– ¿Conoce Roma? -dijo a su derecha una voz agradable que hablaba un inglés fuertemente acentuado.
Nastia volvió la cabeza y se encontró con la mirada de un joven embutido en un jersey blanco que se sentaba al otro lado del pasillo. Estaba mirando con una sonrisa la guía Michelín de Roma, que ella había encontrado en el piso de sus padres y ahora tenía sobre las rodillas. Nadezhda Rostislávovna había traído esta guía de su primer viaje a Italia, hacía ya muchos años.
Reconoció por el acento que el joven era italiano. A duras penas venció la tentación de contestarle en inglés. «No puedo ir dándole más largas -pensó-. De todas formas tendré que hablar italiano, así que más me vale empezar ahora.» Se sentía segura de su dominio del inglés y el francés, idiomas que utilizaba con frecuencia y de los que hacía muchas traducciones, sobre todo durante las vacaciones, para tapar las brechas que éstas abrían en su presupuesto. En cambio, el italiano, que de pequeña sabía bastante bien gracias a los empeños de su madre, hacía tiempo que permanecía guardado, como a ella misma le gustaba decir, en el cajón más inaccesible de la mesa, abocado al desuso, por lo que a Nastia le daba un poco de miedo hablarlo. No obstante, se atrevió.
– Puede hablarme en italiano -pronunció luchando con la timidez y muy pendiente de vocalizar bien-. Pero no muy de prisa.
El joven sonrió con comprensión y, sin ocultar su deleite, le habló en su lengua materna. Llevaban charlando unos veinte minutos cuando en el salón entró, cigarrillo en ristre, el jefe de la delegación Yakímov. Ocupó el asiento situado justo delante de Nastia, hizo chasquear el mechero, expulsó el humo y se giró hacia ella apoyándose en el brazo del sillón.
– ¿Conque autosegregándote de la causa colectiva? -bromeó-. Veo que ya te ha salido un noviete. Ojito con hacer tonterías, ¿vale?
Yakímov le caía bien a Nastia. No tenía la tendencia dictatorial ni la soberbia de quien ha viajado mucho por el extranjero y se siente superior a los ciudadanos soviéticos de a pie que salen del país por primera vez y, por lo general, no sabían ni cómo andar por la calle. Contaba gustoso sus propias experiencias y daba consejos inapreciables que Nastia, tras visitar a su madre en Suecia, reconoció como válidos y oportunos.
– ¿Qué programa tenemos? -le preguntó a Yakímov.
– De diez a seis nuestros colegas italianos se ocupan de nosotros, a partir de las seis nos divertimos solos. Tendremos libres el miércoles y el sábado, podrás ir de compras si te apetece. ¿Qué te interesa en concreto?
– Quería ver a mi madre. Me ha prometido estar en Roma el jueves.
– No hay problema. A partir de las seis eres dueña de tus actos, yo por mi parte no tengo nada que objetar. Por si acaso, ten en cuenta que dos de la delegación ya se han enterado de que sabes idiomas y piensan hacer valer su derecho de superiores en el rango y ficharte para sus excursiones a las tiendas. De manera que, cuando decidas recuperar la libertad, házmelo saber e intentaré pararles los pies.
Yakímov apagó el cigarrillo y regresó al salón delantero, donde viajaban los demás miembros de la delegación: dos generales (uno, enviado por el ministerio; el otro, por la DGI de Moscú), el jefe de la Dirección del Interior de un distrito de Moscú y dos funcionarios de la Dirección General de la Policía Criminal.
– Jamás habría dicho que es rusa. Estaba convencido de que era inglesa -volvió a hablar el joven del jersey blanco.
Nastia sonrió para sus adentros. No era de extrañar que la hubiese tomado por inglesa: delgada, pálida, nada llamativa, de facciones finas, cara inexpresiva, y tal vez por eso también fría; en efecto, daba la imagen perfecta de la típica solterona de las novelas clásicas británicas. En todo caso, su físico no tenía nada en común con la idea arraigada de las hermosísimas mujeres rusas.
– ¿Quiere decir que tengo el aspecto característico de las inglesas?
– No, simplemente habla italiano con acento inglés.
– ¿Qué me dice? -se asombró Nastia-. Nunca lo habría pensado.
Decidió prestar más atención a la pronunciación de su afable interlocutor e intentar imitarla. Tenía un oído excelente, la madre la había acostumbrado a asimilar lenguas extranjeras desde su infancia más tierna, gracias a lo cual su forcejeo con el acento inglés fue coronado por el éxito poco antes de que el avión aterrizase. El joven italiano apreció en justa medida los esfuerzos lingüísticos de Nastia y al despedirse observó:
– Ahora habla como una italiana que ha vivido demasiado tiempo en Francia.
Los dos se rieron al unísono.
– ¿Tengo un nuevo acento?
– Con el acento ya no hay problema pero ha empezado a construir las frases como una francesa.
Los instalaron en un pequeño y sosegado hotel católico situado encima de una colina, cerca de la embajada rusa. Nastia se alegró al enterarse de que se podía ir andando desde el hotel hasta la basílica de San Pedro y que se tardaba unos veinte minutos.
Yakímov le había informado bien. A las seis de la tarde, la jornada laboral de los italianos terminaba y la delegación rusa quedaba abandonada a su suerte. Allí nada se acercaba a la famosa hospitalidad rusa: todo cuanto sus anfitriones les ofrecieron en los seis días de estancia fueron una visita de la ciudad y un almuerzo con los representantes del ministerio. Se les enseñó el funcionamiento de los servicios y divisiones policiales, se contestó a sus preguntas y se les mostró una serie de películas educativas.
A Nastia todo esto le venía de perlas. Comía al volver al hotel y a las siete cambiaba la falda por unos tejanos y los zapatos por las queridas bambas, se ponía la chaqueta de cuero en cuyo bolsillo guardaba la guía de la ciudad y salía a dar una vuelta. El miércoles, su día libre, Nastia se marchó del hotel después del desayuno, que se servía a las siete y media. No había dicho ni una palabra de sus planes a nadie excepto a Yakímov y procuró escabullirse antes de que alguien le pidiese ayuda para ir de compras, ya que ni un solo miembro de la delegación, salvo ella misma y el jefe, sabía inglés, y mucho menos italiano. Nastia consiguió lo que se proponía y se pasó el día deambulando por la ciudad, admirando sus edificios y esculturas, zigzagueando entre el flujo continuo del tráfico, sin dejar de sorprenderse con lo atentos y respetuosos que los conductores se mostraban con los peatones.
El sol de diciembre calentaba todavía pero, a pesar de que hacía diecisiete grados sobre cero, muchas mujeres llevaban abrigos desabrochados de zorro azul y visón.
En todas partes la asaltaba el olor a café, que llegaba de los innumerables pequeños bares y cafeterías. Durante las dos primeras horas encontró valor para resistirlo pero luego estimó sesudamente que de todas formas debería sentarse a descansar y que el dinero del que disponía no le iba a alcanzar para comprar nada especial, así que economizar no tenía ningún sentido. No se privó de ese placer y de tarde en tarde se sentaba a la mesita de una u otra terraza. Hacia la noche, y a pesar de la guía, se las arregló para perderse, caminó un buen rato a lo largo de un muro de piedra y sólo al encontrarse en un lugar familiar se dio cuenta de que había dado una vuelta alrededor del Vaticano.
El jueves 16 de diciembre Nastia cruzó la columnata que rodea la basílica de San Pedro, salió a la plaza y en seguida vio a su madre. Nadezhda Rostislávovna, guapa, esbelta y arrolladoramente elegante, charlaba con un hombre alto y canoso, volviéndose cada poco para mirar a su alrededor.
La madre y la hija se abrazaron y se besaron.
– Quiero presentarle a mi hija Anastasia -dijo en inglés la profesora Kaménskaya-. Mi colega, el profesor Kuhn.
– Dirk -se presentó Kuhn estrechando la mano de Nastia.
«Vaya con mamá -se admiró en silencio Nastia-. Se ha traído a su novio, hay que tener agallas. Por lo demás, ¿cómo no iba a tenerlas? ¿Seguro que no iba a cortarse por mí? Qué risa. Me gustaría saber quién ha de aprobar a quién en este cásting, él a mí o yo a él. Pero ¡qué guapa está! ¿Por qué no habré salido a ella?»