– Le he llorado al Buñuelo y me ha permitido utilizar a Misha Dotsenko, es un genio para estas cosas. Con él, los testigos se acuerdan de todo, lo quieran o no.
– ¿Qué les hace, les parte la cabeza o qué? -se rió Chernyshov.
– No te lo tomes a pitorreo. No le has visto trabajar. Ha estudiado la materia, ha leído una pila de libros sobre los problemas de la memoria y la mnemotecnia. Puede resultarnos muy útil.
– Que Dios te oiga -asintió Andrei-, si yo no tengo nada en contra. ¿Cómo es que no me preguntas qué tal me ha ido en la comisaría Suroeste?
– ¿Alguna novedad? -se animó Nastia.
– Ninguna, por desgracia. Un atropello común y corriente. Cada día son más frecuentes. El conductor arrolla al peatón y se da a la fuga. Una callejuela tranquila, altas horas de la noche, ni un testigo. Los vecinos de las casas más próximas no han visto nada y tampoco han oído el chirrido de los frenos. En la calzada no se han podido detectar huellas de la frenada aunque con el tiempo de perros que hace no las encontraríamos incluso si existieran: hay como dos dedos de agua sobre el asfalto. Sobre la ropa de la víctima, Kosar, se han encontrado partículas de la pintura del automóvil. Al parecer, el coche fue pintado en dos ocasiones, al principio era azul, luego marrón chocolate y ahora es gris marengo, color asfalto mojado, como le llaman. Esto es todo lo que hay. Los expertos sostienen que la altura del impacto prueba que seguramente el coche es de fabricación nacional y no de importación. No se sabe nada más.
– ¿Y el propio Kosar? ¿Qué sabemos de él?
– Valentín Petróvich Kosar, cuarenta y dos años, diplomado universitario, cursó estudios de medicina pero sólo trabajó como médico durante cuatro años, luego se incorporó a la editorial Medicina como redactor. A partir de entonces trabajaba en ese sector, ocupó algún puesto en la revista La Salud, durante los últimos años se dedicaba a negocios, organizó la publicación de folletos divulgativos sobre las hierbas medicinales, el curanderismo, la percepción extrasensorial. Su último cargo fue el de adjunto del director jefe de la revista La señora de su casa, destinada a jubiladas y amas de casa. Recetas, consejos, chismes, novelas policíacas, programación pormenorizada de la televisión y cosas por el estilo. Casado, con dos hijos.
– Qué pena -suspiró Nastia-. Pobre hombre. Tendremos que restablecer la sucesión de los hechos a partir de las declaraciones de Kartashov y del médico.
– ¿Crees que nos llevará a alguna parte?
– Quién sabe. Pero debemos intentarlo. Kartashov tuvo que darle a Kosar alguna razón para explicarle por qué necesitaba consultar con un psiquiatra. Kosar, a su vez, al llamar al médico pudo perfectamente mencionarle el problema de su amigo. ¿Y si a Kartashov, cuando hablaba con Kosar, se le escapó algo, aunque sólo fuera una palabra, que contradice lo que luego ha contado de la enfermedad de Vica? Esta tarde, a las 5.30, tengo cita con ese psiquiatra.
El pastor alemán que atendía por Kiril, satisfecho con el paseo, se acercó a su dueño y se sentó educadamente a sus pies, la cabeza apoyada con delicadeza en sus rodillas.
– Qué enorme es este animal -dijo Nastia con respeto-. Darle de comer debe de salirte por un ojo de la cara.
– Así es -confirmó Andrei rascando al perro detrás de la oreja-. Alimentarlo correctamente cuesta un riñón.
– ¿Cómo te las arreglas?
– Con mucha dificultad. ¿No ves cómo voy vestido? -respondió señalando con la mano sus tejanos viejos, la trenca, que había conocido tiempos mejores, y los zapatos desgastados aunque de una limpieza impecable-. No bebo, no fumo, no frecuento restaurantes, no meriendo en la cafetería, me traigo los bocadillos de casa. ¡Régimen de economía rigurosa! -se rió-. La verdad sea dicha, mi Irina gana el doble que yo. Me viste y me da de comer, y yo me encargo del coche y de Kiril.
– Has tenido suerte. ¿Y qué haría uno que no tuviera una Irina como la tuya? Con nuestro sueldo uno no puede permitirse ni un coche ni un perro grande. Vivimos y nos moriremos en la pobreza más vergonzante. Bueno, vamos a trabajar.
El encuentro con el psiquiatra al que Borís Kartashov había acudido para solicitar su opinión sobre Vica no aportó prácticamente ninguna novedad, excepto que Nastia pudo comprobar una vez más la negligencia de su compañero Volodya Lártsev. Ya al leer por primera vez el protocolo del interrogatorio del doctor en psiquiatría Máslennikov, le llamó la atención la rotundidad con que el médico había diagnosticado la enfermedad sin ver a la paciente. Por lo que ella sabía, los médicos no solían hacerlo, y menos los psiquiatras. De creer al protocolo, el doctor Máslennikov no tenía la menor duda de la gravedad del trastorno de Yeriómina y de que debía ser ingresada con suma urgencia.
– ¡Por el amor de Dios, qué dice! -dijo el psiquiatra agitando las manos cuando Nastia se lo preguntó-. Habría sido un error garrafal. Sabe usted, cuando se nos coloca en semejante aprieto, nos defendemos como gatos panza arriba, añadimos a cada palabra «puede ser», «en algunos casos», «tiene cierta similitud», «a veces puede ocurrir», etcétera; hacemos lo imposible con tal de no decir nada definitivo. Para hacer un diagnóstico necesitamos observar al paciente un mes como mínimo y, a poder ser, hospitalizado, y aun así, en ocasiones sucede que no podemos sacar ninguna conclusión definitiva. En cuanto a decidir algo sin ver al paciente, nunca, ni hablar. Ningún profesional de la medicina que se precie lo haría jamás.
– ¿Es suya esta firma?
Nastia tendió a Máslennikov el protocolo redactado por Lártsev.
– Mía. ¿Hay algún problema?
– ¿Había leído el protocolo antes de firmarlo?
– A decir verdad, no. No tenía motivos para desconfiar de su compañero. ¿Qué es lo que ocurre?
– Hágame el favor, lea el protocolo y dígame si está de acuerdo con todo lo que pone.
Máslennikov empezó a leer el protocolo escrito con la letra menuda y difícil de entender de Volodya Lártsev. Al llegar a la mitad de la segunda página, arrojó los papeles sobre la mesa furioso.
– ¿De dónde ha salido esto? -preguntó con asco-. No guarda el menor parecido con lo que yo dije. Mire, aquí pone: «Su amiga debe ser ingresada de inmediato ya que se encuentra al borde de sucumbir a una grave enfermedad psiquiátrica.» Supuestamente, yo le dije eso a Kartashov, cuando lo que en realidad le dije a Borís fue que era imprescindible que un médico viera a su amiga. No se podía descartar que estuviese enferma, y le incumbía al médico decidir si necesitaba tratamiento. Pero tenía que estar preparado porque, si el médico llegaba a la conclusión de que aquello era el principio de un trastorno psíquico grave, se le ofrecería ingresar en una clínica con toda urgencia. ¿Nota la diferencia? Su compañero ha suprimido de mi declaración todos los reparos y, además, la tergiversó de pies a cabeza. ¿Y esto qué es? «El estado de su amiga indica que padece del síndrome de Kandinsky-Clerambault.» ¿Cómo puedo saber cuál es exactamente su estado? ¡Si no la he visto en mi vida! Recuerdo haberle dicho: «Los síntomas que me ha descrito pueden corresponder al síndrome…» No, ¡me niego categóricamente a comprender cómo ha sido posible trastrocar mis palabras hasta este punto!
Máslennikov se había enfadado en serio. Nastia, que volvía a encontrarse haciendo de cabeza de turco, de diana de las iras de todo el mundo, sintió que le asaltaba la rabia contra Lártsev. Uno podía tener prisa y resumir algunas cosas pero ¡no se debía falsear los testimonios!
– Vamos a anotar su declaración de nuevo -dijo en tono reconciliador-. Trataré de apuntarlo todo palabra por palabra y luego leerá lo que he escrito. ¿Cómo empezó todo?
– En octubre me llamó mi compañero de promoción Valentín Kosar para pedirme cita con un amigo suyo, Borís Kartashov. Kosar me contó que Borís estaba preocupado por el estado de salud de su novia, que había desarrollado ideas fijas sobre sus sueños. Según ella, alguien espiaba sus sueños y ahora trataba de influir sobre su comportamiento por medio de la radio.