Pero Nastia, como cualquier hijo de vecino en trance de experimentar la felicidad, asumió con tremenda soberbia que aquello iba a durar siempre.

Se equivocaba.

El sábado, al salir de la capilla Sixtina, la madre les propuso dar una vuelta por la feria del libro.

– Quiero ver si tienen algunos libros que necesito y que me han encargado mis amigos. Ven con nosotros, te gustará.

Una vez en la feria, se separaron. La madre y Dirk fueron a buscar las publicaciones que les interesaban, y Nastia se quedó delante de las casetas encima de las cuales unas letras enormes anunciaban: «El best-seller europeo.» Se entretuvo en mirar las cubiertas multicolores, en leer los textos de las solapas, en sacar conclusiones: «Este libro lo leería si tuviera tiempo, y éste también, y éste… En cambio, esta clase de novelas no me gusta nada.» Al acercarse a la caseta de turno, sintió que la tierra se le iba debajo de los pies. Justo delante de ella había un libro titulado La sonata de la muerte, de un tal Jean-Paul Brizac. Sobre la lustrosa portada había cinco rayas de un rojo sangriento que imitaban el pentagrama y una clave de sol de color verde claro.

Tras recuperar el sentido, Nastia cogió el libro y clavó la vista en el comentario de la contraportada. «Jean-Paul Brizac -rezaba aquél- es una de las figuras más enigmáticas de la literatura europea contemporánea. Ni un solo periodista ha conseguido entrevistar a este autor de más de una veintena de best-sellers. Una intriga tensa, la confrontación entre el bien y el mal, los lados oscuros de la naturaleza humana, todo esto está presente en la obra del misterioso anacoreta que no se deja fotografiar y se comunica con el mundo exterior por mediación de su agente literario.»

Miró con atención a la mesa de la caseta y descubrió otros libros de Brizac en alemán, francés e italiano. Vio a lo lejos a su madre y se abrió paso entre la muchedumbre.

– Mamá, ¿puede uno comprar estos libros que hay aquí?

– Claro que sí. ¿Has encontrado algo interesante? Vamos allá, te lo compraré, en cualquier caso no tendrás dinero suficiente, todo lo que venden aquí está por las nubes.

– Pero necesito muchos… -dijo Nastia indecisa.

– Entonces, compraremos muchos -contestó la madre con calma.

Nastia no conocía el alemán y se limitó a seleccionar libros de Brizac en francés e italiano.

– ¿Para qué los quieres? -Nadezhda Rostislávovna torció el gesto, despectiva-: ¿Es que piensas leerte esas sandeces?

– Bueno… Siento curiosidad -fue la reticente respuesta de Nastia-. Un escritor anacoreta, los lados oscuros del alma humana… Sí, me parece curioso.

La madre no ocultó que desaprobaba el interés de la hija en el best-seller europeo y, al pagar el importe nada desdeñable de la compra, dejó caer:

– Se pueden comprar libros de Brizac en cualquier quiosco de las estaciones de trenes o en el aeropuerto, y a un precio mucho más razonable, por cierto. También tienen más títulos.

Según Nadezhda Rostislávovna, Jean-Paul Brizac era un escritor popular pero superficial. Sus libros tenían buena acogida entre un público poco exigente, que los compraba encantado para leerlos durante un viaje, por lo que se publicaban sobre todo en rústica, en formato de bolsillo. Pero una observación de la madre captó la atención de Nastia:

– No hace más que seguir la moda. Sabes, desde hace unos años todo lo ruso despierta mucha expectación. Además, ahora hay cada vez más emigrantes. Brizac tiene un ciclo de novelas sobre Rusia que, imagínate, gozan de gran demanda por parte de la emigración rusa. Te diré una cosa, quien quiera que sea ese anacoreta, apuros no pasa. Sus libros se publican con tiradas descomunales, y escribe de prisa.

– ¿Has leído algo suyo? -preguntó Nastia esperanzada.

– No soy emigrante. Y tampoco aficionada a los thrillers. No entiendo quién te habrá contagiado el mal gusto.

– Pero, si no has leído sus libros, ¿cómo sabes que son malos? -preguntó Nastia, que se sintió un poco herida en su amor propio con esos desaires al autor.

– Me basta con las opiniones de la gente cuyo buen gusto me merece plena confianza. Además, no sostengo que sean malos. Sólo sé que la buena literatura es fruto de un trabajo de años. Y ese Brizac tuyo produce cinco creaciones inmortales al año o quizá más.

– Mamá… -preguntó Nastia pensativa-, ¿no podría ser que ese Brizac sea emigrante ruso?

– Es poco probable -dijo categóricamente Nadezhda Rostislávovna, que hojeaba distraídamente una de las novelas que habían comprado-. Sólo un nativo puede dominar así el francés. Es suficiente leer dos o tres párrafos para verlo. Por lo demás -añadió pasando la vista por una página abierta al azar-, tiene buen vocabulario, un lenguaje incisivo, en sus diálogos hay vida, las metáforas son interesantes… Tal vez, de veras no sea mal escritor. Pero es un francés nacido en Francia, no te quepa la menor duda.

Al día siguiente, Nastia, junto con toda la delegación, regresó a Moscú. En el avión leyó La sonata de la muerte esperando atisbar una mínima pista, una sugerencia infinitesimal de la explicación para la increíble coincidencia entre el dibujo de la portada y el que Borís Kartashov había bosquejado siguiendo las indicaciones de la difunta Yeriómina. Fuese como fuese, ahora Nastia estaba completamente segura de una cosa: Vica no había padecido de ningún trastorno mental. Era cierto que pudo haber oído por la radio la descripción de su sueño, pues muchas emisoras de radio occidentales que transmitían en ruso incluían en su programación fragmentos de las novedades editoriales. La idea de que alguien quisiera influir sobre su comportamiento desde una emisora de radio no era engendro de una imaginación enferma. Pero ¿cómo explicar la coincidencia entre ambos dibujos? ¿Una coincidencia completa, hasta el último detalle, hasta el color verde claro de la clave de sol?

29
{"b":"111067","o":1}