Descendimos al suelo del «cohetódromo». Nuestra excitación no había pasado aún. Sentíamos necesidad de movernos, de trabajar, para poner nuestros nervios a tono.
Relaté a Tiurin y Sokolovsky sobre el hallazgo del «géiser» lunar y me confesé culpable del alud de piedras ocasionado, que por poco nos destruye. Pero Tiurin, interesado por el «géiser», no hizo caso de mi acto temerario.
— ¡Pero si esto es un descubrimiento grandioso! — exclamó—. Yo siempre he dicho que la Luna no es un planeta tan muerto como parece. En él deben existir aún, por insignificantes que sean, restos de gases, sea cual fuere su composición, de su vida anterior. Estas serán, seguramente, salidas de gases sulfúreos. En algún lugar de la masa lunar, queda aún magma caliente. Los últimos latidos, el último fuego del gran incendio que se extingue. En la profundidad de esta grieta que penetra, seguramente, hacia el interior de la Luna, no menos de un cuarto de su radio, los gases encontraron salida. Y nosotros no los hemos analizado. Es necesario hacerlo pase lo que pase. Esto producirá sensación entre los científicos del mundo. ¡El «Géiser de Artiomov»! ¡No ponga objeciones! Tiene derecho a ello. Volvamos ahora mismo.
Y saltó al cohete, pero Sokolovsky movió la cabeza negativamente.
— Por hoy tenemos bastante — dijo—. Es necesario descansar.
— ¿Qué quiere decir «por hoy»? — protestó Tiurin—. El día en la Luna dura treinta días terrestres. ¿Y usted piensa quedarse inmóvil durante treinta días?
— Me moveré — contestó Sokolovsky en tono conciliador—. Pero si usted hubiera estado pilotando cuando salimos de esta grieta del diablo, comprendería mi estado de ánimo y razonaría de otra manera.
Tiurin miró la fatigada cara de Sokolovsky y se calló.
Decidimos renovar la reserva de oxígeno en nuestras escafandras y luego dispersarnos para explorar hacia diferentes lados, aunque sin alejarnos mucho uno de otro.
Me dirigí hacia la garganta más cercana, la cual se hacía interesante por su colorido. Las peñas eran de tonos rojizos y rosáceos. Sobre este fondo destacaban manchas de espeso color verde de forma irregular, por lo visto capas de otros minerales. Resultaba una combinación de colores muy hermosa. Gradualmente fui adentrándome en el cañón. Una de sus paredes estaba brillantemente iluminada por el sol y por la otra sus rayos resbalaban oblicuamente, dejando en su parte inferior un ángulo agudo de sombra.
Me sentía de un humor excelente. El oxígeno penetraba en mis pulmones al punto de embriagarme. Sentía en todos mis miembros una ligereza extraordinaria. Había momentos en que me parecía que todo lo veía en sueños. ¡Un sueño atrayente, prodigioso!
En uno de los cañones laterales brillaba una «cascada» de piedras preciosas. Ellas llamaron mi atención y doblé a la derecha. Luego me desvié otra vez y otra. Finalmente llegué a un completo laberinto de cañones. En él era fácil perderse pero yo procuraba recordar bien el camino. Y por doquier aquellas manchas. De un verde vivo en la luz tenían a la sombra un matiz amarillo oscuro, y a media luz un tinte pardusco claro. Extraño cambio de colores: pues en la Luna no hay atmósfera que pueda cambiar los matices de los colores. Me acerqué a una de estas manchas y la observé atentamente. No, esto no es una salida de minerales. La mancha era prominente y parecía blanda como el fieltro. Me senté en una piedra y continué la observación.
De pronto me pareció que se había movido un poco en dirección a la luz. ¿Será una ilusión óptica? Yo miraba la mancha con demasiada atención, fijamente. Haciendo mentalmente una señal en uno de los pliegues del mineral, continué mi acecho. Después de unos minutos ya no podía dudar: la mancha se había desplazado. Su borde había traspasado el límite de la sombra y estaba volviéndose verde ante mis ojos.
Me levanté y corrí hacia la pared. Sujetándome de un ángulo de la roca, alargué mi brazo hasta la mancha más próxima y arranqué un trozo del blando «fieltro». Estaba compuesto de pequeños hilos en forma de abeto. ¿Un vegetal? ¡Claro, es un vegetal! Son musgos lunares. ¡Vaya descubrimiento! Arranqué otro pedazo de una mancha pardusca. Estaba completamente seco. Lo volví del lado contrario y vi unas blancuzcas «avellanitas» que en su parte inferior terminaban con una especie de ventosa almohadilla.
Un enigma biológico. Por su aspecto este vegetal podría catalogarse entre los musgos. Pero, ¿y las ventosas? ¡«Raicespiernas»! Un vegetal que puede desplazarse por las rocas siguiendo los rayos solares. Su color verde, claro está, depende de la clorofila. Pero…, ¿y la respiración? ¿Y la humedad? ¿De dónde la saca…? Recordé conversaciones en Ketz sobre piedras celestes de las que puede obtenerse oxígeno y agua. Por supuesto, también en las piedras habrá en combinación con otros elementos oxígeno e hidrógeno, elementos que entran en la composición del aire y el agua. ¿Y por qué no…? ¿No son también las plantas terrestres verdaderas «fábricas» milagrosas con producción química muy complicada? ¿Y es que nuestras plantas terrestres, como, por ejemplo, la «Rosa de Jericó», no poseen la facultad de amortecerse por el calor y la sequía y luego revivir de nuevo, cuando se ponen en agua? Los vegetales lunares «duermen» durante la larga y fría noche y a la luz del sol empieza de nuevo a funcionar la «fábrica química», elaborando todo lo necesario para su vida. ¿Movimiento? Bien, pero es que también los vegetales terrestres no están por completo privados de movimientos. La adaptabilidad de los organismos es ilimitada.
Llené la bolsa de musgos y con el ánimo excitado me dispuse a regresar para vanagloriarme de mi hallazgo.
Marché hasta el final del cañón, giré a la derecha, otra vez a la derecha. Aquí debía encontrar el yacimiento de rubíes y diamantes, pero no los vi… Volví atrás, giré hacia otro cañón… ¡Un lugar completamente desconocido!
Aceleré mi marcha. Ya no andaba, sino que saltaba. De pronto, me paré en el borde del abismo, estupefacto. Un nuevo paisaje lunar se abría ante mí. Al otro lado del abismo se elevaba una cadena de montañas. Entre ellas destacaban tres picos de igual altura. Brillaban como panes de azúcar. Nunca había visto unas cumbres tan blancas. Estaba claro que no era nieve. En la Luna no podía haber nieve. Podía ser que estas montañas fueran de yeso o cal. Pero las montañas no hacían al caso. Estaba claro que me había extraviado por completo.
La inquietud se apoderó de mí. Como si todo este extraordinario mundo lunar me hubiera de repente vuelto la espalda. ¡Qué hostil era al hombre! Aquí no habían nuestros bosques terrestres, ni campos, ni praderas con sus flores, hierbas, pájaros y animales, donde «bajo cada árbol» tienes preparados «mesa y casa».
Aquí no hay ríos y lagos con abundante pesca. La Luna es avara, no da de comer ni beber al hombre. Los que se extravían en la Tierra pueden mantenerse días y días aunque sea con raíces vegetales. ¿Pero aquí? Sólo rocas desnudas, sin contar con el musgo. Seguramente, no será mejor comestible que la arena. Pero aunque corrieran a mi alrededor ríos de leche con orillas de pan, de todas maneras moriría de sed y de hambre, sufriendo los tormentos de Tántalo, ya que no puedo sacarme la escafandra.
¡La escafandra! Al recordarla me puse a temblar como si el frío del espacio hubiera penetrado en mi cuerpo. Toda la «atmósfera» que me da posibilidad de respirar y vivir, está resumida en el pequeño balón que llevo en la espalda. Tiene capacidad para seis horas; no más. Ya han pasado unas dos horas desde que renové la provisión de oxígeno. ¿Y después? La muerte por asfixia… ¡Tengo que salir de aquí mientras no se agoten mis fuerzas y la reserva de oxígeno!
Volví atrás de nuevo y empecé a dar saltos como un saltamontes. Menos mal que aquí no se fatiga uno tanto como en la Tierra…
Llegué al final del cañón. Ante mí otro cañón vivamente iluminado por el sol y cubierto por entero por una verde alfombra. Por lo visto, todos los musgos se arrastraron hasta aquí desde los lugares sombríos. ¡Asquerosos musgos! No quería verlos, pero mis ojos se encontraban con el color verde, debido al cual veía confusamente…